Don Delillo - Jugadores

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Por primera vez en castellano, una de las novelas más emblemáticas del maestro de la ficción norteamericana.
Pammy y Lyle Wynant son una pareja atractiva, moderna, que parece tenerlo todo. Sin embargo, tras su vida `ideal` ronda un tedio persistente y una desesperación contenida que les llevan a vivir aventuras diferentes, pero igual de letales. Insólitos en su terca normalidad, estos fríos `jugadores` se enfrentan diferentes a la violencia que los rodea y que han contribuido a crear.
El terrorismo y el lado más oscuro de la clase adinerada contemporánea y su profundo descontento, son la base sobre la que se sustenta esta ácida y curiosísima novela…

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– Compra cinco mil de Motors a sesenta y cinco.

– General Motors.

– Hay más detrás.

Colgó el teléfono y se dirigió al puesto 3. Un viejo amigo, McKechnie, atravesó la sala en perpendicular hacia él. Se cruzaron sin dar muestras de haberse reconocido. A lo largo de las horas siguientes y de forma esporádica, a medida que Lyle se desplazaba por diversos rincones del parqué, negociaba en el anexo del garaje, conversaba con clientes en su cabina, no dejó de pensar en algo que no se le había pasado por la cabeza desde muchos años antes. No atinó a recordar cuándo se le había ocurrido por primera vez esa sospecha. Obviamente, tuvo que haber sido muy pronto. Todo el mundo estaba al corriente de sus pensamientos, pero él no sabía nada de los pensamientos ajenos. Por el parqué, la gente se empezaba a desplazar más deprisa. Flotaba en el aire un potencial mixto, eléctrico, una sensación casi precipitada de deleite y de congoja. En la pantalla, un precio ocasional suscitaba un rumor entre los brokers, los especialistas, los recepcionistas. Lyle contemplaba los códigos de las acciones y las cifras inclinadas que pasaban por debajo, según iba escupiendo el ordenador. Delitos sexuales internos. Un bordado de violencia y rencor. Tales eran las vergüenzas de su adolescencia. Si todos los presentes supieran sus pensamientos en ese preciso instante, si ese mensaje cifrado y verdoso que se desplazaba sobre la pantalla representase las lecturas de Lyle Wynant, sólo le provocarían una clara humillación los despojos mentales, toda la basura innombrable, los cristales rotos, los trapos, el papel de sus mínimas, indefinibles manías. Las conversaciones que mantenía consigo mismo cuando viajaba por un túnel sujeto a una correa colgante del techo. Todos los patrones ceremoniales, las tareas domésticas del alma. Todo eso era mucho más revelador, según creía, que cualquier variación sobre el incesto rutinario. Aumentó el ruido en el parqué al aparecer Xerox en pantalla. Mensajeros -masculinos y femeninos- flirteaban en pleno tránsito de un lugar a otro. Los restos de papel se acumulaban. Probablemente, creer que todo el mundo sabe lo que uno está pensando no fuera un sentimiento insólito entre niños ya de cierta edad y entre adolescentes. Te pongo en el centro de las cosas, aunque de un modo pasivo y aterrador. «Lo saben, pero no lo muestran.» Cuando el ritmo aflojó un poco se acercó a la zona de fumadores, detrás del puesto 1. Allí estaba Frank McKechnie ,fumando con avidez un cigarrillo.

– No estoy de humor.

– Yo tampoco.

– Es la decadencia total.

– ¿De qué me estás hablando? -dijo Lyle.

– Del mundo exterior.

– Ah, ¿todavía sigue ahí? Creí que lo habíamos negado con absoluta eficacia. Creí que ése era el resultado final.

– Yo voy por ahí y sólo veo máscaras mortuorias. Éste, el otro, el de más allá. Mi mujer ha empezado a hacerse pruebas. Le toman muestras de tejido de la axila. Mi hermano también está ahí fuera, con sus llamadas de teléfono. Estoy viendo visiones, Lyle.

– Pues no vayas a casa.

– Tengo entendido que la gente como tú tenéis algo que ver últimamente. -¿De qué se trata?

– El nuevo secreto de Zeltner. Tengo entendido que anda y que habla que no veas.

– Yo todavía no he ido por allí esta semana.

– El no va más. De morirse, tengo entendido. Ojalá pudieras verificarlo y asi me lo cuentas. Tengo que sobrevivir de alguna manera. No estoy de humor para lo que se cuece ahí fuera. Mañana va a hacerse más pruebas. Los putos médicos dicen que podría ser un cáncer.

