Jung Chang - Cisnes Salvajes

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Una abuela, una madre, una hija. A lo largo de esta saga, tan verídica como espeluznante, tres mujeres luchan por sobrevivir en una China sometida a guerras, invasiones y revoluciones. La abuela de la autora nació en 1909, época en la que China era aún una sociedad feudal. Sus pies permanecieron vendados desde niña, y a los quince años de edad se convirtió en concubina de uno de los numerosos señores de la guerra.

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A pesar del cambio de política de los comunistas, algunos de los profesores y estudiantes decidieron que era más seguro huir. A finales de junio zarpó un barco repleto de estudiantes con destino a la ciudad de Tianjin, situada a unos cuatrocientos kilómetros al Sudoeste. Cuando llegaron allí, descubrieron que no había comida ni lugar alguno donde pudieran alojarse. El Kuomintang local les animó a que se unieran al Ejército. «¡Luchad por regresar a vuestra tierra!», les dijeron. No era para eso para lo que habían huido de Manchuria. Algunos obreros comunistas en la clandestinidad que habían embarcado con ellos les animaron a resistir, y ese 5 de julio los estudiantes se manifestaron en el centro de Tianjin en demanda de alimentos y hospedaje. Las tropas abrieron fuego y numerosos estudiantes resultaron heridos, muchos de ellos de gravedad. Algunos de ellos murieron.

Cuando las noticias llegaron a Jinzhou, mi madre decidió inmediatamente organizar un movimiento de apoyo a los estudiantes que habían partido a Tianjin. Convocó una reunión de los líderes de sindicatos estudiantiles de las siete facultades superiores y técnicas, quienes votaron por el establecimiento de una Federación de Sindicatos Estudiantiles de Jinzhou. Mi madre fue elegida presidenta. Decidieron enviar un telegrama de solidaridad a los estudiantes de Tianjin y organizar una marcha que llegaría hasta el cuartel general del general Chiu, responsable de la aplicación de la ley marcial, donde presentarían una petición.

Los amigos de mi madre aguardaban ansiosamente en la facultad, en espera de instrucciones. Era un día húmedo y gris, y el suelo era una masa de barro pegajoso. Oscureció, y aún no había señales de mi madre ni de los otros seis líderes estudiantiles. Por fin, llegaron noticias de que la policía había reventado el mitin y los había detenido a todos. El informador había sido Yao-han, supervisor político de la escuela de mi madre.

Fueron conducidos al cuartel general. Tras un intervalo de espera, el general Chiu entró en la estancia. Se sentó tras una mesa y comenzó a hablarles en tono paciente y paternalista, mostrando aparentemente más pesadumbre que enfado. Eran jóvenes, dijo, por lo que era normal que se comportaran de un modo precipitado. Pero, ¿qué sabían de política? ¿Acaso no se daban cuenta de que estaban siendo utilizados por los comunistas? Deberían limitarse a sus libros. Dijo que los pondría en libertad si firmaban una confesión admitiendo sus errores e identificando a los comunistas que se camuflaban entre ellos. A continuación, hizo una pausa para observar el efecto de sus palabras.

Mi madre halló insufribles tanto su discurso como su actitud en general. Adelantándose, dijo en voz alta:

– Díganos, general, ¿qué error hemos cometido?

El general comenzó a irritarse:

– Habéis sido utilizados por los bandidos comunistas para causar problemas. ¿No os parece eso suficiente error?

Mi madre gritó de nuevo:

– ¿Qué bandidos comunistas? Nuestros amigos murieron en Tianjin porque, siguiendo vuestro consejo, habían huido de los comunistas. ¿Acaso merecían que les disparaseis? ¿Acaso hemos hecho algo irrazonable?

Tras cruzar algunas palabras altisonantes, el general golpeó la mesa con el puño y llamó a gritos a sus guardias.

– Acompáñenla por las instalaciones -dijo, y añadió, volviéndose hacia mi madre-: ¡Es preciso que se dé cuenta de dónde está!

Antes de que los soldados pudieran sujetarla, mi madre saltó hacia él y golpeó también ella la mesa con el puño:

– ¡Esté donde esté, no he hecho nada malo!

