Jung Chang - Cisnes Salvajes

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Una abuela, una madre, una hija. A lo largo de esta saga, tan verídica como espeluznante, tres mujeres luchan por sobrevivir en una China sometida a guerras, invasiones y revoluciones. La abuela de la autora nació en 1909, época en la que China era aún una sociedad feudal. Sus pies permanecieron vendados desde niña, y a los quince años de edad se convirtió en concubina de uno de los numerosos señores de la guerra.

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Aparte de hacer compañía a mis padres, solía pasar la mayor parte del abundante tiempo libre de que disponía con mis amigos. Después de regresar de Pekín, en diciembre de 1966, pasé un mes en una fábrica de mantenimiento de aviones situada en las afueras de Chengdu en compañía de Llenita y de una amiga suya llamada Ching-ching. Necesitábamos algo en lo que ocupar el tiempo y, según Mao, lo más importante que podíamos hacer era acudir a las fábricas y despertar el nacimiento de nuevas acciones rebeldes contra los seguidores del capitalismo. Las agitaciones estaban invadiendo la industria con demasiada lentitud para el gusto del líder.

Sin embargo, la única acción que nosotras despertamos fue la atención de algunos jóvenes pertenecientes al entonces ya desaparecido equipo de baloncesto de la fábrica. Pasábamos mucho tiempo paseando juntos por senderos campestres y disfrutando del intenso aroma vespertino de los primeros capullos de las judías silvestres. No obstante, no tardé en regresar a casa ante el empeoramiento de las condiciones de mis padres, dejando atrás de una vez por todas las órdenes de Mao y mi participación en la Revolución Cultural.

Mi amistad con Llenita, Ching-ching y los jugadores de baloncesto perduró. En nuestro círculo estaban también mi hermana Xiao-hong y diversas muchachas de mi escuela, todas ellas mayores que yo. Solíamos vernos con frecuencia en casa de alguna de nosotras, donde nos pasábamos el día entero -y a veces la noche- a falta de otra cosa que hacer.

Sosteníamos interminables discusiones acerca de a qué jugador gustábamos cada una de nosotras. Nuestras especulaciones solían girar en torno al capitán del equipo, un apuesto joven de diecinueve años llamado Sai. Las muchachas dudaban quién le gustaba más, si Ching-ching o yo. Se trataba de un muchacho reservado y reticente, y Ching- ching se sentía poderosamente atraída por él. Siempre que íbamos a verle solía lavarse meticulosamente la cabeza y luego peinarse sus largos cabellos; asimismo, planchaba cuidadosamente sus ropas para parecer más elegante e incluso se ponía un poco de colorete y de pintura de ojos. Las demás nos burlábamos cariñosamente de ella.

A mí también me gustaba Sai. Sentía palpitar mi corazón cada vez que pensaba en él, y a veces despertaba por la noche viendo su rostro y experimentando un calor febril. A menudo murmuraba su nombre y hablaba mentalmente con él cada vez que me sentía atemorizada o preocupada. Sin embargo, jamás revelé aquellos sentimientos ni a él ni a mis amigas; de hecho, ni siquiera los admitía ante mí misma de modo explícito, sino que me limitaba a fantasear en torno a él. Mis padres dominaban mi vida y mi pensamiento consciente, por lo que suprimía inmediatamente cualquier licencia que pudiera tomarme con respecto a mis propios asuntos como una forma de deslealtad. La Revolución Cultural me había despojado -o quizá librado- de una adolescencia normal, con sus rabietas, sus discusiones y sus novios.

Sin embargo, no era inmune a cierta vanidad. Solía coser en las rodilleras y fondillos de mis pantalones -para entonces ya de un gris desvaído- grandes retazos azules de formas abstractas teñidos con cera. Mis amigas se reían al verlos, y mi abuela, escandalizada, protestaba: «Eres la única muchacha que viste así.» Yo, sin embargo, insistía. No pretendía parecer más hermosa, pero sí diferente.

