El ruido de los motores del avión puso nervioso a Tom Hagen, que para tranquilizarse pidió un _martini_ a la azafata. Tanto el Don como Johnny le habían hablado del carácter del productor cinematográfico Jack Woltz. Por lo que Johnny había dicho, Hagen estaba convencido de que no lograría hacer entrar en razón al productor. Por otra parte, tampoco tenía la menor duda de que el Don cumpliría la palabra dada a Johnny. Su papel se reducía al de mero negociador.
Recostado en su butaca, Hagen pasó revista a toda la información que le habían proporcionado. Jack Woltz era uno de los tres productores más importantes de Hollywood, propietario de su propio estudio, que había firmado contrato con docenas de grandes estrellas. Era miembro de la sección cinematográfica del Gabinete Asesor de Información Bélica del presidente de Estados Unidos, lo cual significaba que colaboraba en la realización de películas de propaganda. Había cenado en la Casa Blanca y J. Edgar Hoover había estado en su casa de Hollywood. No obstante, todo aquello era menos importante de lo que parecía. No eran sino relaciones oficiales. Woltz no tenía ningún poder político personal; en primer lugar, porque era un reaccionario de mucho cuidado, y, en segundo lugar, porque era un megalómano que imponía su criterio despótica y dictatorialmente, sin pararse a pensar en que ello le granjeaba la enemistad de cuantos estaban a sus órdenes.
Hagen suspiró. No veía la forma de convencer a Jack Woltz. Abrió su portafolios y trató de trabajar un poco, pero estaba demasiado cansado. Pidió otro _martini_ y se puso a reflexionar sobre su pasado. No se arrepentía de nada. Al contrario, se daba cuenta de que había tenido una suerte extraordinaria. Por lo que fuere, el camino que había escogido diez años atrás era el mejor. El éxito le sonreía, era tan feliz como pudiera serlo cualquier hombre adulto, y encontraba que la vida merecía la pena.
Tom Hagen tenía treinta y cinco años. Era un hombre de figura esbelta y facciones agradables. Se había graduado como abogado, pero su trabajo para la Familia no era en calidad de tal, a pesar de que después de terminar sus estudios llegó a ejercer durante tres años.
A los once años había sido compañero de juegos de Sonny Corleone. La madre de Hagen se había quedado ciega y murió cuando su hijo contaba precisamente esa edad. El padre, un bebedor empedernido, estaba completamente alcoholizado; era carpintero y, aunque en su vida jamás había hecho nada reprobable, la bebida acabó por arruinar a su familia y fue la causa de su propia muerte. Al quedarse huérfano, Tom se pasaba los días vagando por las calles, y por la noche dormía en cualquier rincón. Su hermana menor había sido puesta en manos de una buena familia por una institución benéfica. Pero en los años veinte, tales organizaciones no se preocupaban demasiado de los niños de doce años que eran tan desagradecidos como para huir de la caridad. Hagen sufrió una infección en la vista. Los vecinos decían que la había heredado de su madre y que la infección era contagiosa. Todos se apartaron de él. Sonny Corleone, un muchacho de once años, enérgico y de buen corazón, llevó a su amigo a casa y pidió a su padre que le dejara vivir con ellos. La primera comida que Tom Hagen hizo en casa de los Corleone fueron unos _spaghetti_ con salsa de tomate. Hagen nunca había logrado olvidar el sabor de aquel primer plato. Después le dieron una buena cama de metal donde dormir. Fue como un sueño.
Del modo más natural, sin una sola palabra y sin que el asunto fuera discutido en modo alguno, Don Corleone había permitido que el muchacho se quedase a vivir en su casa. El mismo Don Corleone llevó al chico a un especialista, quien logró curarle completamente la infección ocular. Lo envió a la escuela y, después, a la universidad. En todo ello, el Don no actuó como un padre, sino como un guardián. Aunque no le demostraba afecto alguno, lo trataba con más cortesía que a sus propios hijos y nunca le imponía su voluntad. Fue el muchacho quien decidió por sí mismo cursar Derecho. Una vez había oído decir a Don Corleone que un abogado, con su cartera de mano, podía robar más que un centenar de hombres con metralletas. Mientras, y contra la voluntad de su padre, Sonny y Freddie insistieron en entrar en los negocios familiares una vez terminada la enseñanza media. Sólo Michael había querido continuar estudiando, y se había alistado en la Marina al día siguiente del ataque japonés a Pearl Harbor.
