Don Delillo - Jugadores

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Por primera vez en castellano, una de las novelas más emblemáticas del maestro de la ficción norteamericana.
Pammy y Lyle Wynant son una pareja atractiva, moderna, que parece tenerlo todo. Sin embargo, tras su vida `ideal` ronda un tedio persistente y una desesperación contenida que les llevan a vivir aventuras diferentes, pero igual de letales. Insólitos en su terca normalidad, estos fríos `jugadores` se enfrentan diferentes a la violencia que los rodea y que han contribuido a crear.
El terrorismo y el lado más oscuro de la clase adinerada contemporánea y su profundo descontento, son la base sobre la que se sustenta esta ácida y curiosísima novela…

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– Y ahora va y resulta que viene con ganas de hablar.

– Estuve en el centro. Estuve dando vueltas hasta ahora. Y qué tal te ha ido, preguntará ella. Bien, pues para empezar te diré que por fin ha refrescado, soplaba una brisa del río, no había nadie por ninguna parte, algún que otro borracho al principio, pero luego nadie, un coche, otro, otro coche en busca del túnel. El distrito, por fuera, es como el final del tiempo organizado, pero sólo por fuera, ojo. De noche es más bien como si a alguien se le hubiera olvidado qué sé yo. Se han ido todos. El misterio, eso es, del por qué todo el mundo abandonó esos magníficos pueblos.

– ¿Y por dentro?

– Pasan cosas. Hombrecillos con gafas de sol.

– Fascinante, qué perspicacia tiene el tío.

– ¿Qué te pasa, carita manchada? ¿Es que te fastidia mi falta de consideración? Te llamé y no estabas.

– Tendríamos que salir más a menudo.

– Ahí fuera no hay nada. A eso es a lo que iba. Se han ido todos. Se oyen batir las puertas por efecto del viento. Los científicos están perplejos.

7

Lyle cultivaba una particular suerte de autodominio. Como corolario de su extrema presencia de ánimo, construía un espacio que lo separase de la mayoría de las personas con las que probablemente tendría que lidiar a lo largo de un día normal y corriente. Era consciente de su andar estudiado por los pasillos de la sede de la empresa. Encantado de la vida parodiaba su propio talante volviéndose de pronto hacia una cara o dejando caer de pasada una mirada de anemia. Se le antojaba gratificante pararse en medio del parqué, por ejemplo durante un momento de descanso en plena sesión, o después del trabajo en un bar del distrito financiero, y notar cómo a algunas personas les gustaba exhibir sutilmente la relativa proximidad que tenían con él, mientras otras, al percatarse de su distanciamiento, o dándolo por hecho, optaban con gran diligencia por mantener las distancias rituales.

El camarero, de casi metro noventa, inclinó ligeramente la cabeza al tomar nota.

– Yo quiero algo así como del espacio exterior -dijo Lyle-. ¿Qué es un zombi? Da igual, tráigame uno.

Rosemary Moore pidió whisky con agua. Su jefe, Larry Zeltner, pidió un gintónic para él y otros dos para las dos chicas, de las que Lyle sólo sabía que se llamaban Jackie y Gail. Se había encontrado con ellos en el ascensor cuando se marchaba de las oficinas con Rosemary. Zeltner propuso que fueran todos a tomar algo. Lyle se mostró de acuerdo enseguida, tratando de dejar claro que Rosemary y él habían entrado juntos en el ascensor por pura casualidad, igual que ellos tres.

– Es lo que ya dije por la mañana -dijo Zeltner-. Es lo que siempre digo yo: ¿quién lo hará? Que alguien se ocupe de hacerlo y me tienes de tu parte. Si no, adiós muy buenas. Además está la situación reinante: qué total alcanzamos, quién se reconcilia con quién, dónde hay que apretar los indicadores.

Lyle se empeñó en conversar con Jackie, que no era atractiva. No supo por qué tomó esta precaución, ni supo qué significaba exactamente. Le pareció que era una opción segura. Se terminó la copa antes de que los demás mediaran las suyas. Jackie parecía estudiarlo mientras hablaba, medir su grado de atención, preguntarse por qué sus respuestas se habían reducido a meros gestos de asentimiento, a razón de tres cada diez segundos. Rosemary dijo que se tenía que marchar. El no dio el menor indicio gestual. Zeltner le dijo que no se molestase por el dinero, que la invitación corría de su cuenta, etcétera. Lyle la vio salir por la puerta. Ella no había dado a entender a ninguno de los demás, de ninguna manera, que hubiera cruzado nunca una sola palabra con él. No estuvo seguro de que fuese por deseo expreso o de que formase parte del código social prevaleciente en sus relaciones con los demás.