Un día, una de nuestras amigas nos dijo que sus padres, ambos distinguidos actores, se habían sentido incapaces de soportar las denuncias por más tiempo y se habían suicidado. Poco después, nos llegó la noticia de que el hermano de otra de las muchachas había hecho lo propio. El joven, estudiante de la Escuela de Aeronáutica de Pekín, había sido denunciado junto con algunos compañeros bajo la acusación de intentar organizar un partido antimaoísta. Cuando la policía acudió a arrestarle, el muchacho se arrojó desde una ventana del tercer piso. Algunos de los «conspiradores» de su grupo fueron ejecutados, y otros fueron condenados a cadena perpetua, castigos ambos habituales para cualquiera que intentara organizar alguna forma de oposición, cosa poco frecuente. Aquella clase de tragedias formaban parte de nuestra vida cotidiana.

Las familias de Llenita, Ching-ching y algunas otras no se vieron afectadas. Y todas ellas continuaron siendo amigas mías. Tampoco se vieron molestadas por los perseguidores de mis padres, quienes no podían abusar de su poder hasta ese punto. Sin embargo, seguían arriesgándose para nadar contra corriente. Mis amigas se encontraban entre los millones de personas que consideraban sagrado el código chino tradicional de lealtad: «Dar carbón en la nieve.» El hecho de contar con ellas me ayudó a superar los peores años de la Revolución Cultural.

También me proporcionaron una enorme ayuda de tipo práctico. Hacia finales de 1967 el Chengdu Rojo comenzó a atacar nuestro complejo -entonces controlado por el 26 de Agosto- y el bloque que habitábamos se convirtió en una fortaleza. Recibimos la orden de trasladarnos de nuestro apartamento, situado en el tercer piso, a unas habitaciones de la planta baja del bloque contiguo.

En aquella época, mis padres estaban detenidos. El departamento de mi padre, que normalmente se hubiera encargado de colaborar en la mudanza, se limitó en esta ocasión a darnos la orden de partir. Dado que no existían compañías de mudanza, mi familia hubiera perdido hasta las camas de no haber sido por mis amigas. Aun así, tan sólo pudimos trasladar los muebles más esenciales, dejando atrás otras cosas, como las estanterías de mi padre: apenas podíamos moverlas, y mucho menos bajarlas a lo largo de varios tramos de escaleras.

Nuestro nuevo alojamiento era un apartamento ya ocupado por los familiares de otro seguidor del capitalismo a quienes se ordenó que dejaran libre la mitad. Idéntica reorganización de viviendas estaba teniendo lugar en todo el complejo, de tal modo que pudieran utilizarse los pisos altos como puestos de mando. Mi hermana y yo compartimos una habitación. La ventana daba al entonces desierto jardín trasero, y siempre la manteníamos cerrada, ya que nada más abrirla la estancia se inundaba con el fuerte hedor procedente de las alcantarillas atascadas. Por la noche oíamos gritos de rendición procedentes del exterior de los muros del complejo, así como disparos esporádicos. Una noche me despertó el sonido de cristales rotos: una bala había entrado por la ventana para incrustarse en la pared opuesta. Curiosamente, no sentí temor alguno. Después de todos los horrores de que había sido testigo, las balas había perdido su efecto.

Para entretenerme en algo, comencé a escribir poesía siguiendo los estilos clásicos. El primer poema que me satisfizo fue escrito el día de mi décimo sexto cumpleaños, el 25 de marzo de 1968. No hubo celebración alguna, pues tanto mi padre como mi madre seguían detenidos. Aquella noche, tendida en la cama y escuchando los disparos y las escalofriantes diatribas que escupían los altavoces de los Rebeldes, alcancé un momento decisivo de mi vida: siempre se me había dicho -y yo lo había creído- que estaba viviendo en un paraíso terrenal llamado China Socialista completamente distinto del infierno del mundo capitalista. En ese instante, me pregunté: si esto es el paraíso, ¿cómo será el infierno? Decidí que quería comprobar por mí misma si, efectivamente, existía un lugar aún más azotado por el sufrimiento. Por primera vez, odié conscientemente el régimen bajo el que había vivido y deseé con todas mis fuerzas disponer de una alternativa.

Aun así, de un modo inconsciente, continuaba evitando pensar en Mao. Mao había formado parte de mi vida desde que era niña. Él era el ídolo, el dios, la inspiración. El propósito de mi vida se había formulado en su nombre. Apenas dos años antes hubiera sido feliz de morir por él y, aunque su mágico poder se había desvanecido en mi interior, aún le consideraba sagrado e infalible. Incluso entonces, no osé desafiarle.

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