Margaret Atwood - El cuento de la criada

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En el estado de Gilead las criadas forman un estrato social pensado para conservar la especie. Las mujeres fértiles que integran esta clase, y que destacan por el hábito rojo con que se cubren hasta las manos, desempeñan una función esencial: dar a luz a los futuros ciudadanos de Gilead. Sin embargo, en un mundo antiutópico asolado por las guerras nucleares, gobernado por un código extremadamente severo y puritano, que castiga con la pena de muerte a quien se aparta del sistema y en el cual la mayoría de la población es estéril, engendrar no resulta fácil. Existe siempre el temor al fracaso y la amenaza de la confinación en la isla de seres inservibles más allá de las alambradas que rodean a la ciudad y del alto muro donde cuelgan, para que sirva de ejemplo, los cadáveres de los disidentes.

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El colegio es antiguo, los retretes son de madera, de un tipo de madera aglomerada. Entro en el segundo empezando por el final, haciendo balancear la puerta. Por supuesto, ya no hay cerraduras. En la parte de atrás de la madera, cerca de la pared y a la altura de la cintura, hay un agujerito recuerdo del vandalismo de otros tiempos, o legado de un mirón. En el Centro todas sabemos de la existencia de este agujero; todas excepto las Tías.

Tengo miedo de haber llegado demasiado tarde a causa del Testimonio de Janine: tal vez Moira ya ha estado aquí, tal vez tuvo que marcharse. No te dan mucho tiempo. Miro cuidadosamente por debajo de la pared del retrete, y veo un par de zapatos rojos. ¿Pero cómo puedo saber a quién pertenecen?

Acerco la boca al agujero.

¿Moira?, susurro.

¿Eres tú?, me pregunta.

Sí, le digo. Siento un enorme alivio.

Dios mío, necesito un cigarrillo, comenta Moira.

Yo también, respondo.

Me siento ridículamente feliz.

Me sumerjo en mi cuerpo como en una ciénaga en la que sólo yo sé guardar el equilibrio. Es un terreno movedizo, mi territorio. Me convierto en la tierra en la que apoyo la oreja para escuchar los rumores del futuro. Cada punzada, cada murmullo de ligero dolor, ondas de materia desprendida, hinchazones y contracciones del tejido, secreciones de la carne: todos éstos son signos, son las cosas de las que necesito saber algo. Todos los meses espero la sangre con temor, porque si aparece representa un fracaso. Otra vez he fracasado en el intento de satisfacer las expectativas de los demás, que se han convertido en las mías.

Solía pensar en mi cuerpo como en un instrumento de placer, o como en un medio de transporte, o un utensilio para la ejecución de mi voluntad. Podía usarlo para correr, apretar botones de un tipo u otro, y hacer que las cosas ocurrieran. Existían límites, pero sin embargo mi cuerpo era ágil, suelto, sólido, formaba una unidad conmigo.

Ahora el cuerpo se las arregla por sí mismo de un modo diferente. 5oy una nube solidificada alrededor de un objeto central, en forma de pera, que es patente y más real que yo y brilla en toda su rojez dentro de su envoltura translúcida. En el interior hay un espacio inmenso, oscuro y curvo como el cielo nocturno, pero rojo en lugar de negro. Minadas de luces diminutas brillan, centellean y titilan en su interior. Todos los meses aparece una luna gigantesca, redonda y profunda como un presagio. Culmina, se detiene, continúa y se oculta de la vista, y siento que la desesperación se apodera de mí como un hambre voraz. Sentir ese vacío una y otra vez. Oigo mi corazón, ola tras ola, salada y roja, incesantemente, marcando el tiempo.

Estoy en el dormitorio de nuestro primer apartamento. Estoy de pie frente al armario de puertas plegables de madera. Sé que a mi alrededor todo está vacío, los muebles han desaparecido, los suelos están desnudos, no hay ni siquiera una alfombra; pero a pesar de ello, el armario está lleno de ropa. Creo que son mis ropas, aunque no lo parecen, nunca las he visto. Quizá sean las ropas de la esposa de Luke, a quien tampoco he visto nunca; sólo unas fotos y su voz en el teléfono una noche que nos llamó gritándonos y acusándonos, antes del divorcio. Pero no, son mis ropas. Necesito un vestido, necesito algo para ponerme. Saco vestidos, negros, azul, púrpura, chaquetas, faldas; ninguno de ellos me sirve, ni siquiera me van bien, son demasiado grandes o demasiado pequeños.

Luke está detrás de mí y me vuelvo para mirarlo. No me mira a mí; mira el suelo, donde el gato se limpia las patas y maúlla una y otra vez lastimeramente. Quiere comida, ¿pero cómo puede haber comida en un apartamento tan vacío?