Con el título de abogado en el bolsillo, Hagen se casó con una muchacha italiana de Nueva Jersey que, cosa rara por aquel entonces, había ido a la universidad. Después de la boda, que por supuesto se celebró en casa de los Corleone, el Don se ofreció a ayudar a Hagen en cuanto estuviera en su mano: conseguirle clientes para su bufete, amueblar su oficina, etc.
– Me gustaría trabajar para usted -había declarado Tom.
El Don se mostró tan sorprendido como complacido.
– ¿Sabes quién soy? -preguntó.
Hagen asintió. Por supuesto, ignoraba cuál era realmente el poder del Don, y seguiría ignorándolo durante los años que precedieron a su nombramiento de _consigliere_ interino, debido a la enfermedad de Genco Abbandando. Pese a ello, aseguró que sí lo sabía, mirando directamente a los ojos del Don. «Trabajaré para usted, del mismo modo que lo hacen sus hijos», había dicho Hagen, y el tono de sus palabras traslucía su inamovible intención de ser leal y de aceptar totalmente la voluntad del Don. Con la comprensión que por aquel entonces ya empezaba a ser considerada como un distintivo de su genio, Don Corleone mostró por vez primera un afecto paternal hacia el joven. Le dio un fuerte abrazo y desde entonces lo trató como a un verdadero hijo, aunque de vez en cuando le recordaba que no olvidara a sus padres. Era una especie de recordatorio para Hagen, aunque tal vez lo era más todavía para el propio Don Corleone.
No obstante, no era probable que Hagen los olvidara. Su madre había estado casi loca, además de haber sido una mujer muy descuidada. Tom no recordaba de ella una sola muestra de afecto. En cuanto a su padre, siempre lo había odiado. La ceguera de su madre, poco antes de su muerte, había terminado de desmoralizar al muchacho, y su propia infección ocular le parecía un funesto preámbulo. Cuando su padre murió, la joven mente de Tom Hagen sufrió una curiosa transformación. Había vagabundeado por las calles como un animal en espera de la muerte hasta el día en que Sonny lo encontró durmiendo en un rincón y se lo llevó a casa. Lo que había sucedido después fue un milagro. Sin embargo, durante años Tom Hagen había tenido horribles pesadillas en las que tanto él como sus hijos perdían la vista. Algunas mañanas, al despertar, lo primero que recordaba era el rostro de Don Corleone, y entonces se sentía seguro.
Pese a todo ello, el Don había insistido en que durante tres años compaginara el ejercicio de la abogacía con el trabajo en los negocios de la Familia. Con el tiempo esta experiencia le fue muy valiosa y le sirvió para despejar cualquier duda que pudiera albergar en relación con el tipo de negocios a que se dedicaba el Don. Luego había pasado dos años trabajando en una importante firma de criminalistas en la que Don Corleone tenía cierta influencia, y donde pronto se hizo evidente que el joven Hagen estaba muy bien dotado para esta rama de la abogacía. Después pasó a dedicarse en exclusiva a los negocios de la Familia, y Don Corleone nunca había tenido, en los seis años que siguieron, nada que reprocharle.
Cuando ocupó el cargo de _consigliere_ interino, las otras poderosas familias sicilianas empezaron a referirse a la familia Corleone calificándola de «la banda irlandesa». Hagen encontró el mote muy divertido, pero también se dio cuenta de que nunca podría aspirar a suceder al Don en los negocios familiares. A pesar de todo, estaba satisfecho. En realidad, nunca había aspirado a suceder al Don, pues tal ambición hubiera sido una gran «falta de respeto» para con su benefactor y para con la verdadera familia de éste.
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