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Jung Chang: Cisnes Salvajes

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Jung Chang Cisnes Salvajes

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Una abuela, una madre, una hija. A lo largo de esta saga, tan verídica como espeluznante, tres mujeres luchan por sobrevivir en una China sometida a guerras, invasiones y revoluciones. La abuela de la autora nació en 1909, época en la que China era aún una sociedad feudal. Sus pies permanecieron vendados desde niña, y a los quince años de edad se convirtió en concubina de uno de los numerosos señores de la guerra.

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La señora Yang sufría epilepsia, lo que la convertía en despreciable a los ojos de su marido. A pesar de mostrarse siempre humilde, él la trataba como si fuera una basura, sin mostrar inquietud alguna por su salud. Durante años, le reprochó no haberle dado un hijo. Mi bisabuela sufrió una larga serie de abortos tras el nacimiento de mi abuela, hasta que, en 1917, nació una nueva criatura. Una vez más, era una niña.

Mi bisabuelo se mostraba obsesionado por la idea de tener el dinero suficiente como para disponer de concubinas. La «boda» le permitió ver cumplido este deseo, pues el general Xue obsequió a la familia con espléndidos presentes nupciales de los que fue él el principal beneficiario. Los regalos eran realmente magníficos, tal y como correspondía a la categoría del general.

El día de la boda, llevaron a casa de los Yang una silla de mano tapizada con un grueso tejido de seda bordada con brillantes colores. Junto a ella, acudió una procesión en la que se portaban letreros, estandartes y farolillos de seda decorados con doradas imágenes del fénix, el símbolo más grandioso para una mujer. De acuerdo con la tradición, la ceremonia nupcial tuvo lugar al atardecer, entre una multitud de faroles rojos que alumbraban el crepúsculo. Había una orquesta de tambores, címbalos y penetrantes instrumentos de viento que interpretaron alegres melodías. El ruido se consideraba parte esencial de una buena boda, ya que el silencio habría sugerido que el acontecimiento tenía algo de vergonzoso. Mi abuela apareció espléndidamente ataviada de brillantes bordados, con un velo de seda roja cubriendo su cabeza y su rostro. Ocho hombres la transportaron hasta su nueva casa en la silla de mano. En el interior de ésta hacía un calor sofocante y, discretamente, retiró la cortinilla unos pocos centímetros. Atisbando bajo el velo, se alegró de ver la gente que contemplaba la procesión desde la calle. Aquello era muy distinto a lo que hubiera podido esperar una simple concubina: apenas una pequeña silla de mano tapizada con algodón simple de un soso color índigo y transportada por dos o, cuando más, cuatro personas, todo ello sin procesiones ni música. La comitiva recorrió toda la población, visitando sus cuatro entradas, tal y como exigía el ritual completo, y exhibiendo los lujosos regalos en carretas y en grandes cestos de mimbre transportados a su paso. Una vez hubo sido exhibida por toda la ciudad, llegó por fin a su nuevo hogar, una residencia grande y elegante. Al verla, se sintió satisfecha. La pompa y la ceremonia le hacían sentir que había ganado prestigio y estima. Ninguno de los habitantes de Yixian recordaba haber visto un acontecimiento semejante.

Cuando llegó a la casa, descubrió que allí la esperaba el general Xue, ataviado con su uniforme completo y rodeado por los dignatarios locales. El salón, estancia central de la casa, aparecía iluminado por velas rojas y brillantes lámparas de gas, y en él tuvo lugar la ceremonia del kowtow frente a las imágenes del Cielo y la Tierra. A continuación, todos se saludaron mutuamente por medio del kowtow y mi abuela, de acuerdo con la costumbre, penetró sola en la cámara nupcial mientras el general Xue partía a celebrar un espléndido banquete con los hombres.

El general Xue no abandonó la casa en tres días. Mi abuela se sentía feliz. Creía amarle, y él no dejaba de mostrar hacia ella una especie de áspero afecto. Sin embargo, rara vez hablaba con ella acerca de cuestiones serias, tal y como recomendaba el dicho tradicional: «Las mujeres poseen cabello largo e inteligencia corta.» En China, el hombre debía mantener una actitud discreta y distante incluso con su familia. Así pues, mi abuela guardó silencio y se limitó a aplicarle masaje en los dedos de los pies antes de levantarse por la mañana y a tocar el qin para él al llegar el atardecer. Al cabo de una semana, el general le comunicó que tenía que partir. No le dijo adonde iba y ella sabía muy bien que no convenía preguntar. Su deber era esperarle hasta que regresara. Hubo de esperar seis años.

