– Déjame seguir con esto.
– ¿Sin comentarios?
– Déjame que mecanografíe un rato -dijo él-. Me gusta llenar con cifras estas casillas. Las cifras son indispensables en la visión del mundo que tengo actualmente. Ni siquiera creo que esté haciendo esto. Es un trabajo tedioso, pero la verdad es que lo disfruto. Es analmente de lo más satisfactorio. Por fin la satisfacción plena.
A última hora de una tarde, Lyle se quedó a esperar a la entrada del edificio de John Street. Cuando salió ella en medio del gentío, comprendió que iba a ser embarazoso, tanto en lo físico como en lo demás, tratar de aislarla del resto del mundo. Tal vez ni siquiera lo reconociese. Alguien de la oficina podría verlos juntos y sumarse a la conversación. La siguió por espacio de media manzana, pero sin tratar tampoco de alcanzarla. Al llegar a la esquina, la vio subir a un coche que la esperaba y que arrancó en el acto. Era un Volkswagen verde, matrícula de California: 180 BOA.
Se sentó en un banco de la plaza con vistas al río. Se sintió de algún modo disminuido. Las grúas de carga sesgaban el cielo sobre los tejados de los cobertizos, en la zona portuaria de Brooklyn. Era la ciudad, el calor, una sensación de repetición infinita. El distrito se repetía en bloques de piedra monocroma. Él estaba presente en las cosas mismas. Había en ellas más de sí, a través de las noches desocupadas, que la parte que de sí mismo se llevaba a casa para desahogarse y liberarse. Pensó en las noches. Imaginó el distrito como nunca lo había visto, vacío de toda transacción humana; pensó en que los edificios como aquellos parecerían contenedores de materia intangible, enormes codificaciones de podredumbre orgánica. Intentó evaluar la inmensa complejidad del regreso a casa.
A la tarde siguiente logró alcanzarla antes de que se sumara a la multitud que fluía por las calles. Habló al amparo de una sonrisa plena de confianza. Se concentró en esa expresión hasta el extremo de visualizar el movimiento de sus propios labios. Fue un momento de absoluta desconexión. No supo qué estaba diciendo, y con el bullicio de la gente en derredor y las obras cercanas en la calle a duras penas atinó a oír la voz de ella cuando le contestó, como hizo una o dos veces, muy brevemente, con frases tan translúcidas como las empleadas por él. La condujo con discreción hacia una parte menos ruidosa de los porches, tratando de reconstruir las primeras fases de la conversación a la vez que continuaba farfullando y deslumbrándola. Ni siquiera estaba muy seguro de que ella le hubiese reconocido.
– El parqué -le dijo.
Su respuesta no le pareció que tuviera sentido. Pasó a través de él, impregnada de luz. Se acercó más a ella y renovó su sonrisa dándole calor. Así se ahorraría el pestañear. Sólo pestañeaba cuando sonreía en tensión, para dar énfasis.
– La Bolsa -dijo-. Me has visto a la entrada del despacho de Zeltner. Ya lo sé: a quien sólo has visto una vez, es difícil ubicarlo. Me hago cargo. ¿Hay una boca de metro allí? Te acompaño. ¿Dónde vives? En Queens, me jugaría cualquier cosa. Me gusta aquello, a pesar de lo que se dice de Queens, Dios del cielo. Es metafísica pura.
– Me suelen llevar en coche.
– Tengo entendido que hay cierta inseguridad en el corrillo del poder en torno a Zeltner. ¿Cuánto tiempo llevas allí? Ven, vamos a ponernos a la sombra. Queens es infinito. Tiene algo de infinito. Es como un laberinto, pero sin interconexiones. Un laberinto fláccido. Tengo una teoría acerca de dónde vive cada cual en Nueva York.
Ella llevaba una blusa blanca, una falda plisada azul y zapatos blancos. Mientras hablaba primero y escuchaba después, él se puso a prueba tratando de recordar el número de la matrícula del Volkswagen. Una forma de completar una tabla de ejercicios mentales. Llegaron despacio hasta la esquina donde la habían recogido el día anterior.
– Aquí tendrían que pasar a recogerme.
