Bajo los rayos y los truenos que desgarraban el cielo por encima de su casa, Susan no besaba a nadie y buscaba en la cama un sueño que no lograba conciliar.
Tres semanas más tarde, a principios de diciembre, el estado de sitio fue levantado en la vecina Nicaragua y todo el país respiró de nuevo.
En diciembre Philip y Mary fueron de vacaciones a Brasil. Cuando estaban a 10.000 metros de altura, él pegó su cara a la ventanilla, intentando imaginar una cierta costa que se dibujaba bajo un velo de nubes. En algún lugar, allí abajo, había un pequeño techo de chapa ondulada que abrigaba a Susan, que pasó en cama la fiesta de Nochevieja y los siguientes veinte días.
El sol volvió con los primeros días de febrero, y el cielo de sus estados de ánimo se despejó al mismo tiempo.
Susan estaba de pie desde hacía ocho días y su cuerpo se recuperaba; el color volvía a sus mejillas. Su «enfermedad del cansancio», como se decía en el pueblo, había tenido un feliz desenlace. Los campesinos se habían hecho cargo del almacén y unas mujeres se ocuparon del funcionamiento de la escuela y la enfermería. Los jóvenes se habían encargado de la distribución de alimentos, de la que Susan era la responsable. Todos habían unido esfuerzos en estos últimos tiempos y sus relaciones se habían estrechado. Susan caminaba por la calle principal y pasaba por delante de la guardería cuando el cartero se cruzó con ella y se le acercó. La carta procedía de Manhattan y estaba fechada el 30 de enero; había tardado casi dos semanas en llegar.
29 de enero de 1979
Susan:
Acabo de regresar de Río y he pasado dos veces por encima de tu país. Imaginé que volábamos sobre tu casa y que te vería delante de la puerta. ¿Cómo es que jamás fui a visitarte? Quizá simplemente porque no era necesario, porque tú no querías, porque jamás tuve el valor de hacerlo. Tan lejos de mí y a la vez tan cerca. Y, por muy raro que pueda parecer, eres la primera persona (casi he añadido «de mi familia») a la que comunico la noticia: me voy a casar, Susan. Esta Nochevieja se lo pedí a Mary.
La ceremonia será en Montclair el 2 de julio. Ven, te lo ruego. Es dentro de seis meses y tienes tiempo de sobra para arreglarlo todo y asistir. Esta vez no tienes excusas ni pretextos. Necesito que estés a mi lado. Eres lo más valioso que tengo. Cuento contigo. Te beso y te amo.
Philip
Dobló cuidadosamente la hoja de papel y se la guardó en el bolsillo de su blusa. Levantó la cara hacia el cielo y sus labios se pusieron blancos de la fuerza con que los apretaba. Siguió caminando por la calle y entró en la guardería.
Una vez más Susan revolvía su único armario para elegir las blusas y faldas que se llevaría a Montclair. Al menos era el vigésimo modelo de pajarita que el vendedor mostraba a Philip.
Ella cerraba tras de sí la puerta de su casa. Detrás de él se cerraba la del sastre: en la gran caja de cartón que llevaba en sus brazos iba su traje de boda.
Un campesino la conducía al aeropuerto en el que subiría al pequeño avión con destino a Tegucigalpa, y no importaba que sus alas fuesen rojas y blancas; bajo los puentes de Honduras había corrido mucha agua. Quien lo llevaba al peluquero era Jonathan, su compañero de trabajo, promovido a la categoría de asistente de ceremonia.
Por la ventanilla del avión ella veía cómo el río brillaba a lo lejos. Por la ventanilla del Buick, él veía a los viandantes que deambulaban por las calles de Montclair.
Él recorría las naves de la iglesia con un paso nervioso, a la espera de que alguien acudiera a confirmarle que todo estaba en orden para el día siguiente. Ella paseaba arriba y abajo por la terminal del aeropuerto de Tegucigalpa, a la espera de embarcar en un Boeing que despegaría hacia Florida con cuatro horas de retraso.
Según la tradición, no pasó la noche anterior a la boda en compañía de Mary. Jonathan lo dejó en el gran hotel donde sus padres habían reservado una suite para él. Ella había ocupado su asiento en el avión y el aparato atravesaba ya la capa de nubes.
