– ¿Estás viendo esto? -le gritó ella.
– ¿El qué? No.
– La esthéticienne.
– No.
– Pues ponlo, corre.
– Maldita sea, marisabidilla; sólo se puede ver una cosa, no dos al mismo tiempo.
– Anda, ponlo, en el siete.
– Luego, que estoy viendo otra cosa.
– ponlo, ponlo -insistió-. Corre. Corre, en el siete, so bobo.
Fundirse con los objetos les daba una sensación parcial de compartirlos. No apartaron la mirada de sus respectivos televisores. Sin embargo, los ruidos los unían, un ciclista que arrancaba con brío, el descenso del avión que perdía altura desde sus más de ocho mil metros de altitud transatlántica, haciendo ondear las imágenes en sus pantallas. Los objetos eran inertes, algo desprovisto de memoria. La mesa, la cama, etcétera. Los objetos sobrevivirían al que muriese primero de los dos y recordarían al otro con qué facilidad puede la vida partirse y dividirse. Tal vez, la muerte era lo de menos; tal vez contaba más la separación. Sillas, mesas, cómodas, sobres. Todo era una experiencia en común, que los aunaba a pesar de sus desvíos y rodeos, el sesgado aparato de sus acuerdos. Quedaba fuera de toda duda que estaban de acuerdo, infidelidad y deseo. Ni siquiera era preciso diferenciarlos. Su cuerpo, el de ella. El sexo, el amor, la monotonía, el desprecio. El embrujo en el que había que sumirse estaba allí fuera, entre las caras no memo-rizadas, entre los paralelepípedos uniformes del ser. Ese espacio, su dulce y mercenario espacio, era medio encantamiento, era el sueño casi común que habían afrontado durante años. Sólo las ausencias se compartían plenamente.
– ¿Qué pasa en Duelo? -dijo él-. Últimamente no me cuentas nada.
– Ethan y yo hemos sellado un pacto de confidencialidad. Ha dejado de existir por lo que a nosotros nos concierne.
– Os habéis desfondado antes de llegar al descanso del partido. Estáis en medio de un mini subidón. Además, habláis de diversificar.
– Espera, que baje un poco.
– ¿El qué?
– Que no te oigo.
– Hablaba de diversificar.
– ¿Y eso qué es? ¿El Dow Jones o los otros?
– Atracciones temáticas -dijo él-. Forma parte del pían plantígrado, pendiente de lo que digan los que recopilan datos.
– No lo creo.
– Un rancho de fantasía en el condado de Santa Mesa, Arizona. Fantasías de Duelo. Que la gente se disfrace para manifestar sus penas.
– Ja, ja, ja. Ya sabía yo que a veces eres tonto.
– No tengo tiene. [2]
– Nunca comemos paella [3] -dijo Pammy-. ¿Te acuerdas de aquel local que había en Charles? ¿O estaba en la 4 Oeste?
– Puede que en la esquina -dijo él-. SÍ es que hacen esquina.
A ella, su padre siempre le había producido ganas de bostezar. Cada vez que tomaba el teléfono para llamarlo, notaba que la boca se le desencajaba de pura «fatiga», «tedio», aburrimiento sin paliativos, sus contramedidas de turno frente a una emoción imperiosa. Vivía entonces cerca de la punta norte de Manhattan mentalmente deteriorado y afligido, un hombre que prefería los gestos a las palabras. A lo largo de sus visitas, él respondía a la mayoría de sus preguntas por medio de las manos, indicando que tal cosa estaba bien, que tal otra no estaba mal, que aquélla era un problema de tomo y lomo. Asentía, sonreía, le mostraba a su hija el contenido de varias cajas de puros y de bolsas de la compra. Por teléfono le suplicaba que le llevara documentos. Partida de nacimiento, cartilla de ahorros, tarjeta de la seguridad social, carnets de varios clubes, pólizas, planes de jubilación. Ella le recordaba dónde estaba cada cosa no sin antes haber aprendido a apaciguar su desesperación hasta que rebasaba los tensos límites de su paciencia. Algún tiempo antes de que muriese, ella supo gracias a uno de los vecinos que a menudo se plantaba en una esquina y pedía a cualquiera que Se ayudase a cruzar la calle, aunque no tenía tara física de ninguna clase. Se enganchaba del brazo de quien fuese y caminaba hasta la acera de enfrente, y luego seguía él solo, despacio, hasta la siguiente esquina, donde de nuevo esperaba que alguien se prestase a cruzar con él. Ojalá, se dijo ella más de una vez, no lo hubiera sabido. Era algo que daba a entender una falla por su parte, algún defecto de amor, de implicación, de forma. Nada más marcar su número de teléfono se echaba a bostezar reflexivamente. Fuera cual fuese la fuente puntual de ese temblor mecánico, ella había aprendido a aceptarlo, a tenerlo por parte del envejecimiento y del deterioro en el ancho mundo del dolor ajeno.
