Don Delillo - Jugadores

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Por primera vez en castellano, una de las novelas más emblemáticas del maestro de la ficción norteamericana.
Pammy y Lyle Wynant son una pareja atractiva, moderna, que parece tenerlo todo. Sin embargo, tras su vida `ideal` ronda un tedio persistente y una desesperación contenida que les llevan a vivir aventuras diferentes, pero igual de letales. Insólitos en su terca normalidad, estos fríos `jugadores` se enfrentan diferentes a la violencia que los rodea y que han contribuido a crear.
El terrorismo y el lado más oscuro de la clase adinerada contemporánea y su profundo descontento, son la base sobre la que se sustenta esta ácida y curiosísima novela…

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Lyle se encontraba ante la puerta de un restaurante, limpiándose las uñas con un mondadientes que había tomado de un platillo cuando pagó la cuenta. Por grato que fuera, ya no almorzaba en el club de la Bolsa, restringido a los miembros y a sus invitados, bien gestionado, aseado, cómodamente situado como estaba, con camareros tan capaces que a uno lo conocían por el nombre, tan amables las atenciones del personal de los lavabos que no parecía exigirle el menor esfuerzo, prestos con las toallas, eficaces en su imperceptible forma de cepillarle a uno el traje, negros de verdad, pese a quedar tan a mano con un acceso directo en ascensor desde el parqué. Vio al anciano del rótulo de pie a pleno sol, con los brazos en alto, una mano temblorosa. Luego se concentró en la muchedumbre que salía a almorzar o volvía a trabajar tras el almuerzo, preguntándose si de algún modo que se le escapaba se había convertido en un ser demasiada complejo para disfrutar de un almuerzo decente en un entorno acogedor y atractivo, servido, a un minuto del parqué, por camareros tan razonablemente simpáticos.

Al otro lado de Broadway, algunas manzanas al norte, Pammy estaba en el vestíbulo del lucernario de la torre sur del World Trade Center, luchando contra el gentío que la alejaba de las puertas de uno de los ascensores rápidos. Quería bajar, aunque trabajaba en la planta 83, porque se había equivocado de edificio. Era la segunda vez que volvía de almorzar y entraba en la torre sur en vez de la torre norte. Tendría que abrirse camino entre el gentío de la hora del almuerzo en el vestíbulo del lucernario, bajar a la planta principal, caminar hasta la torre norte, tomar el ascensor rápido hasta ese otro vestíbulo del lucernario, en la otra planta 78, abrirse camino entre otro gentío no menos compacto y bullicioso, tomar el ascensor general a la 83, los paneles vibrando. Tratando de avanzar de costadillo, notó que alguien, muy cerca, la miraba fijamente a la cara.

– Eres Pam, ¿no?

– No te… ¿Qué?

– Soy Jeannette.

– La verdad es que no.

– Del instituto.

– Jeannette.

– ¿Cuántos años hace?

– Del instituto, Jeannette.

– No te culpo por no acordarte. La de tiempo que…

– Me parece que ya me acuerdo.

– Trabajas aquí, ¿verdad? Aquí trabaja todo el mundo.

– Se supone que bajaba.

– ¿Aún te acuerdas? Jeannette, la amiga de Teresa y de Geri.

– Entonces me acordaba.

– Hace una pila de años, ¿no?

– No me dejan entrar, no me van a dejar.

– Pero… ¿no te encanta este sitio? Tendrías que ver cómo voy a la cafetería. Un ascensor general primero y luego el rápido. Y luego el rápido de subida. Y después las escaleras mecánicas, si consigues llegar sin que te arranquen la piel a tiras.

– Sin que te la arranquen de cuajo, lo sé.

– ¿Trabajas para el Estado?

– No, es que me he equivocado de torre.

Pammy y Lyle ya no salían mucho. Antes sí dedicaban mucho tiempo a descubrir nuevos restaurantes. Se desplazaban hasta los confines más remotos de la ciudad, almorzaban en pequeñas madrigueras fluviales, pegada a las vías de acceso a los puentes, o bien en restaurantes de familia de los barrios más alejados, pues su decoración neutra, y su alejamiento, eran señal de una autenticidad inequívoca. Iban a los clubes donde hacían pruebas los nuevos talentos, donde improvisaban las troupes de cómicos. Los fines de semana de primavera salían a comprar plantas en los invernaderos de los suburbios e iban a los embarcaderos de City Island o de North Shore, a ayudar a que sus amigos vieran en sus yates adquisiciones dignas de nota. Poco a poco disminuyó su radio de acción. Las propias películas, los programas dobles en los urinarios con lámparas de cristal de la parte alta de Broadway, dejaron de tentarles. Lo que parecía faltar era el propio deseo de compilar lugares, vivencias.