– Caramba -dijo-. He te tomar el tren. Tengo que ir al quinto pino a ver a un amigo mío y a su mujer. Tienen toda clase de problemas. Dios del cielo, odio los hospitales. Tienen al hijo hecho un cromo. La mujer tal vez tenga algo grave. Le dije que iría sin falta esta noche. Larry, almorzamos cuanto antes, sin falta.

Dedicó una sonrisa a las mujeres, dejó dinero sobre la mesa, salió con prisa, procurando desgajarse del pequeño desastre de su parlamento. En las calles, hora punta. Llegó casi corriendo hasta la esquina por donde pasaba el Volkswagen a recogerla. Tenia el cuerpo erizado de actividad química, chorros de un regocijo desesperado. Ella aún estaba allí, a la espera. De nuevo vio moverse sus propios labios al hablar con ella, como si hablara a través de un agujero abierto en el aire. Rosemary se puso las gafas de sol.

Tomaron un taxi con rumbo a la parte alta de la ciudad. Estratégicamente, él había elegido un bar cercano a la embocadura de! puente de Queensboro. Parecía idóneo para tratarse con ella. Era una de esas mujeres cuya propia ausencia de reacciones concitaba en él la apremiante necesidad de recurrir a tácticas desacreditadas. El taxista se llamaba Wolodymyr Koltowski. Lyle procuró hacer caso omiso del número de Ucencia. Sudaba copiosamente. Por East River Drive, el tráfico era insólitamente maníaco-depresivo, un ramalazo embalado de excitación y de humor suicida. Lyle se sintió a la baja, como le ocurría en los taxis, con una mujer, siempre que el tráfico era demasiado lento, o bien cuando se circulaba a esa velocidad brutal. Se percató de que había olvidado poner unos cuantos sellos a los sobres la noche anterior.

El local estaba atestado. No había mesas libres, no pudieron acercarse a la barra. El no conocía demasiado bien la zona. No sabía qué podía encontrar por los alrededores. Ese espacio inacabado había estado presente durante todo el día, una conciencia negativa. Alcanzó como pudo las copas y volvió a duras penas con ella. Estaba cerca de la puerta, las piernas cruzadas a la altura de los tobillos. Se había propuesto no olvidar poner los sellos en los sobres. Contenían facturas. Había rellenado los cheques, quería haberlos puesto en el correo. Pagar una factura equivalía a sellar el mundo para que no tuviera acceso a él. El placer era de interiorización, una afirmación del yo. El momento decisivo era el de poner los sellos en los sobres. Los sellos eran los emblemas de la autenticación. Ella tenía las manos recogidas al frente, el bolso le colgaba de una de las muñecas. Wo-lodymyr Koltowskí. «Cállate», se dijo. La muchedumbre del bar iba en aumento, la presión era cada vez mayor. No parecía que a Rosemary le importase.

Era un desafío lanzado a algo más profundo que la mera virilidad. Que lo reconociera esa mujer, que lo aceptase en su diferencia, que acogiera su presencia en lo más opaco de su fuero interno; ése era el fin hacia el que estaban encaminadas ahora sus pasiones.

Tomaron un taxi para pasar el puente y enfilar por Queens Boulevard. Se bajaron del taxi y caminaron media manzana hacia el norte. Aún había luz diurna. Ella vivía en la planta baja de una casa adosada, idéntica a las del resto de la hilera, con una marquesina de aluminio ondulado sobre la entrada, y sillas de playa apiladas en el vestíbulo.

Había tres habitaciones pequeñas y una cocina grande. Hasta que llegaron, a la cocina, no vio nada que pudiera identificar a Rosemary como habitante del lugar: Rosemary Moore por contraste con alguien a quien nunca había visto, con quien nunca había hablado, a quien nunca quiso tocar, otra mujer completamente distinta, o un hombre disfrazado de mujer, que lo arrastrase de un vestíbulo oscuro a ese abolsamiento de espacio cuadrado, esos matices del gris y del beis. No existía la menor sensación de historia individual, no había narración en las cosas, hábitos intactos en las pertenencias propias.

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