Nicholas Sparks - Fantasmas Del Pasado

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Jeremy Marsh es un periodista especializado en desenmascarar fraudes con apariencia de hechos sobrenaturales. Allí donde parece darse un caso extraño que escapa a toda explicación lógica, él se empeña en demostrar que para encontrarla sólo hace falta investigar el caso a fondo y seguir en todo momento los dictámenes de la razón. Hasta ahora nunca se ha equivocado, y con esa determinación viaja a Boone Creek, una pequeña localidad de Carolina del Norte, en busca de la causa real que se esconde detrás de unas apariciones fantasmagóricas en el cementerio del pueblo. La leyenda local habla de una maldición y de almas que vagan con sed de venganza, pero ¿cuánto de verdad y cuánto de fábula hay en esa leyenda, como en todas las demás?
Sin embargo, Jeremy ha de enfrentarse a algo verdaderamente inesperado, para lo que esta vez su razón no tiene respuesta: el encuentro con Lexie Darnell, la nieta de la vidente del pueblo. Y es que Jeremy podía prever que Lexie lo ayudaría en sus pesquisas gracias a su trabajo como bibliotecaria, pero no que él acabaría enamorándose perdidamente de ella. El dilema no tardará en surgir: si la joven pareja quiere empezar a construir un futuro en común, Jeremy deberá arriesgarse a otorgar un voto de confianza a la fe ciega, en la que nunca había creído…

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Sabía que Doris no lo hacía con mala intención. Simplemente no alcanzaba a comprender cómo era posible que una mujer de treinta años no hubiera sentado todavía la cabeza, y últimamente no hacía más que preguntarle a qué esperaba para casarse. Aunque su abuela era una mujer sumamente inteligente, pertenecía a la vieja escuela; se casó a los veinte años y pasó sus siguientes cuarenta y cuatro años con un hombre al que adoraba, hasta que él falleció tres años antes.

Lexie se había criado con sus abuelos, así que conocía a Doris los suficientemente bien como para prácticamente condensa todas sus preocupaciones en una frase: ya iba siendo hora de que su nieta encontrara a un chico decente, se fuera a vivir con él a una casita rodeada por una verja blanca de madera, y tuviera hijos.

Lo que su abuela pedía no era tan extraño, después de todo, y Lexie lo sabía. En el pueblo eso era lo que se esperaba de cualquier mujer. Y las veces que se sinceraba consigo misma, se decía que también anhelaba llevar esa clase de vida. Bueno, al menos en teoría. Pero primero tenía que encontrar al compañero ideal, alguien con quien se sintiera a gusto y del que se enorgulleciera de llamarlo «su hombre». En ese punto difería de su abuela. Doris pensaba que bastaba con encontrar a un hombre decente, honrado y con un buen trabajo. Y quizás en el pasado fuera así. Pero Lexie no ansiaba estar con alguien simplemente porque fuera cortés y tuviera un buen trabajo. Quizás albergaba falsas expectativas, pero también deseaba estar enamorada de él. No le importaba si era increíblemente afable o responsable; si no existía un mínimo de pasión, no podía -ni quería- imaginar pasar la vida junto a él. No sería justo ni para ella ni para él. Quería un hombre que fuera tierno y afable, pero que al mismo tiempo la hiciera vibrar, sentirse viva. Soñaba con un compañero que le masajeara los pies después de un largo día en la biblioteca, pero que también estuviera a la misma altura intelectual que ella; alguien romántico, por supuesto, que le comprara flores sin ninguna razón en particular.

Tampoco era pedir demasiado, ¿no?

Según Glamour, Ladies' Home Journal, y Good House-keeping -revistas que Lexie recibía en la biblioteca-, sí que era pedir demasiado. En cada artículo se aseguraba que mantener viva la chispa en una relación dependía única y exclusivamente de la mujer. Pero ¿no se suponía que una relación se basaba precisamente en eso, en un pacto entre dos personas? ¿No tenía cada uno de los implicados que procurar colmar las expectativas del otro?

Ese era precisamente el problema de muchas de las parejas casadas que conocía. En todo matrimonio debía de existir un equilibrio entre hacer lo que a uno le apetecía y lo que la pareja quería, y mientras que el hombre y la mujer aceptaran ese compromiso, todo iba bien. Pero los problemas surgían cuando ambos empezaban a hacer lo que querían sin tener en cuenta las necesidades del otro. Un marido decidía de repente que necesitaba más sexo y lo buscaba en un contexto ajeno a la pareja; una esposa decidía que necesitaba más afecto, y actuaba del mismo modo que su marido. Para que un matrimonio funcionara, como en cualquier otra relación, era necesario subordinar las necesidades propias a las del otro, con la esperanza de que el cónyuge actuaría consecuentemente. Y mientras los dos miembros mantenían el pacto, todo iba viento en popa en su universo particular.

