– Es cierto -admitió Jeremy. Sin lugar a dudas, ese tipo era un político nato.
– Ah, y no se preocupe por las serpientes.
Jeremy abrió los ojos como un par de naranjas.
– ¿Serpientes?
– Seguro que habrá oído ya la historia, pero ha de pensar que todo lo que pasó el año pasado fue fruto de unos desafortunados malentendidos. Algunos tipos no saben comportarse como Dios manda. Pero como ya le he dicho, no se preocupe por los serpientes. Normalmente no aparecen hasta el verano. De tollos modos, será mejor que no se meta entre los arbustos para buscarlas. La mordedura de una serpiente boca de algodón puede ser muy seria.
– Ah -respondió Jeremy, buscando la respuesta apropiada mientras intentaba no pensar en esos desagradables reptiles. Odiaba a las serpientes incluso más que a los mosquitos y a los caimanes-. La verdad es que estaba pensando en…
El alcalde soltó un bufido lo suficientemente potente como para interrumpir a su interlocutor, y luego miró a su alrededor, como si quisiera asegurarse de que Jeremy veía lo satisfecho que estaba de poder disfrutar de ese entorno tan privilegiado.
– Así que dime, Jeremy… Supongo que no te importará si! te tuteo…
– No.
– Muchas gracias. Eres muy amable. Así que… Jeremy, me preguntaba si los de la tele podrían estar interesados en nuestra historia.
– No tengo ni idea.
– Es que si estuvieran interesados, los trataríamos a cuerpo de rey. Les mostraríamos la genuina hospitalidad sureña. Incluso les daríamos alojamiento en el Greenleaf gratis y, por supuesto, tendrían una primicia que contar. Mucho mejor que lo que tú hiciste en Primetime. Nuestra historia sí que tiene gancho.
– ¿Se da cuenta de que básicamente soy sólo un columnista? Normalmente no tengo ninguna relación con la televisión…
– No, claro que no. -Gherkin le guiñó el ojo; obviamente no le creía-. Bueno, haz lo que tengas que hacer, y luego ya veremos qué pasa.
– Hablo en serio -aseveró Jeremy. El alcalde volvió a guiñarle el ojo.
– Sí, sí, claro.
Jeremy no sabía qué decir para convencerlo -en cierta manera porque quizá tenía razón-, y un momento más tarde, el alcalde empujó la puerta de la oficina de recepción, si a ese espacio se le podía llamar así.
Parecía como si no lo hubieran rehabilitado en más de cien años. En la pared situada detrás de un mostrador ruinoso había un róbalo de boca grande. En cada una de las esquinas, a lo largo de las paredes, y encima del archivador y del mostrador se podían ver criaturas disecadas: castores, conejos, ardillas, comadrejas, mofetas y hasta un tejón. A diferencia de la mayoría de exposiciones similares que había visto, todos esos animales habían sido disecados en una actitud como si estuvieran acorralados e intentaran defenderse. Las bocas abiertas parecían dispuestas a gruñir de forma inquietante; los cuerpos estaban arqueados; los dientes y las garras, a la vista. Jeremy estaba todavía asimilando las imágenes cuando vio un oso en una esquina y dio un respingo del susto. Al igual que los otros animales, exhibía unas garras amenazadoras, como si estuviera a punto de atacar. El lugar era el Museo de Historia Natural transformado en una película de terror y reducido al tamaño de una caja de cerillas.
Detrás del mostrador, un enorme tipo barbudo, sentado y con las piernas levantadas, miraba la tele que tenía delante de él. Las imágenes no eran nítidas; cada dos segundos aparecían unas rayas verticales que atravesaban la pantalla de lado a lado, por lo que era prácticamente imposible ver lo que pasaba.
El individuo se levantó lentamente, y siguió irguiéndose hasta que superó a Jeremy con creces. Debía de medir más de dos metros, y sus hombros eran más fornidos que los del amenazador oso disecado que lo vigilaba desde la esquina. Iba vestido con un mono y una camisa a cuadros. Sin mediar palabra, agarró un portapapeles y lo colocó bruscamente sobre la mesa.
