Los golfistas, en esa apacible mañana de verdor, se concentran en el juego. Juntos de nuevo en una de las calles del campo, parecen posar momentáneamente con la gloria de una corporación ante una bandera lejana. Es ahora cuando eso que sigue oculto y vigilante, esa conciencia especial e implícita en la lente de largo alcance, ha de manifestarse.
De espaldas a la cámara, un hombre sale de la maleza y se planta en primer plano, a un centenar de metros de los golfistas. Cuando se vuelve para hacer una señal a alguien, resulta evidente que sostiene un arma en la mano, un rifle semiautomático. Tras hacer la señal vuelve a acuclillarse. Uno de los golfistas escoge un hierro.
Otro hombre sale de los matorrales y se pone en píe. Desconocemos su situación precisa respecto a los demás. Mira a la cámara. A sus espaldas, el bosque. Viste abigarradamente: gorra de béisbol con la visera levantada, chaleco desgastado, de cachemira, camisa de trabajo, cinturón cuartelero, pantalones blancos con las perneras por dentro de unas botas altas. Le atraviesan el pecho dos cananas en bandolera. Lleva un Enfield recortado.
La lente de largo alcance enfoca a un hombre y una mujer de pie sobre una pequeña colina. Más acordes graves. Acumulación de la fatalidad. A esa distancia parecen recortados en el cielo, inmóviles, los dos con sus rifles. Otra mujer, en un plano mucho más corto, se encuentra sola en uno de los bunkeres de arena que jalonan la calle, descalza, con una camiseta de tirantes y unos pantalones de gamuza. Tiene una pierna doblada y carga todo el peso en la otra, la izquierda. Sostiene un machete apoyado en el hombro derecho.
El pianista se desplaza sobre la banqueta y se encarama un poco para ver mejor la pantalla, sin que se le extravíen los dedos del teclado. El primero de los terroristas comienza su larga carrera por la calle.
La mayor parte de lo que sucede a continuación ocurre a cámara lenta. Se ve correr uno por uno a los terroristas, que salen a campo abierto y avanzan hacia los golfistas. Por su juventud, por su atuendo desaliñado, de vaqueros y cuero, por sus carreras, no dejan de representar una especie de lírico interludio. La anormal velocidad a que se mueven sus cuerpos los hace parecer seres ingrávidos, casi animales que avanzan a duras penas hacia una transición fundamental, la belleza incomparablemente tosca como resultado de una tensa actividad física y detallada con esmero. En el cerro queda una sola figura, el hombre, con las manos en los bolsillos y el arma bajo un brazo.
El primero de los corredores abre fuego al aproximarse al grupo. Cae un hombre vestido con un jersey, se le caen de los bolsillos varias pelotas de golf. Los terroristas tratan de aislar a sus víctimas de una en una, a lo sumo de dos en dos, han matado a tres hombres casi de inmediato. Los cuerpos caen al suelo a cámara lenta. Hay sangre en las bolsas de los palos de golf, en los zapatos blancos, en los pantalones de cuadros escoceses. Varios hombres tratan de huir a la carrera. Uno enarbola el palo y es alcanzado en la entrepierna por el hombre que dispara el Enfield. Cae en una charca cuya superficie nubla la sangre. La azafata sirve combinados a la pareja de hombres, y un ginger ale a la mujer del fondo.
Hasta ahora ¡a música de película muda no revela el extremo al que llega su verdadera relación con los sucesos que se despliegan en la pantalla. Al glamour de la violencia revolucionaria, al secreto anhelo que evoca en la más dócil de las almas, el brillante tintineo del piano aporta una ironía demasiado atinada para pasarla por alto. La simple inocencia de la música socava los cimientos del terror fotogénico, reduciéndolo a una vacua espiral.
Aquí se nos incita a recordar algo, aunque este acto memorístico podría ser más mítico que subjetivo, un carrete de sueños de Biografía. Flota a través de nosotros. Pianos de pared en un millar de máquinas de discos. Romance palpitante, comedia desternillante, suspense del que nos tiene en vilo. La historia, si así de ingrávida es, se lo suele pasar en grande, según nos enteramos, en lucha con la carga que lastra el presente.