– Está verde -dijo ella.
Lyle estaba sentado, leyendo, junto al televisor que ella miraba. Ella se encontraba de cara al aparato y de cara a él. El libro que leía era de ella, una historia de la danza. Ella lo miraba de reojo cada vez que él pasaba página.
– Pues llámalos.
– Tiene colores muy vistosos.
– Gracias. Visto lo que me ha costado…
– Son colores desgastados, abrasados.
– Tendremos que conectarlo -dijo él-. Hay que engancharlo a la antena del tejado.
– El tejado es un bosque de antenas.
– Ya se lo encargaré a un técnico.
– Está verdoso, está rosado, está anaranjado.
– La antena general, como quien dice «general antena».
Pammy se recostó. Se tumbó y flexionó las piernas, primero una y luego otra, como si hiciera ejercicios de calentamiento. Se puso las manos en la cabeza y movió las piernas más deprisa, pedaleando. Al cabo de un rato se puso en pie, se quitó los vaqueros e hizo ejercicios de estiramiento. Lyle tuvo una erección. Ella se sentó y vio el televisor. Casi había oscurecido. La camioneta de Mister Softee estaba en la calle.
– Jadear, jadear.
– No estás en forma.
– Estoy en una forma lamentable -dijo ella-. Si te lo dijera, no te podrías creer lo que hay dentro de ese cuerpo. Qué desastre de tiparraco reseco, envejecido, inútil. Está ahí abajo, ¿lo oyes? Pues te voy a hacer papilla, hijo puta. Me gustaría llamar a alguien. Atrepella a un perro, camioneta, a ver si el dueño te descerraja un tiro, y a pitar a la vía.
– Va, pues quéjate.
– O te muestras más amable o no te presto el libro, que es mío.
– Estoy diciendo que te quejes. Llama a los de Mantenimiento Broadway. Vendrán con una bombilla de recambio el martes que viene.
Ella concentró su atención en algo que había en la alfombra, y se inclinó a recoger pelusillas desprendidas del tejido.
– Mírame cuando me hablas. Aparta la nariz de esa adquisición, que es mía. Nos hace falta detergente especial para esta alfombra, y aún está por comprar la cera aquella de la que te ibas a encargar tú costara lo que costase.
– Es que a ti se te olvidaría. Saldrías a comprarla y volverías cargada de fruta.
– Tú a lo tuyo.
– Es lo único que compras.
– Pues la compras tú.
– Tú vuelves a casa cargada de fruta, comprada para colmo al mayor; lo anuncias a los cuatro vientos como si fuese el no va más y te pones a lavarla con tus canciones rituales de lavado, para dejarla después en el cajón de la nevera, abajo, para que se encoja y se pudra. Siempre igual.
– Se llama crisper, pelao.
– Es un cajón normal y corriente. El compartimento de la fruta, nada más.
– Es un crisper, soplapollas.
– Anda, mira la tele.
– Está verde, mira.
– Sintoniza mejor, tú.
– Está todo de un verde que da grima -dijo ella.
Siguieron de cháchara, hicieron ruidos varios un rato más, se levantaron, caminaron, se acostaron, comieron y bebieron algo, chocaron uno con el otro y gesticularon, he aquí el vulgar despropósito de sus veladas, un retiro alejado del estrés y del lenguaje. Pammy miró a Lyle reacomodarse cerca del televisor. En pantalla, un talk-show en el que la gente hablaba de impuestos. Algo había en la conversación que a ella le daba vergüenza. No atinaba a saber de qué se trataba exactamente. Nadie decía estupideces, nadie tenía un defecto de dicción. No había anuncios de las instituciones públicas en los que aparecieran atletas que enseñaran a jugar al baloncesto a unos niños retrasados mentales. No era que una mujer hablase dándole patadas a la gramática acerca de sus tres hijos, recién fallecidos en un incendio. (Se preguntó sí se había vuelto tan compleja como para poner la muerte por delante de la gramática.) No, aquellas personas hablaban de impuestos, pero daba vergüenza verlas, oírlas. ¿Qué estaba pasando en aquel pequeño plato iluminado por los focos, qué era lo que le causaba tal desazón, tal embarazo? Se tapó las orejas con ambas manos y miró a Lyle, que leía enfrascado el libro.
Читать дальше