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Nicholas Sparks: Fantasmas Del Pasado

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Nicholas Sparks Fantasmas Del Pasado

Fantasmas Del Pasado: краткое содержание, описание и аннотация

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Jeremy Marsh es un periodista especializado en desenmascarar fraudes con apariencia de hechos sobrenaturales. Allí donde parece darse un caso extraño que escapa a toda explicación lógica, él se empeña en demostrar que para encontrarla sólo hace falta investigar el caso a fondo y seguir en todo momento los dictámenes de la razón. Hasta ahora nunca se ha equivocado, y con esa determinación viaja a Boone Creek, una pequeña localidad de Carolina del Norte, en busca de la causa real que se esconde detrás de unas apariciones fantasmagóricas en el cementerio del pueblo. La leyenda local habla de una maldición y de almas que vagan con sed de venganza, pero ¿cuánto de verdad y cuánto de fábula hay en esa leyenda, como en todas las demás? Sin embargo, Jeremy ha de enfrentarse a algo verdaderamente inesperado, para lo que esta vez su razón no tiene respuesta: el encuentro con Lexie Darnell, la nieta de la vidente del pueblo. Y es que Jeremy podía prever que Lexie lo ayudaría en sus pesquisas gracias a su trabajo como bibliotecaria, pero no que él acabaría enamorándose perdidamente de ella. El dilema no tardará en surgir: si la joven pareja quiere empezar a construir un futuro en común, Jeremy deberá arriesgarse a otorgar un voto de confianza a la fe ciega, en la que nunca había creído…

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– ¿Y eso qué tiene que ver con mi relación con Lexie?

– Las mujeres anhelan un cuento de hadas. No todas las mujeres, por supuesto, pero la mayoría ha crecido soñando con la clase de hombre que lo arriesgaría todo por ellas, aun sabiendo que podrían salir escaldados en la intentona. -Realizó una pausa-. Más o menos como lo que tú hiciste al ir a buscar a Lexie en la playa. Por eso se enamoró de ti.

– No está enamorada de mí.

– Sí que lo está.

Jeremy abrió la boca para negarlo, pero no pudo. En lugar de eso, sacudió la cabeza enérgicamente.

– De todos modos, ya no importa. Se va a casar con Rodney.

Doris lo miró fijamente.

– No es cierto. Pero antes de que pienses que te soltó esa excusa para hacerte daño, deberías saber que sólo lo dijo para que te marcharas, para evitar pasarse las noches despierta, soñando en que un día volverías a buscarla. -Se calló unos instantes, como si intentara darle tiempo a Jeremy a digerir lo que le acababa de contar-. Y además, tú no te lo creíste, ¿verdad?

Fue la forma en que Doris lo dijo lo que le hizo recordar su respuesta inicial cuando Lexie le comunicó su compromiso con Rodney. De repente se dio cuenta de que en ese momento no dio crédito a sus palabras.

Doris extendió el brazo por encima de la mesa y le cogió la mano.

– Jeremy eres un buen chico. Y merecías saber la verdad. Por eso he venido a verte.

Acto seguido la mujer se levantó de la silla.

– Ahora tengo que marcharme. No quiero perder el avión. Y si no estoy de vuelta esta noche, Lexie pensará que pasa algo raro. Preferiría que jamás se enterara de que he venido a verte.

– Pues no es un viaje corto, que digamos. Podrías haberme llamado, simplemente.

– Lo sé. Pero quería ver tu cara.

– ¿Por qué?

– Quería averiguar si también estabas enamorado de ella. -Le dio una palmadita en el hombro antes de dirigirse al recibidor, donde recogió su bolso.

– ¡Doris! -la llamó Jeremy desde el comedor.

Ella se dio la vuelta.

– ¿Sí?

– ¿Y has encontrado la respuesta que buscabas?

Doris sonrió.

– Lo que verdaderamente importa es si tú la has encontrado.

Capítulo 22

Jeremy deambuló por el comedor, arriba y abajo, con el pulso acelerado. Necesitaba reflexionar, pensar en las opciones, para estar seguro de lo que debía hacer.

Se pasó la mano por el pelo antes de sacudir la cabeza. No había tiempo para vacilaciones; no ahora, sabiendo lo que sabía. Tenía que volver. Se subiría al primer avión que pudiera e iría a verla. Hablaría con ella, intentaría convencerla de que jamás había estado más seguro de algo como cuando le había declarado que la quería. Le diría que no podía imaginar la vida sin ella. Le diría que estaba dispuesto a hacer cualquier cosa con tal de estar juntos.

Antes de que Doris hubiera tenido tiempo de parar un taxi en la puerta de su edificio, él ya estaba llamando por teléfono al aeropuerto.

Lo dejaron en espera durante un rato que le pareció eterno; cada segundo que pasaba, podía notar cómo se acrecentaba la ira y la crispación que sentía, hasta que finalmente lo atendió una operadora.

