Mario Puzo - El Padrino

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En `El Padrino`, de Mario Puzo, asistimos a la plasmación literaria de una especie de contracultura, la Mafia, según es presentada en la narración, y luego en numerosos libros subsiguientes, series y películas. La Mafia es una sangrienta organización criminal, en aras obviamente de espurias bonanzas económicas e incluso sociales, que de Sicilia y todo el sur de Italia, se trasladó a los Estados Unidos merced a la inmigración, y, especialmente, a la ciudad de Nueva York. Puzo podría presentar tan sólo los aspectos de la trama de la organización -los asesinatos, la corrupción legal, etc- pero, en verdad, exhibe específicamente en la persona del Don, del Padrino, un código peculiar de conducta y de reflexión ante la vida, reprobable y punible, es cierto, pero que causó cierto mentís de admiración en el público lector y cinematográfico, ante el apego, en esencia, a los decaídos valores familiares que muchos creyeron añorar gracias a la saga Corleone. No se trata solamente, pues, de la ficción, claro que basada en sangrientos hechos reales, de un simple comportamiento agresivo y criminal, además de ello, es toda una normativa disidente con la sociedad, a veces contando con ella a veces no.
El Don nace en Sicilia, pero de joven emigra a Nueva York. Puzo nos lo describe con un carácter serio, reservado y, sobretodo, reflexivo. Contrasta la actitud familiar, la campechanía inteligente, con los hechos crueles en su pura desnudez, con los asesinatos y las influencias corruptoras. En efecto, en este relato, el mal no es convencional, no es absolutamente negro, es, si se quiere, aunque nunca banal, sí demasiado humano. El criminal, el delincuente, también tiene sus simplezas y sus actitudes ortodoxas, sociales, acaso bondadosas. Es cariñoso con su familia, de conversación razonable y, en apariencia, amena y nunca amenazante.
Vito Corleone se hace Don, padrino, poco a poco y, como él mismo lo hubiera dicho, igual que si tuviera el destino ya trazado. Se junta con unos mafiosos y, ascendiendo en el respeto del hampa y contando con la inmovilidad de las instituciones, entonces se hace dueño de la familia más importante de la ciudad. Pasan los años y Don Vito es anciano, el novedoso tráfico de drogas requiere nuevos horizontes mentales, nuevos emprendimientos transgresores, y, ante los hampones que bogan por el nuevo negocio, el anticuado Vito se enzarza en una guerra de los bajos fondos que culmina con el asesinato de su propio hijo mayor y el pedido de paz. En la reunión al efecto, aparentemente derrotado, el Don promete que no hará nada contra sus antiguos enemigos. Muere y la venganza, en efecto, la realizará el otro gran carácter de la novela, el hijo menor del padrino: Michael.
Michael podría representar cómo un individuo no puede, muchas veces, separarse de su propio grupo, de su rebaño social y además étnico. En la novela, también en la famosa película de Cóppola, asistimos al camino de Michael Corleone de pacífico joven, fiel a los Estados Unidos, a la obediencia de su sino mafioso y criminal, de cómo debe hacerse cargo de los negocios de la Familia, y ejecutar incluso las venganzas que el Don no había podido hacer para cumplir su palabra. Así la contracultura de la organización permanece, se revitaliza, de generación en generación, de padre a hijo.
Los tiempos narrativos de esta trepidante historia están hábilmente conjugados, mantienen una no linealidad que ayuda al suspenso, al efecto, al golpe teatral de las diversas unidades de la narración que se entrecruzan y sorprenden, retomando o abandonando el hilo relator siempre con destreza. Puzo conocía, además, el ambiente de los italoamericanos. Las vívidas descripciones de Sicilia, de su paisaje y sus gentes, el ambiente de los inmigrantes de Nueva York? todo ello refleja sabidurías vivenciales que son trasladadas a la ficción con acierto, creando no solamente una novela sino un mito.
Un libro, en fin, que no se deja abandonar en su lectura, una intensa radiografía de la criminalidad y su sorprendente correlato cultural, inteligente, sincero y emotivo testimonio artístico de unas leyes marginales que fueron escritas, sin tinta ni papel, tan sólo para el mismo grupo de hombres que a través de las generaciones y las geografías siguen siendo casi iguales a los mismos que las hubieron dictado.

