Marc Levy - Siete Días Para Una Eternidad

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Por primera vez, Dios y el diablo están de acuerdo. Cansados de sus eternas disputas y deseosos de determinar de una vez por todas quién de los dos debe reinar en el mundo, deciden entablar una última batalla. Las reglas son las siguientes: cada uno de ellos enviará a la Tierra un emisario que contará con siete días para decantar el destino de la humanidad hacia el Bien o el Mal. Dios y Lucifer establecen que el enfrentamiento se producirá en la ciudad de San Francisco y eligen a sus mediadores. Dios escoge a Zofia, una joven competente, con el encanto de un ángel. Lucifer se decide por Lucas, un hombre atractivo sin ningún tipo de escrúpulos. La tarde de su primer día en la Tierra, los destinos de Zofia y Lucas se cruzan, pero para consternación de Dios y el diablo, el encuentro, lejos de provocar un altercado, toma unos derroteros insospechados.
Marc Levy nos ofrece una irresistible comedia romántica protagonizada por dos seres procedentes de mundos dispares que nunca deberían haberse encontrado, pero irremediablemente predestinados a hacerlo.

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– Es amiga suya y trabaja en la segundad del puerto. Es lo único que le puedo decir.

Lucas le arrebató al hombre el paño que llevaba colgando de la cintura del pantalón y se frotó con él la palma de la mano, que no presentaba ni un solo rasguño. Luego lo arrojó al cubo de la basura que estaba detrás de la barra.

El patrón del Fisher's Deli frunció el entrecejo.

– No te preocupes, tío -dijo Lucas, mirando su mano intacta-. Es lo mismo que andar sobre ascuas, tiene truco. Todo tiene un truco.

A continuación se dirigió hacia la salida. Una vez fuera, se quitó una esquirla que se le había quedado entre el índice y el pulgar.

Se encaminó hacia el descapotable, se inclinó por encima de la portezuela y quitó el freno de mano. El coche que había robado se deslizó lentamente hacia el borde del muelle y cayó al mar. En cuanto la rejilla del radiador se sumergió en el agua, una sonrisa casi tan intensa como la de un niño iluminó el rostro de Lucas.

Para él, el momento en que el agua entraba por la ventanilla (que él siempre tenía la precaución de dejar entreabierta) e inundaba el vehículo era un momento de puro goce. Pero lo que más le gustaba eran las burbujas que salían del tubo de escape justo antes de que cesara la combustión; estallaban en la superficie con un blup-blup irresistible.

Cuando la muchedumbre se congregó para ver cómo desaparecían los faros traseros del Cámaro en las turbias aguas del puerto, Lucas ya caminaba lejos de allí con las manos en los bolsillos.

– Creo que acabo de encontrar una perla única -murmuró mientras se alejaba-. Sería endiabladamente raro que no ganara.

Zofia y Mathilde estaban cenando frente a la bahía, ante el inmenso ventanal que daba a la calle Beach. «Nuestra mejor mesa», había precisado el maître euroasiático, con una sonrisa que dejaba al descubierto absolutamente toda su prominente dentadura. La vista era magnífica. A la izquierda, el Golden Gate, orgulloso de sus ocres, rivalizaba en belleza con el Bay, el puente plateado construido un año antes. Delante de ellas, los mástiles de los veleros se balanceaban suavemente en el puerto deportivo, protegidos de la violencia del oleaje. Caminos de grava dividían las extensiones de césped, que llegaban hasta el borde del mar. Los paseantes nocturnos los recorrían disfrutando de la agradable temperatura de principios de otoño.

El camarero depositó sobre la mesa dos cócteles de la casa y un plato de pan de gambas.

– Regalo de la casa -dijo, mientras les daba sendas cartas. Mathilde le preguntó a Zofia si era cliente habitual. Le parecía demasiado caro para una modesta empleada pública. Zofia respondió que el dueño las invitaba.

– ¿Le has perdonado alguna multa?

– Le hice un favor hace unos meses. En realidad, fue una insignificancia -repuso Zofia, un tanto confusa.

– Tus insignificancias me resultan un poco sospechosas. ¿Qué clase de favor le hiciste?

Zofia, había visto al propietario del establecimiento una noche en los muelles de carga. Caminaba por allí en espera de que le autorizaran a retirar de la aduana un envío de vajilla procedente de China.

La tristeza de su mirada había atraído la atención de Zofia, que había temido lo peor al verlo inclinarse al borde del agua salobre y quedarse mirándola fijamente un buen rato. Entonces se había acercado a él y entablado conversación; el hombre había acabado contándole que su mujer quería abandonarlo después de cuarenta y tres años de matrimonio.

– ¿Qué edad tiene su mujer? -preguntó Mathilde, intrigada.

– Setenta y dos años.