Cenaban unos bocadillos, sopa de sobre, o bien iban al café de la esquina, donde comían deprisa cualquier cosa mientras alguien fregaba el suelo debajo de su mesa, resoplando como un bajista de jazz. Había un chino a menos de tres manzanas. Ése era el máximo de sus desplazamientos las más de las noches y los fines de semana, cuando se trataba de hacer algo sin finalidad utilitaria precisa. A Pammy se le daba de maravilla distinguir a los camareros. Para ella era una fuente de callado orgullo.

Lyle pasaba el tiempo viendo la televisión. Sentado en la penumbra a poco más de medio metro de la pantalla, cambiaba de canal cada medio minuto poco más o menos, a veces con frecuencia mucho más alta. No buscaba algo que pudiera suscitar y mantener su interés. No se trataba de eso. Simplemente disfrutaba con el destello de cada nueva imagen. Exploraba el contenido sólo hasta cierto punto. El deleite entre táctil y visual que le procuraba cambiar de canales era aún mayor, y transformaba incluso los momentáneos contenidos aparecidos al azar en plácidas abstracciones territoriales. Ver televisión era para Lyle una disciplina como las matemáticas o el zen. Los anuncios, los cortes de emisión, los programas en español daban de sí mucho más, por norma, que la programación al uso. La naturaleza reiterativa de los anuncios le interesaba. Ver muchas veces idénticas secuencias era una prueba de fuego para sus recursos oculares, para su capacidad de seleccionar, de fraccionar el tiempo y subdividir cada instante. Rara vez ponía el sonido. El sonido era mucho mejor en las emisoras de UHF que empleaban un equipo de emisión defectuoso o lenguas que no fueran el inglés.

De vez en cuando miraba un rato alguno de los canales en abierto. Todas las semanas había una hora más o menos reservada para la pornografía de fabricación casera, trabajo de artesanos nativos. Encontraba en la pantalla una verdad más descarnada, más tosca desde luego que en toda la carne lustrosa de las revistas de papel satinado. Se sentaba en su cuenco de espacio curvo, en su luz polvorienta. En toda esa cantidad de agresividad genital había una falta de modestia llamativamente pueril. Gente de la calle en busca de alguna cosa que succionar. Cámaras sostenidas a pulso en busca de una entrepierna pescada al azar. Lyle permanecía impávido mientras duraba esta secuencia de cuerpos pequeños y grises. Lo que acertó a ver retuvo su atención por completo, a pesar de que no estimulaba sus sentidos. La hora que transcurrió así le parecieron cuatro. Fatigado como estaba, vaciado, aburrido de ver a aquellos desesperados hacer posturitas, con facilidad podría haberse pasado la noche entera viéndolos, atrapado por el efecto red de la televisión, por el resplandor electrostático que semejaba un estado de privilegio, a caballo entre la onda y la imagen visual, un secreto de energía celestial. Se preguntó si no se habría vuelto un individuo demasiado complejo para contemplar cuerpos desnudos y excitarse.

– Eh, mira. Aquí estamos, tú. El futuro se nos ha caído encima hecho pedazos. ¿Y qué pinta tiene lo que se ve?

– Caramba, vaya susto que me has dado.

– Ésta es la pinta que tiene. Olas y olas de electricidad estática. Como si algún haz de luz te propulsara por delante de toda previsión, lo cual explica el efecto zumbido que desprende. Parecen gente de lo más soez que haya en toda Mercer Street.

– Oye, déjame dormir.

– Mira, mira. Te lo digo en serio. Tal cual. Lo que quiero decir es que estamos aquí observando en la intimidad y el confort de nuestro dormitorio y ellos tienen un loft y una cámara y todo eso se exhibe porque así es la ley. Nada más ver una cámara se desnudan. Antes, la gente saludaba agitando la mano.

– Vale.

– Aquí mismo. Aquí mismito, damas y caballeros. Vean cómo juguetean los osos panda con sus caquitas. La bomba, es la bomba.

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