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– Cuando termines los estudios, ven a verme; quiero hablar contigo. Tengo algunos planes que te gustarán.

Michael no contestó.

– Sé cómo eres, hijo -gruñó el Don, exasperado-. No te voy a pedir que hagas nada que no te guste. Esto es algo especial. Ahora, muchacho, ve a lo tuyo. Pero ven a verme cuando hayas terminado tus estudios.

La esposa y las tres hijas de Genco Abbandando, toda su familia, estaban muy juntas en el pasillo del hospital, de pie, vestidas de luto riguroso. Cuando vieron a Don Corleone salir del ascensor, se acercaron a él en un movimiento instintivo, como si buscaran su protección. La madre, majestuosa con su vestido negro; las hijas, robustas y sencillas; pero todas con la aflicción pintada en el rostro. La señora Abbandando besó la mejilla de Don Corleone.

– Es usted un santo -le dijo entre sollozos-. ¿Quién iba a pensar que vendría aquí en el día de la boda de su hija?

– ¿No debo un gran respeto al amigo que ha sido mi brazo derecho durante veinte años? -contestó el Don, como quitando importancia a su gesto.

Había comprendido que la que pronto sería viuda no pensaba que su marido moriría aquella misma noche. Genco Abbandando llevaba un año en el hospital, muriendo cada día un poco -tenía cáncer-, y su esposa se había acostumbrado a considerar la fatal dolencia de su esposo como una circunstancia normal. Para ella, sólo se trataba de otra crisis.

– Vaya a ver a mi marido -dijo-, ha preguntado varias veces por usted. ¡Pobrecito! Quería venir a la boda, pero el médico no se lo permitió. Luego dijo que usted vendría a verle aquí al hospital, pero yo no lo creí posible. Está visto que los hombres sienten la amistad más que las mujeres. Pase, pase a su habitación; le hará feliz. De la habitación de Genco Abbandando salieron una enfermera y un médico. El doctor era joven, de expresión seria, y todo en él indicaba que había nacido para mandar. Dicho de otro modo: tenía el aire del que ha sido inmensamente rico toda su vida.

– Escuche, doctor Kennedy ¿podemos pasar a verle? -preguntó tímidamente una de las hijas.

El doctor Kennedy, con un gesto de exasperación, dirigió una mirada al grupo. ¿Es que no se daban cuenta de que aquel hombre estaba muriéndose y que sufría lo indecible? Hubiese sido mucho mejor que lo dejaran morir en paz.

– Solamente los familiares más próximos -dijo con su voz exquisitamente educada.

El doctor quedó sorprendido al ver que la esposa y las hijas se volvían hacia el hombre bajo y fuerte que estaba con ellas, como si esperaran su decisión.

El hombre corpulento habló con un apenas perceptible acento italiano.

– Estimado doctor Kennedy ¿es cierto que se está muriendo?

– Sí -afirmó el médico.

– Entonces, su trabajo ha terminado ya -dijo Don Corleone-. Nosotros le relevaremos. Consolaremos al moribundo, le cerraremos los ojos, nos ocuparemos de su entierro, lloraremos en su funeral, y después velaremos para que nada falte a su esposa y a sus hijas.

Al oír las anteriores palabras, la señora Abbandando comprendió la situación y se echó a llorar.

El doctor Kennedy se encogió de hombros. Era inútil intentar explicar nada a aquellos campesinos. Pero al mismo tiempo comprendió la desnuda verdad que encerraban las palabras del hombre bajo y gordo: su papel había terminado. Siempre con su perfecta cortesía, el médico dijo:

– Por favor, esperen a que la enfermera les dé permiso para entrar, pues tiene todavía un poco de trabajo con el paciente.

Y se alejó del grupo, con su bata blanca agitándose por el impulso que sus rápidos pasos producían.

La enfermera volvió a entrar en la habitación. Finalmente, salió otra vez y sostuvo la puerta para que entrara el grupo.

– Está delirando a causa del dolor y de la fiebre. Traten de no excitarle. Podrán permanecer en la habitación sólo durante unos pocos minutos, excepto la esposa -dijo, en voz baja.