Para cuando quiso darse cuenta, mi madre se encontraba fuertemente sujeta por ambos brazos y unos hombres la alejaban a rastras de la mesa. Recorrieron un pasillo y descendieron por unas escaleras hasta alcanzar una habitación en tinieblas. En el extremo más alejado pudo ver un hombre vestido con harapos. Parecía hallarse sentado sobre un banco y apoyado contra una columna. Su cabeza colgaba hacia un costado. Mi madre se dio cuenta de que el hombre estaba atado a la columna y de que le habían atado los muslos al banco. Dos hombres procedían a situar unos ladrillos bajo sus talones. Cada ladrillo que añadían hacía surgir de sus labios un gemido profundo y ahogado. Mi madre notó que su cabeza se inundaba de sangre, y creyó oír el chasquido de huesos al quebrarse. A los pocos instantes, estaba contemplando el interior de otra estancia. El oficial que hacía las veces de guía le indicó un hombre que, no lejos de donde ambos se encontraban, colgaba de una viga de madera por las muñecas, desnudo de la cintura para arriba. Sus cabellos caían formando una masa enmarañada, por lo que mi madre no pudo verle la cara. Sobre el suelo descansaba un brasero junto al que un hombre fumaba tranquilamente un cigarrillo. Mientras mi madre observaba, el hombre extrajo una barra de hierro de las brasas; la punta era del tamaño del puño de un hombre y estaba al rojo vivo. Con una sonrisa, la apoyó sobre el pecho del hombre que colgaba de la viga. Mi madre pudo oír un agudo grito de dolor y un horrible chisporroteo, vio el humo que surgía de la herida y a su nariz llegó un denso olor a carne quemada. Sin embargo, no gritó ni se desmayó. El horror había despertado en ella una rabia poderosa y apasionada que le proporcionaba una fuerza inmensa y parecía superar cualquier temor.

El oficial le preguntó si aceptaría ahora firmar una confesión. Ella se negó, repitiendo que no sabía de la existencia de comunista alguno en el grupo. La arrojaron al interior de una pequeña estancia en la que había una cama y unas cuantas sábanas. Allí pasó varios días, oyendo los gritos de aquellos que eran torturados en las celdas cercanas y negándose a las repetidas demandas de sus captores para que les proporcionara una lista de nombres.

Por fin, un día fue conducida a la parte trasera del edificio, donde se abría un patio cubierto de escombros y hierbajos. Le ordenaron permanecer firme contra un muro. Junto a ella habían apoyado contra la pared a un hombre que había sido inequívocamente torturado y apenas podía tenerse en pie. Perezosamente, unos cuantos soldados tomaron posiciones. Sintió que un hombre le tapaba los ojos. Aunque no podía ver, cerró los ojos. Se hallaba dispuesta a morir, orgullosa de estar dando su vida por una gran causa.

Oyó disparos, pero no sintió nada. Al cabo de un minuto aproximadamente, le quitaron el trapo que le cubría los ojos y miró a su alrededor, parpadeando. El hombre que había visto antes se encontraba tendido en el suelo. El oficial que la había trasladado a los calabozos se acercó con una amplia sonrisa, una de sus cejas enarcada por la sorpresa que le producía comprobar que aquella jovenzuela de diecisiete años no se hubiera convertido en un despojo suplicante. Con gran calma, mi madre le dijo que no tenía nada que confesar. La devolvieron a su celda. Nadie la molestó ni la torturó. Al cabo de unos cuantos días más, fue puesta en libertad.

A lo largo de la semana anterior, el movimiento comunista clandestino había estado pulsando todos sus resortes. Mi abuela había acudido al cuartel general todos los días, llorando, suplicando y amenazando con suicidarse. El doctor Xia había visitado a sus más poderosos pacientes, a los que había obsequiado con lujosos presentes. Las conexiones de la familia dentro del servicio de inteligencia también se habían movilizado. Mucha gente había apoyado a mi madre por escrito, declarando que no se trataba de una comunista sino que tan sólo era joven e impulsiva.

Lo que le había ocurrido no causó en ella el menor desánimo. Tan pronto salió de la prisión se dispuso a organizar un funeral en homenaje a los estudiantes muertos en Tianjin. Las autoridades concedieron su autorización. En Jinzhou reinaba una profunda cólera por lo que les había ocurrido a aquellos jóvenes que, después de todo, habían partido siguiendo el consejo del Gobierno. Al mismo tiempo, los colegios y facultades se apresuraron a anunciar el adelanto del fin de curso y la cancelación de diversos exámenes en la confianza de que los estudiantes se dispersaran y volvieran a sus casas.

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