Luke, digo. No me responde. Tal vez no me oye. Se me ocurre pensar que quizá no está vivo.

Estoy corriendo con ella, sujetándola de la mano, estirándola, arrastrándola entre el helecho, ella apenas está despierta a causa de la píldora que le di para que no grite ni diga nada que pueda delatarnos, ella no sabe dónde está. El terreno es desparejo, hay piedras, ramas secas, olor a tierra mojada, hojas viejas, ella puede correr muy rápido, yo sola podría correr más, soy buena corredora. Ahora llora, está asustada, quiero cogerla pero me resultaría demasiado pesada. Llevo puestas las botas de ir de excursión y pienso que cuando lleguemos al agua tendré que Sacármelas de un tirón, y si estará demasiado fría, y si ella podrá nadar hasta allí, y qué pasará con la corriente, no nos esperábamos esto. Silencio, le digo enfadada. Pienso que se puede ahogar, y la sola idea me hace aflojar el paso. Oigo los disparos a nuestras espaldas, no muy fuertes, no como petardos sino cortantes y claros como el crujido de una rama seca. Suenan mal, las cosas nunca suenan como uno cree que deberían sonar, y oigo una voz que grita Al Suelo, ¿es una voz real o una voz que suena dentro de mi cabeza, o soy yo misma que lo digo en voz alta?

La tiro al suelo y me echo sobre ella para cubrirla y protegerla. Silencio, vuelvo a decirle; tengo la cara mojada de sudor o de lágrimas, me siento serena y flotando, como si ya no estuviera dentro de mi cuerpo; cerca de mis ojos hay una hoja roja caída prematuramente y puedo ver todas sus nervaduras brillantes. Es la cosa más hermosa que jamás he visto. Disminuyo la presión, no quiero asfixiarla; me acurruco sobre ella, sin sacar la mano de encima de su boca. Oigo la respiración, y el golpeteo de mi corazón corno si llamara a la puerta de una casa durante la noche, pensando que allí estaría a salvo. Todo está bien, estoy aquí, le digo en un susurro, Por favor, quédate callada, ¿pero lo logrará? Es muy pequeña, ya es muy tarde, nos separamos, me sujetan de los brazos, todo se oscurece y no queda nada salvo una pequeña ventana, muy pequeña, como el extremo opuesto de un telescopio, como la ventanita de una postal de Navidad de las de antes, afuera todo noche y hielo, adentro una vela, un árbol con luces, una familia, incluso oigo las campanadas, son las campanas de un trineo y una música antigua en la radio, pero a través de esta ventana puedo verla a ella -pequeña pero muy nítida- alejándose de mí entre los árboles que ya han cambiado al rojo y al amarillo, tendiéndome los brazos mientras se la llevan.

Me despierta la campanada; y luego Cora, que llama a mi puerta. Me siento en la alfombra y me seco la cara Con la manga. De todos los sueños que he tenido, éste es el peor.

VI LA FAMILIA

CAPÍTULO 14

Cuando deja de sonar la campana, bajo la escalera: en el ojo de vidrio que cuelga de la pared del piso de abajo, un diminuto animal extraviado desciende conmigo. El tictac del reloj suena al compás del péndulo; mis pies, calzados con los pulcros zapatos rojos, siguen el ritmo escalera abajo.

La puerta de la sala está abierta de par en par. Entro: de momento no hay nadie más. No me siento, pero ocupo mi lugar, de rodillas, cerca de la silla y el escabel en los que dentro de poco Serena Joy se entronizará, apoyándose en su bastón mientras se sienta. Probablemente se apoyará en mi hombro para mantener el equilibrio, como si yo fuera un mueble. Lo ha hecho otras veces.

Tal vez en otros tiempos, la sala se llamó salón, y más tarde sala de estar. O quizás es un salón de recibir, de esos que tienen arañas y moscas. Pero ahora, oficialmente, es una sala para sentarse porque eso es lo que hacen aquí, al menos algunos. Para otros sólo es una sala para estar de pie. La postura del cuerpo es importante: las incomodidades sin importancia son aleccionadoras.

La sala es apagada y simétrica; ésta es una de las formas que adopta el dinero cuando se congela. El dinero ha corrido por esta habitación durante años y años, como si atravesara una caverna subterránea, incrustándose y endureciéndose como estalactitas. Las diversas superficies se presentan a sí mismas mudamente: el terciopelo rosa negruzco de las cortinas echadas, el brillo de las sillas dieciochescas a juego, en el suelo la lengua de vaca que asoma de la alfombrilla china de borlas con sus peonías de color melocotón, el cuero suave de la silla del Comandante y el destello de la caja de latón que hay junto a aquélla.

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