En el bar del piano ríe el reducido público que se ha congregado, salvo la mujer que bebe ginger ale. A pesar de la fascinación de la cámara por las lozanas risas de esos hombres claramente prescindibles, la escena se vuelve algo confusa debido al melodramático piano. Nos vemos precipitados a una ambigüedad humorística y grotesca, un espectáculo en el que personajes ridículos hacen cosas espantosas a unos idiotas de remate.
No es inconcebible que lo que dé más comicidad a todo esto (para algunos) sea la naturaleza del juego. El golf. Una ronda anal de precauciones escrupulosas y mezquinos pesares. Ver masacrar a unos golfistas, con un trino de arpegios y otros ornamentos, parece provocar a los del bar del piano, como mínimo, una risa sardónica.
Los cuerpos reciben los balazos en la arena o entre la hierba alta que flanquea las calles. Si todo resulta un poco como una de indios y vaqueros, pues tanto mejor. Uno de los golfistas trata de escapar al volante de su carrito, introduciéndose en el bosque. La joven del machete emprende la persecución balanceando los brazos a cámara lenta, con la melena al viento.
El pianista introduce un tema de caza. Su cara de adolescente burlón modula con gran cuidado cada sonrisa: una mueca por aquí, un estremecimiento por allá. A fin de cuentas, la violencia es experta y es intensa. Sus compañeros de vuelo ríen cuando el carrito de golf vuelca por una cuesta y la mujer resbala al perseguirlo, alzando despacio el brazo para asestar un machetazo de revés. El hombre trata de huir a gatas. Ella camina con aplomo junto a él, y le clava el arma en la espalda y el cuello. Ahí, la música de caza deja paso a un lamento ligero. La mujer deja el machete en el cuerpo y vuelve donde están los otros.
El hombre que había permanecido en lo alto del cerro echa a caminar ahora hacia el escenario de las recientes muertes. Es el lumínico ángel de la liberación, con gorra de visera e impermeable negro, proveniente del sol. Lleva manchas de betún bajo los ojos, y una gruesa capa de pigmento blanco en la frente y las mejillas. Los otros se plantan en derredor y respiran hondo, conscientemente atentos a nada más que su propia y exaltada fatiga. Él aparta de sí la recortada, tan en paralelo a su cuerpo como le resulta humanamente posible, con el cañón hacia arriba. Los golfistas están tirados por todas partes. Los vemos de encuadre en encuadre, rajados de parte a parte, paquetillos de laca. El cabecilla de los terroristas, el jefe [1] , el mandamás, dispara varias salvas al aire, un rito de sangre o una proclama apasionada. Buster Keaton, dice el piano.
Y ahora la azafata sirve bebidas a quienes las necesitan y todo el mundo paulatinamente se desplaza a distintos puntos del bar del piano, manifiesta la pérdida de interés por la película en su intranquilidad poco menos que sistemática. Así trastornada la configuración, calla el piano, se hace caso omiso de la película, se tiene la impresión de que los sentimientos se han vuelto hacia dentro. Recuerdan que están en un avión: son viajeros.
Sus verdaderas vidas siguen estando allá abajo, e incluso ahora mismo vuelven a ensamblarse las piezas, invocando esta misma carne del aire, en el correo que espera a que se abra, en los teléfonos que suenan, en el papeleo sobre las mesas de las oficinas, en la ocasional pronunciación de un nombre.
El hombre a menudo estaba allí, delante del Federal Hall, en la esquina de Wall con Nassau. Enteco, con una sombra de barba gris, de unos setenta años de edad, sudoroso de un modo llamativo, con una camisa deshilachada y un traje un tanto raído por el uso excesivo, sostenía un rótulo improvisado por encima de la cabeza, a veces durante toda la tarde, bajando los brazos sólo el tiempo necesario para que la sangre volviera a circular con normalidad. El cartelón tenía un metro de largo por medio de alto, escrito a mano por ambos lados, con mensajes de corte político. Los que a esa hora holgazaneaban, la mayoría sentados en la escalinata del Hall, estaban demasiado absortos en los transeúntes para prestar al hombre y su rótulo -a fin de cuentas, una imagen conocida- más que un somero vistazo. Ahí, en el distrito, los hombres aún se congregaban con solemnidad para mirar boquiabiertos a las hembras. Trabajar en medio del rugir del dinero, creían, les daba ese derecho.
Читать дальше