El último vuelo a Raleigh partía al cabo de noventa minutos. Con buen tiempo, el trayecto en taxi hasta el aeropuerto podía realizarse más o menos en tres cuartos de hora, pero con mal tiempo… Sin embargo, la alternativa no le parecía convincente: o se arriesgaba, o tendría que esperar hasta el día siguiente.

Necesitaba actuar con la máxima celeridad. Agarró una bolsa de mano del armario y lanzó un par de vaqueros, un par de camisas, calcetines y calzoncillos dentro. Luego se puso la chaqueta y se guardó el móvil en el bolsillo. Cogió el cargador, que estaba encima de la mesa. ¿Y el portátil? No, no lo necesitaría. ¿Qué más?

Ah, sí, claro. Se dirigió rápidamente al lavabo y revisó el contenido de su neceser. Faltaban la maquinilla de afeitar y el cepillo de dientes; los agarró atropelladamente y los guardó en el neceser. Apagó las luces, el ordenador, y asió el billetero. Echó un rápido vistazo a su interior y se cercioró de que disponía de suficiente dinero en efectivo para pagar el taxi que lo llevaría hasta el aeropuerto -por el momento eso era todo lo que necesitaba-. Con el rabillo del ojo vio el diario de Owen Gherkin medio enterrado entre una pila de papeles. Lo cogió y lo echó dentro de la bolsa de mano, a continuación hizo un rápido repaso mental por si necesitaba algo más, y se dijo que no. No había tiempo que perder. Agarró las llaves de la consola del recibidor, echó un último vistazo a su alrededor, y cerró la puerta con llave antes de volar escaleras abajo.

Tomó un taxi, le indicó al taxista que tenía muchísima prisa, y se desplomó en el asiento al tiempo que lanzaba un suspiro y entornaba los ojos, con la esperanza de llegar a tiempo. Doris tenía razón: a causa de la nieve, el tráfico era infernal. Cuando se pararon ante una señal de stop en el puente que cruzaba el East River, no pudo contenerse y soltó un bufido y una maldición en voz baja.

Para ganar tiempo en la zona de control de seguridad del aeropuerto, se quitó el cinturón con la trabilla metálica y lo guardó en la bolsa de mano, junto con las llaves. El taxista lo observó a través del retrovisor. Mostraba una expresión aburrida, y aunque conducía rápido, no lo hacía con una sensación de premura. Jeremy se mordió la lengua, consciente de que si intentaba acuciar al pobre hombre para que pisara fuerte el acelerador, no conseguiría nada más que irritarlo.

Los minutos pasaban. Las ráfagas de nieve, que habían desaparecido momentáneamente, volvieron a hacer acto de presencia, reduciendo todavía más la visibilidad. Quedaban cuarenta y cinco minutos para que despegara el avión.

El tráfico volvía a moverse con lentitud, y Jeremy lanzó otro bufido mientras echaba una mirada desesperada al reloj por enésima vez. Quedaban treinta y cinco minutos para que el avión despegara. Diez minutos más tarde llegaban al aeropuerto. Al fin.

El taxi se detuvo delante de la terminal, y Jeremy abrió la puerta apresuradamente y lanzó dos billetes de veinte dólares al taxista. Ya en la terminal, sólo dudó un instante antes de clavar la vista en el panel electrónico para averiguar la puerta que buscaba. Hizo cola para obtener su billete electrónico y luego enfiló a toda prisa hacia la zona de seguridad. Al divisar las largas filas que se abrían delante de sus ojos, notó cómo se le encogía el corazón, pero la espera se redujo cuando abrieron una nueva línea. La gente que llevaba rato esperando empezó a dirigirse hacia allí, y Jeremy, sin dudarlo ni un segundo, corrió y adelantó a tres pasajeros.

El tiempo para embarcar se agotaba. Le quedaban menos de diez minutos, y una vez hubo superado la zona de seguridad, se echó a la carrera como un loco, apartando bruscamente a la gente que encontraba a su paso. Buscó su carné de conducir y empezó a contar las puertas.

Respiraba con dificultad cuando alcanzó la puerta, e incluso podía notar cómo le caía el sudor por la espalda.

– ¿Todavía estoy a tiempo para embarcar? -preguntó a la mujer que había detrás del mostrador.

– Ha tenido suerte. El avión lleva un leve retraso y todavía no ha despegado -respondió la mujer mientras tecleaba en el ordenador. La azafata situada al lado de la puerta lo miró con aire recriminatorio.

Después de aceptar su billete, la azafata cerró la puerta mientras Jeremy empezaba a descender por la rampa. Aún estaba intentando recuperar el aliento cuando llegó al avión.

– Vamos a cerrar las puertas. Usted es el último pasajero, así que puede sentarse en cualquier asiento libre que quede -le indicó otra azafata al tiempo que se apartaba para dejar pasar a Jeremy.

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