Con el dedo hizo una señal a Jeremy y luego al portapapeles.
No sonrió; lo cierto es que tenía toda la pinta de querer arrancarle los brazos y usarlos a modo de bate para propinarle una buena tunda, antes de colgarlo en la pared como un trofeo con el resto de los animales expuestos.
Gherkin se echó a reír, cosa nada extraña. Jeremy se fijó en que el hombretón se reía de buena gana.
– No dejes que te intimide, Jeremy -terció Gherkin rápidamente-. A Jed no le gusta demasiado hablar con desconocidos. Sólo rellena la ficha con tus datos, y seguidamente podrás instalarte en tu pequeña habitación en el paraíso.
Jeremy no podía apartar los ojos de Jed, pensando que era el tipo más temible que había visto en su vida.
– Jed no sólo es el dueño del Greenleaf, también trabaja en el Ayuntamiento y es el taxidermista local -continuó Gherkin-. ¿No te parece un trabajo increíble?
– Increíble -asintió Jeremy, esforzándose por sonreír.
– Si le pegas un tiro a cualquier bicho viviente que encuentres por aquí, tráeselo a Jed. No te defraudará.
– Intentaré no olvidarlo.
El alcalde pareció animarse súbitamente.
– Así que te gusta la caza, ¿eh?
– No mucho, lo siento.
– Bueno, quizá podamos cambiar un poco tus gustos mientras te alojas aquí. ¿Te había dicho que la caza de patos es espectacular en esta parte del estado?
Mientras Gherkin hablaba, Jed daba golpecitos impacientes en el portapapeles con uno de sus gigantescos dedos.
– Vamos, Jed, no intentes intimidar al señor -lo amonestó el alcalde-. Es de Nueva York. Es un periodista de la gran ciudad, así que trátamelo bien.
Gherkin desvió la atención hacia Jeremy otra vez.
– Ah, sólo para que lo sepas, Jeremy, será un placer pagar tu estancia en el Greenleaf.
– Gracias, pero no hace falta…
– ¡No se hable más! -lo acalló moviendo nerviosamente los brazos-. La decisión ya está tomada por el jefe del Consistorio, que, por si no lo sabías, soy yo. -Le guiñó el ojo-. Es lo mínimo que podemos hacer por un huésped tan distinguido.
– Oh, muchas gracias.
Jeremy asió el bolígrafo. Empezó a rellenar la hoja de la reserva, sintiendo cómo Jed lo taladraba con la mirada; súbitamente tuvo miedo de lo que podría suceder si cambiaba de opinión y decidía no quedarse en el Greenleaf. Gherkin apoyó su brazo en el hombro de Jeremy con un exceso de confianza.
– ¿Te he dicho lo contentos que estamos de tenerte aquí?
En una calle tranquila en la otra punta de la localidad, en un búngalo blanco con las persianas pintadas de color azul, Doris estaba salteando beicon, cebollas y ajos mientras que en el otro fogón hervía un cazo con pasta. Lexie estaba lavando tomates y zanahorias en el fregadero para luego cortarlos a dados. Después de terminar su trabajo en la biblioteca, se había dejado caer por casa de Doris, como solía hacer un par de días a la semana. A pesar de que su casa quedaba muy cerca, a menudo cenaba en casa de su abuela. Era una vieja costumbre que no se resignaba a perder.
En la repisa de la ventana la radio sonaba al ritmo de jazz, y aparte de las típicas conversaciones de familia, las dos mujeres no tenían muchas cosas que contarse. Para Doris, la razón era que estaba cansada después de un largo día de trabajo. Aunque le costara admitirlo, desde que sufrió el ataque de corazón dos años antes, se cansaba con mucha más facilidad. Para Lexie, el motivo era Jeremy Marsh, pero conocía a Doris lo suficientemente bien como para saber que era mejor no comentar nada al respecto. Su abuela siempre había mostrado una curiosidad desorbitada por su vida personal, y Lexie había aprendido que lo más indicado era evitar hablar de ciertos temas con ella siempre que fuera posible.
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