Jack Kerouac - Los subterráneos

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"Los subterráneos" es una de las mejores novelas de Jack Kerouac; en ella se precisa su voluntad de llevar a cabo una suerte de autobiografía literaria que será, al propio tiempo, una crónica legendaria de la generación beat. En efecto, casi todo es aquí relato autobiográfico, «fraseado» con ese inimitable estilo sincopado que aprendió escuchando en el Minton?s de Nueva York a los grandes del bop. Al igual que Charlie Parker, Kerouac improvisa en torno a un tema, y escribe de la manera más flexible, adaptándose en cada episodio a las resonancias que le sugiere el momento. La novela transcurre en San Francisco, ciudad a la que Kerouac llegó en 1953, antes de alcanzar la fama, y es un fresco de días y de noches habitadas por el jazz, el alcohol y las drogas, cabalgando entre la desesperación absoluta y las ilusiones más descabelladas, al hilo de una estremecedora historia de amor: la del escritor Leo Percepied (una nueva encarnación de Kerouac) y una muchacha negra, Mardou Fox, «el ángel negro, desesperado y sombrío, de este mundo subterráneo de Frisco»

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Llegamos al Red Drum, una mesa cubierta de vasos de cerveza (unos cuantos vasos para ser exacto), y todos los chicos que entraban y salían en grupos, pagando un dólar veinticinco en la entrada, con ese tipo bajito de cara de comadreja y ondulaciones de la cadera que vendía las entradas junto a la puerta; Paddy Cordavan que entraba casi flotando como había sido profetizado (un subterráneo alto y corpulento, rubio, con aire de mecánico y de vaquero, que venía del estado de Washington con blue jeans a esta fiesta de la generación loca, toda llena de humo y enloquecida; le grité: «¡Paddy Cordavan!», y él contestó «Sí» y se acercó); todos sentados juntos, grupos interesantes en varias mesas, Julien, Roxanne (una mujer de veinticinco años que parecía profetizar el futuro estilo norteamericano con el pelo corto casi a la marinera pero negro, rizado y serpentino, y una cara pálida, anémica de morfi-nómana; y hoy decimos morfinómano cuando en sus tiempos Dostoievski hubiera dicho ¿qué?, ¿tal vez ascético o santo?, pero no en este caso, la cara pálida y fría de la muchacha fría y azul con su camisa blanca de hombre con los puños desabotonados, así la recuerdo, inclinada hacia adelante charlando con alguien después de haberse abierto paso a través de toda la sala de rodillas, a fuerza de hombros, inclinándose para hablar con una colilla muy corta de cigarrillo en la mano, y recuerdo la exacta sacudida que le daba en ese momento para hacer caer la ceniza, no una sino varias veces, con uñas largas de dos centímetros, y también ellas eran orientales y serpentinas); grupos de todas clases, y Ross Wallenstein, y la aglomeración, y allá arriba en la tarima Bird Parker con sus ojos solemnes, porque había perdido su anterior popularidad, hacía muy poco de eso, y ahora regresaba a una especie de San Francisco muerto para el bop, aunque acababa de descubrir o le habían hablado del Red Drum, había sabido que los chicos de la grandiosa nueva generación se reunían y aullaban allí, de modo que allí estaba, sobre la tarima, examinándolos con la mirada mientras soplaba sus notas «locas» pero ahora-calculadas, los tambores resonantes, los agudos altísimos; y Adam que para hacerme un favor se retiró prudentemente a eso de las once de la noche para poder irse a la cama y levantarse a trabajar por la mañana, después de una rápida salida con Paddy y conmigo para beber una cerveza de diez centavos, rápidamente, en el bar Pantera, donde Paddy y yo en nuestra primera conversación echamos un pulso en broma; y luego Mardou salió conmigo, con los ojos alegres, entre dos números, también para beber una cerveza, pero ante su insistencia en vez de Pantera en el Mask donde cuestan quince centavos, pero ella tenía algunas monedas y fuimos y empezamos a conversar seriamente y a sentirnos excitados por la cerveza; era por fin el principio. Volvimos al Red Drum para oír a Bird, el cual, lo vi claramente, miró con curiosidad varias veces a Mardou, y también me miraba a mí, directamente a los ojos, para averiguar si yo era realmente el gran escritor que creía ser, como si conociera mis pensamientos y mis ambiciones o me recordara de otros locales nocturnos y de otras costas, otros Chicagos; no era una mirada de desafío, sino la mirada del rey y fundador de la generación del bop, por lo menos así parecía mientras observaba su auditorio espiando los ojos, los ojos secretos que le vigilaban, y al mismo tiempo soplaba con los labios y ponía en acción sus grandiosos pulmones y sus dedos inmortales, con sus ojos separados, interesados y humanos, el más simpático músico de jazz que se pueda imaginar, y al mismo tiempo, naturalmente, el