Sin embargo, ¿cómo era posible actuar de ese modo si una no estaba enamorada de su marido? Lexie no estaba segura. Doris, en cambio, tenía la respuesta: «Mi pequeña Lexie, esos sentimientos desaparecen tras los dos primeros años de casados», aseveraba ella, a pesar de que para Lexie la relación de sus abuelos había sido más que envidiable. Su abuelo era el típico hombre romántico por naturaleza. Hasta prácticamente el final de sus días, siempre se afanaba por abrirle la puerta del coche a Doris y darle la mano cuando salían a pasear. Jamás le había sido infiel, la adoraba y a menudo soltaba algún que otro comentario acerca de lo afortunado que era de haber encontrado a una mujer como ella. Cuando falleció, una parte de Doris también empezó a morirse. Primero fue el ataque al corazón, y ahora su artritis, que cada vez se agravaba más. Era como si estuvieran predestinados a vivir juntos. Cuando comparaba la relación de sus abuelos con los consejos que Doris le daba, se quedaba meditativa, pensando si Doris había sido simplemente afortunada al encontrar a un hombre como él, o si había sabido intuir alguna cosa más en su esposo de antemano, algo que le corroborara que él era su pareja ideal.

Y lo que era aún más importante, ¿por qué diantre le daba a Lexie por pensar en el matrimonio otra vez?

Probablemente porque estaba allí, en casa de Doris, el hogar donde se había criado tras la muerte de sus padres. Se sentía cómoda, arropada en ese espacio tan familiar, cocinando con su abuela. Recordó cuando de niña pensaba que un día viviría en una casa similar, resguardada de las inclemencias del tiempo por un tejado de hojalata, sobre el que la lluvia resonaba de un modo tan virulento al caer que parecía que no podía llover con tanta tuerza en ninguna otra parte del mundo, y con unas ventanas antiguas con los marcos repintados tantas veces que casi resultaban imposibles de abrir. Y ahora vivía en una casa parecida. bueno, por lo menos a simple vista podría parecer que la casa de Doris y la suya eran similares. Estaban construidas en la misma área, aunque Lexie jamás había conseguido duplicar los aromas estofados de los domingos al mediodía, el suave perfume de las sábanas secadas al sol, el penetrante olor de la vieja mecedora donde su abuelo había descansado durante tantos años: esa clase de olores reflejaba una existencia cómoda, lenta y tranquila; y cada vez que abría la puerta de esa casa, se sentía invadida por un sinfín de recuerdos de la infancia.

Lexie siempre se había imaginado que de mayor acabaría rodeada por su propia familia, incluso con retoños, pero no había sido así. Había tenido dos noviazgos serios: la larga relación con Avery, que había iniciado en la universidad, y después otra con un muchacho de Chicago que un verano vino al pueblo a visitar a sus primos. Era el típico hombre ilustrado: hablaba cuatro idiomas y había estudiado un año en la London School of Economics gracias a una beca universitaria de béisbol. Era encantador y exótico, y ella se enamoró perdidamente, como una boba. Soñó que él se quedaría en Boone Creek, pues parecía sentirse a gusto en el pueblo, pero un sábado por la mañana se despertó y se enteró de que el señor sabelotodo había decidido regresar a Chicago. Ni siquiera se molestó en despedirse de ella.

¿Y después de eso? Nada serio. Un par de idilios que habían durado unos seis meses y que la habían dejado absolutamente impasible; uno con un médico de la localidad, y el otro con un abogado. Los dos se le habían declarado, pero Lexie no había sentido ni la magia ni el cosquilleo o lo que se suponía que una debía sentir para decidirse a dar un paso más en esa clase de relaciones. En los dos últimos años, sus salidas con hombres habían sido más bien limitadas, a menos que contara a Rodney Hopper, el ayudante del sheriff del pueblo. Había salido con él una docena de veces, una vez al mes aproximadamente, normalmente al alguna fiesta benéfica a la que deseaba asistir. Al igual que ella, Rodney había nacido y se había criado en Boone Creek, y de chiquillos habían compartido muchas horas de juegos en los columpios del parque situado detrás de la iglesia episcopal. El bebía los vientos por ella, y en alguna ocasión la había invitado a tomar una copa en el Lookilu. A veces Lexie se preguntaba por qué no se decidía a salir con él en serio, pero es que Rodney… Rodney estaba demasiado interesado en pescar, cazar y levantar pesas, y en cambio no mostraba ningún interés por los libros o por cualquier cosa que sucediera más allá de los confines del pueblo. Sí, era un chico agradable, y a veces pensaba que sería un buen marido; pero no para ella.

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