En septiembre de 1924 se desataron las luchas entre las dos principales facciones militares del norte de China. El general Xue fue ascendido a comandante en jefe de la guarnición de Pekín, pero al cabo de unas pocas semanas su viejo aliado cristiano -el general Feng- se pasó al bando contrario. El 3 de noviembre, fue obligado a dimitir Tsao Kun, a quien el general Xue y el general Feng habían ayudado a convertirse en presidente el año anterior. Aquel mismo día, la guarnición de Pekín fue disuelta y, dos días después, ocurrió lo propio con la policía. El general Xue se vio obligado a huir de la capital precipitadamente. Se retiró a una casa que poseía en Tianjin, en la concesión francesa, donde se gozaba de inmunidad extraterritorial. Se trataba del mismo lugar al que el presidente Li había huido un año antes, cuando Xue le expulsó del palacio presidencial.

Entretanto, mi abuela se vio atrapada por las continuas luchas. El control del Nordeste constituía un elemento vital en la lucha de todos los ejércitos, y las poblaciones situadas a lo largo de la vía del ferrocarril representaban objetivos particularmente importantes, en especial si -como era el caso de Yixian- se trataba de estaciones de empalme. Poco después de la partida del general Xue, la lucha llegó hasta las mismas murallas de la ciudad, junto a las que se desarrollaron feroces combates. Imperaban los saqueos. Una compañía italiana de armamento había anunciado a los empobrecidos jefes militares que aceptarían «pueblos saqueables» como garantía de sus suministros. Las violaciones eran igualmente frecuentes. Al igual que muchas otras mujeres, mi abuela hubo de ennegrecerse el rostro con hollín para adquirir un aspecto sucio y desagradable. Aquella vez, Yixian salió de la situación prácticamente intacta. La lucha terminó por desplazarse hacia el Sur y la situación volvió a la normalidad.

Para mi abuela, la «normalidad» equivalía a tener que encontrar métodos para matar el tiempo en su amplia residencia. La casa había sido construida al típico estilo chino, en torno a tres lados de un cuadrado. El costado sur del patio era un muro de dos metros de altura dotado de una verja que se abría hacia otro patio, guardado a su vez por una doble puerta con una aldaba redonda de latón.

Aquellas casas se hallaban diseñadas para soportar los extremos de un clima extremadamente duro, con temperaturas que oscilaban entre gélidos inviernos y ardientes veranos apenas separados por períodos de primavera u otoño. En verano, la temperatura podía ascender por encima de los 35 °C, pero en invierno caía hasta casi -30 °C, con vientos ululantes que atravesaban rugiendo las llanuras, procedentes de Siberia. El polvo se introducía en los ojos y arañaba la piel durante gran parte del año, y a menudo la gente se veía obligada a proteger su rostro y su cabeza con una máscara. En los patios interiores de las casas, todas las ventanas de las habitaciones principales se abrían al Sur para permitir la mayor entrada posible de sol, dejando que los muros del Norte soportaran el asalto del viento y el polvo. El costado norte de la casa contenía una sala de estar y el dormitorio de mi abuela; las alas que se extendían a ambos lados se hallaban destinadas a la servidumbre y al resto de las actividades. Los suelos de las estancias principales estaban cubiertos de baldosa, y las ventanas de madera forradas de papel. El tejado, inclinado, aparecía revestido de suaves tejas negras.

Desde el punto de vista local, se trataba de una casa lujosa, muy superior a la de sus padres, pero mi abuela se sentía sola y desdichada. Contaba con varios sirvientes, entre ellos un portero, un cocinero y dos doncellas. Su tarea no consistía tan sólo en servir, sino también en hacer las veces de guardianes y espías. El portero tenía instrucciones de no permitir la salida de mi abuela bajo ninguna circunstancia. Antes de su partida, y a modo de advertencia, el general Xue relató a mi abuela una historia referente a otra de sus concubinas. Tras descubrir que había mantenido una aventura con uno de los sirvientes masculinos, la había atado a la cama y le había introducido un trapo en la boca. A continuación, había hecho verter alcohol sobre el tejido, hasta que asfixió lentamente a la mujer. «Claro está, no podía concederle el placer de una muerte rápida. El acto más vil que puede cometer una mujer es traicionar a su marido», había dicho. En lo que se refería a cuestiones de infidelidad, un hombre como el general Xue sentiría mucho más odio por la mujer que por el hombre. «En cuanto a su amante, me limité a mandarlo fusilar», añadió en tono indiferente. Mi abuela nunca supo si todo aquello había sucedido realmente o no, pero a sus quince años de edad quedó inevitablemente petrificada al oírlo.

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