más grande; observándonos a Mardou y a mí en la infancia de nuestro amor, y probablemente preguntándose por qué, o sabiendo que no podría durar, o viendo cuál de los dos habría de sufrir; y ahora, evidentemente, pero no del todo todavía, eran los ojos de Mardou los que brillaban en mi dirección; salvo una circunstancia, que al volver a casa, terminada la reunión y bebida la cerveza en el Mask, íbamos en el ómnibus de la calle Tercera, tristemente, a través de la noche y las luces pulsantes de neón; repentinamente me incliné sobre ella para gritarle algo y su corazón (en su secreto interior, según confesiones posteriores) dio un salto al percibir la «dulzura de mi aliento» (así dijo) y de pronto casi me amó; y yo sin saberlo, cuando llegamos a la puerta triste, oscura y rusa de Heavenly Lañe, un gran portón de hierro que chirriaba sobre las baldosas al abrirse, entre las entrañas desparramadas de los cubos de basura malolientes, tristemente apoyados unos sobre otros, espinazos de pescado, gatos, y por fin la callejuela; era la primera vez que yo la veía (la prolongada historia y la inmensidad de esa callejuela en mi alma, desde aquella vez en 1951, cuando pasando con mi cuaderno de apuntes un crudo atardecer de octubre, ocupado en descubrir mi propia alma de literato, vi por fin al subterráneo Víctor que una vez se había venido a Big Sur en motocicleta, y según se decía había ido hasta Alaska con esa misma motocicleta y con la nena subterránea Dorie Kiehl; allí me lo vi venir con su abrigo harapiento de Jesús, en dirección a su cuartito de Heavenly Lañe, y le seguí un rato, preguntándome cómo sería esa Heavenly Lañe, recordando las largas conversaciones que durante años había tenido con personas como MacJones acerca del misterio y del silencio de los subterráneos, esos «Thoreau urbanos» como los llamaba Mac, también Alfred Kazin en las conferencias de la Nueva Escuela de Nueva York, cuando comentaba que todos los estudiantes se interesaban por Whitman desde un punto de vista sexual-revoluciona-rio y en Thoreau desde un punto de vista contemplativo místico y antimaterialista como si se tratase de un existen-cialista o lo que fuese; el asombro y la inocencia estilo fierre de Melville ante esa callejuela, los vestiditos oscuros de algodón de las beal, las historias que corrían de grandes saxofonistas que se inyectaban morfina junto a las ventanas rotas y se ponían a tocar, o de grandes poetas jóvenes con barba que yacían allá arriba sumidos en sus santas oscuridades estilo Rouault; Heavenly Lañe, la famosa Heavenly Lañe donde todos los subterráneos, tarde o temprano, terminaban por irse a vivir, como Alfred y su enfermiza mujercita, parecía algo salido directamente de los arrabales del San Petersburgo de Dostoievski, pero en realidad eran los verdaderos idealistas barbudos norteamericanos; en todo caso era el producto genuino en su plena perfección), era la primera vez que la veía, pero con Mardou, la ropa colgada en el patio, en realidad el patio del fondo de una gran casa de apartamentos con veinte familias y ventanas como balcones; la ropa colgada delante de las ventanas y por la tarde la vasta sinfonía de madres italianas, de criaturas, de padres que se hacían los Finne-gan y chillaban desde lo alto de una escalerita, olores, gatos que maullaban, mexicanos, la música de todas las radios, con los boleros de los mexicanos y los tenores italianos de los comedores de spaguettis y las sinfonías KPEA, a veces a todo volumen, de los conciertos de intelectuales tipo clavicordio, el estruendo tremendo que terminé por oír todo el verano acurrucado en los brazos de mi amor; entraba por fin, y subía por las escaleras angostas y mohosas como en un antro, y por fin su puerta.

Con segunda intención le pedí que bailáramos; previamente ella había sentido hambre de modo que le sugerí, y en efecto fuimos y compramos en Jackson y Kearny ese plato chino a base de huevos y ahora ella lo calentaba (más tarde confesó que lo aborrecía aunque es uno de mis platos favoritos y es típico de mi conducta subsiguiente que ya estuviera obligándola a tragar ciertas cosas que ella en su subterránea tristeza prefería soportar a solas y cuando era posible olvidar), ¡ah! Bailando, ya había apagado la luz, de modo que en la oscuridad, bailando, la besé; era vertiginoso, en el remolino del baile, ese principio, el acostumbrado principio de los amantes que se besan de pie en un cuarto oscuro; el cuarto es el de la mujer y el hombre es todo oscuras intenciones; para terminar más tarde con bailes alocados, ella sobre mi bajo vientre o mis muslos mientras yo la hacía girar echado hacia atrás para mantener el equilibrio y ella alrededor de mi cuello con sus brazos que llegaron a enardecer tanto mi persona que en ese momento sólo se podía llamar caliente…

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