– ¿Y hay gente que a los setenta y dos años piensa en divorciarse? -preguntó Mathilde, reprimiendo con mucho esfuerzo la risa.

– Si tu marido lleva cuarenta y tres años roncando, es una idea en la que puedes pensar muy a menudo. Yo diría que incluso todas las noches.

– ¿Y uniste de nuevo a la pareja?

– Lo convencí de que se operara prometiéndole que no le harían ningún daño. ¡Los hombres soportan tan mal el dolor físico!

– ¿Crees que se habría tirado de verdad?

– ¡Ya había tirado la alianza!

Mathilde levantó la mirada y se quedó fascinada por el techo del restaurante, totalmente decorado con vidrieras de Tiffany's que daban a la sala cierto aire de catedral. Zofia, que compartía su opinión, le sirvió un poco más de pollo.

Su amiga, intrigada, se pasó una mano por el pelo.

– ¿Es verdad esa historia de los ronquidos?

Zofia la miró y no pudo contener la risa.

– ¡No!

– ¡Ah! Entonces, ¿qué celebramos? -preguntó Mathilde levantando la copa.

Zofia le habló vagamente de un ascenso que le habían comunicado esa misma mañana. No, no cambiaría de destino y tampoco le subirían el sueldo, pero no había que reducirlo todo a consideraciones materiales. Si Mathilde tenía la amabilidad de dejar de reírse, quizá pudiera explicarle que algunas tareas aportan mucho más que dinero o autoridad: una forma sutil de realización personal. El poder que uno adquiría sobre sí mismo en beneficio -y no en detrimento- de los demás podía resultar muy gratificante.

– ¡Así sea! -dijo Mathilde, riendo.

– Desde luego, tía, está claro que contigo todavía me queda mucho por pasar -repuso Zofia, contrariada.

Mathilde sostenía la botella de sake para llenar los dos vasos cuando, en cuestión de segundos, el semblante de Zofia se transformó. Ésta asió a su amiga de la muñeca y prácticamente la levantó de la silla.

– ¡Sal de aquí! ¡Corre, ve hacia la salida! -gritó.

Mathilde se quedó paralizada. Los clientes de la mesa contigua, igual de sorprendidos, miraron a Zofia, que vociferaba girando sobre sí misma, como al acecho de una amenaza invisible.

– ¡Salgan todos, salgan lo más deprisa que puedan y aléjense de aquí, rápido!

Todos la miraban, dudosos, preguntándose qué demonios estaba sucediendo. El gerente del local se acercó a Zofia con las manos juntas, en un gesto de súplica, para que la joven a la que consideraba una amiga dejara de perturbar el orden de su establecimiento. Zofia lo agarró enérgicamente por los hombros y le suplicó que hiciera evacuar la sala de inmediato. Le pidió que confiara en ella, que era cuestión de segundos. Liu Tran no era ningún sabio, pero su instinto nunca le había fallado. Dio dos palmadas secas y pronunció unas palabras en cantones que bastaron para animar un ballet de camareros decididos. Los hombres con chaqueta blanca tiraron hacia atrás de las sillas de los comensales y guiaron con presteza a éstos hacia las tres salidas del establecimiento.

Liu Tran permaneció en medio de la sala. Zofia lo arrastró del brazo hacia una de las salidas, pero el se resistió al ver a Mathilde, petrificada a unos metros de ellos. La joven no se había movido.

– Yo saldré el último -dijo Liu, en el mismo momento que un ayudante de cocina aparecía en el comedor corriendo y gritando.

Inmediatamente se produjo una explosión de una violencia inusitada. La onda expansiva hizo caer la monumental araña, que se estrelló contra el suelo. El mobiliario parecía ser aspirado a través del gran ventanal, cuyos cristales pulverizados se diseminaban por la calzada. Miles de esquirlas rojas, verdes y azules llovían sobre los escombros. El humo gris y acre que inundaba el comedor se elevó en espesas columnas por la fachada. Al rugido que acompañó al cataclismo, sucedió un silencio asfixiante. Abajo, Lucas, después de aparcar, subió la ventanilla del coche que había robado una hora antes. Le horrorizaba el polvo y todavía más que las cosas no sucedieran como él había previsto.

Zofia apartó el aparador macizo que le había caído encima. Se frotó las rodillas y pasó por encima de un trinchero volcado. Observó el desorden que había a su alrededor. Bajo el armazón de la gran lámpara, desprovista de todos sus adornos, yacía el restaurador respirando con dificultad, entrecortadamente. Zofia se precipitó hacia él. El hombre gemía, destrozado por el dolor. La sangre afluía a sus pulmones y, cada vez que inspiraba, le comprimía un poco más el corazón. A lo lejos, las sirenas de los bomberos se propagaban por las calles de la ciudad.

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