– A ver si comemos juntos un día de éstos.

Pammy consideraba los ascensores del World Trade Center como «sitios». No sin cierto desdén morboso se preguntaba: «¿Cuándo llega este sitio a la planta 44?» O: «¿No es sólo cuestión de tiempo hasta el día en que este sitio se quede atascado y yo me quede dentro?» Los ascensores en principio debían ser recintos. Aquellos eran demasiado grandes, la verdad, para encajar en tal descripción. También contaban con distintas puertas para entrar y salir, lo cual sin duda era rasgo propio más de los sitios que de los ascensores.

Si los ascensores eran sitios, los vestíbulos eran «espacios». Tenía la sensación de que era necesario el empleo de términos abstractos ante tan tiránica grandeza. Cuatro veces al día se encontraba reducida, progresivamente jibarizada, al atravesar esa moqueta entre morada y azul. Espacios. Localizaciones indefinidas. Posiciones consideradas como sí algo las ocupase.

Desde las oficinas de Gestión del Duelo contempló la tierra ganada al mar, los muelles, las extremidades occidentales de las calles anónimas. Incluso desde tal altura detectaba la intensidad henchida, una fuerza lenta y sin rumbo fijo. Ascendía por el aire, las almas de los vivos.

2

Lyle se afeitaba simétricamente, procediendo con un segmento de la mitad izquierda de la cara, luego con el segmento correspondiente de la mitad derecha. Tras cada una de las series izquierda-derecha, la espuma que le quedase la distribuía por igual.

Al cruzar las calles por la mañana, Pammy iba atenta a los coches que avanzaban a sus espaldas y que de pronto aparecían en su campo visual, obligándola a detenerse cuando giraban a uno u otro lado. La ciudad funcionaba según principios intimidatorios. Ella lo sabía y procuraba estar alerta, procuraba que no le invadiera el miedo al cruzar por delante de un parachoques que avanzaba en medio del denso tráfico peatonal.

El coche que doblaba hacia Liberty Street no la arrinconó. Inesperadamente, frenó cuando ella se disponía a cruzar. El conductor llevaba una mano en el volante, la izquierda, e iba sentado con gran parte de la espalda apoyada contra la puerta. Iba mirándola prácticamente de frente; ella avanzaba directamente hacia él. Vio por la ventanilla que llevaba las piernas bien separadas, con el pie izquierdo aparentemente en el freno.

Había posado la mano derecha en la entrepierna y se la frotaba. Ella tuvo una vaga conciencia de que otras dos o tres personas cruzaban la calle. El conductor la miró, luego se echó un vistazo a la mano. Tenía pinta de estar ajetreado, un tanto apresurado incluso. Ella se volvió y atravesó la calle por el centro, con la intención de cruzarla bien por detrás del coche. El hombre aceleró con rumbo este, hacia Broadway.

Rondaban por las calles en coches, y eso era nuevo para ella. Sintió una aguda humillación, un conocimiento inequívoco de haber visto reducida su valía. Comenzó a trazar una línea recta hacia la torre norte, pero sin tener verdadero sentido de la dirección emprendida. Repartía su cólera alrededor. Avanzaba entre enormes manchurrones indiferenciados, campos de cosas sin concretarse. En cierto modo era imposible rechazar esa clase de ofrecimiento. Verlo ya era aceptarlo de una manera automática. Él la había llevado en su coche a una terminal de carga, en la otra orilla del río, donde aparcó cerca de un edificio aislado, con las ventanas rotas. Allí le enseñó su manera de hablar, sus creencias y costumbres, los nombres de su padre y de su madre. Hecho esto, ya no tuvo que ponerle las manos encima. Ya eran el uno parte del otro. Ella lo llevaba encima, como si fuese un escarabajo muerto en su bolso.

Cuando estaba en la universidad, las chicas de su pasillo, en el colegio mayor, llamaban «vertidos» a los pervertidos. A cualquier ruido en el bosque, más allá de las ventanas, reaccionaban avisándose unas a otras: «Alerta de vertido, alerta de vertido.» Pammy enfiló la puerta de entrada y atravesó el inmenso vestíbulo, el espacio norte, unida de pronto a miles de personas llegadas de todas las demás aberturas, en especial de las bocas de metro, donde los vendedores ambulantes vendían paraguas colgados de unos ganchos de las instalaciones todavía sin terminar de construir. Habían sido tan bobos como para anunciarse con una rima.

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