La enfermera reconoció a Johnny Fontane cuando éste pasó junto a ella, y sus ojos, asombrados, se abrieron desmesuradamente. Johnny le dedicó una de sus simpáticas sonrisas, y la chica le dirigió una mirada invitadora mientras él seguía a los otros al interior de la habitación del enfermo.

Genco Abbandando había disputado una larga lucha con la muerte, y ahora, vencido, yacía exhausto sobre aquella blanca cama. Se había convertido en un esqueleto, y lo que antaño había sido una cabellera espesa y negra era ahora un puñado de pelo lacio y sin vida.

– Genco, amigo mío -dijo Don Corleone en tono alegre-. He venido con mis hijos, pues todos querían venir a presentarte sus respetos. Y, mira, también está Johnny, que ha viajado desde Hollywood.

El moribundo levantó sus ojos hacia el Don en señal de gratitud y permitió que los jóvenes tomaran entre las suyas su huesuda mano. Su esposa e hijas, de pie a ambos lados de la cama, le dieron un beso en la mejilla mientras le sostenían la otra mano.

El Don apretó la mano de su viejo amigo, y, para animarle, le dijo:

– Date prisa en recuperarte, pues quiero ir contigo a hacer un viaje a Italia, a nuestro pueblo. Jugaremos a las _bochas_ delante de la taberna, como hacían nuestros padres.

El moribundo movió la cabeza. Con un gesto indicó a los jóvenes y a su familia que se alejaran de la cama e instó al Don a que se aproximara más. Trataba de hablar. El Don se sentó junto a la cama y acercó el oído a la boca del enfermo. Genco balbuceaba algo sobre sus años de infancia. Luego, sus ojos, negros como el carbón, adquirieron una expresión de astucia. Murmuró algo. El Don se acercó aún más y los otros se asombraron al ver que lloraba. La cavernosa voz se hizo más fuerte, llenando la habitación. Con un esfuerzo sobrehumano, Abbandando levantó la cabeza, y señalando al Don con uno de sus sarmentosos dedos, dijo:

– Padrino, Padrino, sálvame de la muerte, te lo ruego. La carne me está quemando, y siento que los gusanos me están comiendo el cerebro. Cúrame, Padrino, sé que tienes poder para hacerlo; seca las lágrimas de mi esposa. De niños, en Corleone, jugábamos juntos. ¿Vas a dejarme morir ahora? ¿No te das cuenta de que temo ir al infierno por todos los pecados que he cometido?

El Don permaneció en silencio.

– Es el día de la boda de tu hija. No puedes negarme nada -prosiguió Abbandando.

El Don habló con suavidad y en tono grave, cortando el blasfemo delirio del enfermo:

– Amigo mío, no tengo tal poder. Si lo tuviera, sería más misericordioso que Dios, no lo dudes. Pero no temas a la muerte ni al infierno. Haré que digan una misa por ti todas las noches y todas las mañanas. Tu esposa y tus hijas rezarán por ti. ¿Cómo quieres que Dios te castigue, si seremos tantos abogando por ti?

El esquelético rostro adquirió una expresión socarrona.

– Así, pues ¿está todo arreglado?

Cuando el Don respondió, su voz sonó fría, sin asomo de cordialidad.

– No blasfemes. Resígnate.

Abbandando apoyó la cabeza en la almohada. Sus ojos perdieron el destello de esperanza que hasta entonces habían mantenido. La enfermera entró en la habitación y les hizo salir. El Don se levantó, pero Abbandando le tomó de la mano.

– Padrino -dijo-, quédate junto a mí y ayúdame a encontrarme con la muerte. Quizá si te ve a mi lado, se asustará y me dejará en paz. O tal vez puedas convencerla, moviendo algunos hilos ¿eh? -El moribundo parpadeó, como si estuviera burlándose del Don, que ya no estaba tan serio como instantes antes. Enseguida añadió-: Somos hermanos de sangre, después de todo.

Y luego, como si temiera haber ofendido al Don, le tomó la mano.

– Quédate conmigo, déjame tener mi mano entre las tuyas. Venceremos al enemigo que me está atacando, como hemos vencido a los otros. No me traiciones, Padrino.

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