En el avión, ella comía la cena que le dieron. Él quería acostarse pronto y cenaba frugalmente, sentado sobre la cama.
Ella llegaba a Miami y se estiraba sobre los bancos de la terminal de la Eastern Airlines, con la mano enrollada en la correa de su gran bolsa color caqui. Él apagaba la luz e intentaba conciliar el sueño. La última conexión ya había salido y ella se dormía.
Al amanecer, ella entró en los lavabos del aeropuerto y se colocó delante del gran espejo. Se mojó la cara con agua e intentó arreglarse un poco.
Él se cepilló los dientes delante del espejo, se lavó la cara y puso sus cabellos en orden, frotándose la cabeza.
Ella lanzó una última ojeada a su figura y abandonó el lugar haciendo un gesto dubitativo. Él salió de su habitación y se dirigió a los ascensores.
Ella se dirigió a la cafetería y pidió una café. Él se encontró con sus amigos en el bufé del hotel.
Ella eligió un bollo. Él colocó uno en su plato.
A media mañana él subió a su habitación para comenzar a prepararse. Susan entregó su carta de embarque a la azafata.
– ¿No hay peluquería a bordo?
– Discúlpeme, ¿decía?
– Míreme: ¡En cuanto baje del avión tengo que asistir a una boda y me harán entrar por la puerta de servicio!
– Tendría que continuar, señorita. Está obstruyendo el paso de los demás pasajeros.
Ella se encogió de hombros y subió por la escalerilla. Él cogió la percha del armario y quitó la bolsa de plástico que protegía el esmoquin; de una caja de cartón blanco sacó la camisa y la desdobló. Ella se adormiló en su asiento, con el rostro pegado a la ventanilla.
Cuando todas las piezas que componían su traje estuvieron dispuestas en orden sobre el edredón, entró en el cuarto de baño. Ella se levantó y se dirigió a la parte posterior del aparato.
Él buscó su maquinilla de afeitar, extendió un poco de espuma sobre su barbilla, dibujando con el índice el contorno de la boca, y sacó la lengua a su reflejo en el espejo. En los lavabos, ella se pasó el dedo por los párpados, abrió la bolsa de aseo y se maquilló. El auxiliar de vuelo anunció por el altavoz que el descenso a Newark había comenzado y ella miró su reloj: llegaba tarde. Escoltado por los testigos, él subió a la limusina negra que le esperaba delante del hotel.
La cinta de los equipajes le devolvió su gran bolsa, cuya correa colgó del hombro. Ella caminaba en dirección a la salida. Él acababa de llegar a la entrada de la iglesia, y saludaba y daba la mano al mismo tiempo que subía los escalones.
Ella pasó por delante de la cafetería, se dio la vuelta y, con los ojos húmedos, miró fijamente la pequeña mesa situada junto al ventanal. Él franqueó el umbral de las grandes puertas y, bajo la bóveda de piedra, contempló la nave.
Él comenzó a caminar a paso lento y miró a los lados por entre los invitados que se iban levantando, pero no la vio. Ella lanzó la bolsa sobre el asiento trasero de un taxi que acababa de estacionar junto a la acera; en un cuarto de hora estaría en Montclair.
Todos los invitados se dieron la vuelta al escuchar las primeras notas del órgano. Mary apareció cogida del brazo de su padre bajo la luz diáfana de la entrada. Avanzaba hacia el coro, sin que los rasgos de su rostro traicionasen la emoción. Ambos se contemplaron con fijeza, como si entre ambas miradas hubiese un hilo tendido. Las pesadas puertas se cerraron. Cuando Mary llegó a su lado, él echó una ojeada a los asistentes en busca de un rostro que seguía sin encontrar.
El taxi se detuvo delante de la entrada desierta. ¿Existe una suerte de magia que hace que las aceras queden vacías en torno a los lugares de culto durante los entierros y las bodas? El cansancio del viaje la había vuelto torpe y tenía la sensación de que los escalones se hundían bajo sus pies. Ella empujó suavemente una puerta lateral, entró en la iglesia y dejó resbalar su bolsa al pie de una imagen.
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