– ¿Algún problema si espero contigo?
– No pasa nada por eso.
– ¿Cómo te llamas?
– Rosemary Moore.
– Tengo que ir mañana por allí a la hora del cierre. Si no estás ocupada, me quedo un rato. Podemos, si quieres, hacer algo cuando hayas terminado. ¿Te parecería bien? Una copa, o dos. Una copa rápida, como se suele decir. Una copita. Un visto y no visto. Hay locales donde sólo ponen copas rápidas.
Esta vez subió en el asiento de atrás. Delante iban un hombre y una mujer, los dos algo mayores que Rosemary Moore, de blanco y azul marino.
Pammy examinó las funciones del tedio. De un tiempo a esta parte se había encontrado afirmando con gran frecuencia que se aburría. Sabía que era un escudo con el que tapaba sentimientos más profundos. No queriendo expresar un malestar convencional, decía una y otra vez: «Qué aburrido, qué coñazo, me aburro.» La pornografía le aburría. Hablar de la violencia la hacía suspirar. Las cosas de la calle, las cosas que veía y que oía un día tras otro la obligaban a tomar sutiles evasivas. Su cuerpo se relajaba de un modo automático. Notar esa lasitud en el momento era como dar otro desvío por el tedio.
La gente, completos desconocidos, le hablaban en el autobús con cierto desapego, un tanto universal, dando a veces la impresión de que se comunicaban con ella como si estuvieran encerrados en un sitio secreto y cerrado.
Volar le producía ganas de bostezar. Bostezaba en los ascensores del World Trade Center. A menudo bostezaba en los bancos, cuando esperaba en la cola a que le tocara el turno de ventanilla. Los bancos le causaban un sentimiento de culpabilidad. Los cajeros y empleados de banca le pedían casi a todas horas que firmase impresos, o que firmase de nuevo impresos que ya ostentaban su firma, o que volviera a dar prueba de su identificación. Era su propio dinero el que deseaba retirar, obviamente, pero aún estaba pendiente esa burbuja de nerviosismo, de culpa, y aún estaba presente esa honda preocupación en torno a su nombre, su caligrafía, y la sensación de que el contenido esencial de su personalidad estaba a punto de revelarse, y de que aún tendría que pasar un rato haciendo cola con otras dos docenas, tras los cordones de seguridad, bostezando decorosamente, como una sospechosa.
Pammy oyó a Lyle en el pasillo, fuera. Se inclinó hacia delante y cerró la puerta del cuarto de baño. Lyle entró en el apartamento, recorrió el vestíbulo, se paró ante la puerta, la abrió. Ella puso cara de mono y soltó una serie de chillidos de pánico, a la vez que daba un brinco sentada en la taza. Él cerró la puerta y fue al dormitorio.
– ¿Qué me vas a regalar por el día de san Valentín? -le gritó ella.
– Una vasectomía -repuso-. ¿Estamos ya en febrero?
– Ojalá.
– ¿Por qué?
– Así habrían terminado nuestras vacaciones.
– ¿Y por qué?
– Porque ya sé que no te vas a tomar siquiera unos días.
– Ve tú a donde quieras.
– ¿Y tú? ¿Qué harás?
– Trabajar -dijo él.
Ella salió del cuarto de baño. Él la siguió hasta la cocina imitando fintas de boxeador, de peso ligero, con la pelvis echada hacia atrás, para no caer en el engaño primigenio. Se sujetaron uno al otro ante la nevera abierta.
– Qué bueno, un poco de cheddar.
– ¿Qué es eso?
– Schnapps de brandy.
– La repanocha.
– Cuidado.
– Si me has empujado tú…
Fueron al cuarto de estar, cada cual con algo de comer y de beber. Lyle encendió el nuevo televisor y se sentaron a ver las noticias de la noche. Pammy pasó un mal trago, avergonzada por alguien a quien hacían una entrevista, un hombre con un defecto de dicción. Se tapó las orejas con las manos y apartó la mirada. El aparato del aire acondicionado hacía un ruido retumbante. Lyle lo apagó. Fue entonces al dormitorio y allí vio la televisión durante un rato.
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