Doris Lessing - Canta La Hierba

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Un asesinato es el punto de arranque de esta novela publicada en 1950, la primera de Doris Lessing, autora galardonada con el premio Príncipe de Asturias de las letras. Situada en la Suráfrica segregacionista, Canta la hierba describe la historia de una mujer blanca en el seno de uña sociedad dividida por el color de la piel y en la que imperan la injusticia y la desesperación. Mary Turner, hija de unos pobres granjeros y nacida en África, se convierte en una joven urbana, trabajadora e independiente, hasta el día en que sorprende los cotilleos de sus amigas y decide que debe casarse para silenciarlos. Tras un periodo de angustiosa espera, conoce a un granjero que se enamora perdidamente de ella. Sin embargo, el matrimonio, la rutina de una granja aislada, las convenciones de la comunidad blanca y la relación con los nativos cambiarán su vida hasta límites insospechados.

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– Hace años que estoy enferma -replicó ella con acritud-. Por dentro, en alguna parte. Algo interno. No enfer ma, compréndame, sino un desequilibrio general. -Le saludó con un movimiento de cabeza y subió el escalón del umbral. Entonces se volvió-. Él está allí -murmuró, como en secreto-. Allí dentro -y movió la cabeza en dirección a la tienda.

– ¿De veras? -preguntó el muchacho, siguiéndole la corriente.

Mary regresó a la casa, mirando vagamente a su alrededor, hacia los pequeños edificios de ladrillos que pronto desaparecerían. Por la tierra que pisaba, por la cálida arena de aquel sendero, pequeños animales se pasearían orgullosos entre árboles y hierba.

Entró en la casa y se enfrentó a la larga vigilia de su muerte. Pausadamente, con estoica altivez, se sentó en el viejo sofá adaptado ya a la forma de su cuerpo, enlazó las manos y esperó, mirando hacia las ventanas, a que la luz se amortiguara. Pero al cabo de un rato se dio cuenta de que Dick estaba sentado a la mesa bajo la lámpara encendida, observándola.

– ¿Has terminado de hacer tu maleta? -inquirió él-. Ya sabes que nos vamos mañana por la mañana.

Ella se echó a reír.

– ¡Mañana! -exclamó. Rió de manera entrecortada hasta que le vio levantarse de repente y salir con la mano contra la cara. Bien, ahora estaba sola.

Pero más tarde vio a los dos hombres entrar con platos y comida y empezar a comer, sentados a la mesa, delante de ella. Le ofrecieron una taza de líquido que rechazó con impaciencia, esperando que se fueran. El fin llegaría pronto, dentro de pocas horas todo habría terminado. Pero no querían irse. Daban la impresión de estar allí a causa de ella. Mary se precipitó afuera, tanteando a ciegas el borde de ta puerta. El calor no había disminuido; el cielo oscuro e invisible se cernía sobre la casa con todo su peso. Oyó a Dick decir a sus espaldas algo sobre la lluvia. «Lloverá cuando ya esté muerta», dijo por sus adentros.

– ¿Vienes a la cama? -preguntó por fin Dick desde el umbral.

La pregunta no parecía tener nada que ver con ella; estaba en la veranda, donde sabía que tendría que esperar, atenta a cualquier cosa que se moviera en la penumbra.

– ¡Ven a la cama, Mary!

Vio que primero tendría que acostarse, porque no la dejarían en paz hasta que lo hiciera. Maquinalmente, apagó la lámpara de la sala y fue a cerrar la puerta trasera. Parecía esencial que la puerta de atrás estuviera cerrada con llave; sentía que debía estar protegida por la espalda; el golpe vendría por delante. Fuera, ante la puerta de la cocina, estaba Moses, enfrente de ella; parecía recortado contra las estrellas. Mary retrocedió, con las rodillas temblorosas, cerró la puerta y dio la vuelta a la llave.

– Está ahí fuera -observó sin aliento a Dick, como si fuese lo más natural.

– ¿Quién?

Ella no contestó y Dick salió afuera. Lo oyó moverse y vio oscilar los haces de luz de la linterna que llevaba.

– No hay nadie ahí, Mary -dijo Dick cuando volvió. Ella asintió, afirmando, y fue de nuevo a cerrar la puerta. Esta vez el rectángulo de noche estaba vacío; Moses había desaparecido. «Habrá ido hacia los árboles de delante de la casa -pensó Mary- a fin de esperar a que yo salga.» Cuando llegó al dormitorio, se quedó en medio de la habitación, como si hubiera olvidado la mecánica del movimiento.

– ¿No te desnudas? -preguntó por fin Dick, con aquella voz desesperada y paciente.

Ella obedeció, se despojó de la ropa y se metió en la cama, donde permaneció despierta, escuchando. Notó que él alargaba la mano para tocarla y al instante se inmovilizó. Pero en realidad estaba muy lejos de ella, no le importaba nada; era como si se hallara al otro lado de una gruesa pared de cristal.

– ¿Mary?

Permaneció silenciosa.

– Mary, escúchame. Estás enferma. Tienes que dejar que te lleve al médico.

Le pareció que era el joven inglés quien hablaba; de él había partido esta preocupación por ella, esta fe en su inocencia básica, esta absolución de culpa.

– Claro que estoy enferma -contestó en tono confidencial, dirigiéndose al inglés-. Lo he estado siempre, hasta donde me alcanza la memoria. Estoy enferma de aquí. - Se sentó en la cama, muy erguida, señalándose el pecho. Pero en seguida dejó caer la mano y olvidó al inglés.

La voz de Dick sonó en sus oídos como el eco de una voz que llegara desde el otro confín de un valle. Empezó a escuchar a la noche que la rodeaba. Y lentamente la fue dominando el terror que ya había presentido. Se echó y hundió la cara en la oscuridad de las almohadas, pero tenía los ojos iluminados y a contraluz vio una forma oscura que la esperaba. Volvió a incorporarse, temblando. Él estaba en la habitación. ¡Justo a su lado! Pero no había nadie, nadie. Oyó retumbar un trueno y, como tantas otras veces, vio serpentear el relámpago en la pared oscurecida. Tuvo la impresión de que la noche se cernía sobre ella y la pequeña casa se inclinaba como una vela derretida por el calor. Oyó el crac, crac, los inquietos movimientos del hierro que tenía sobre la cabeza, y le pareció que un vasto cuerpo negro, como una araña humana, se arrastraba por el tejado, tratando de entrar. Estaba sola, indefensa, encerrada en una minúscula caja negra cuyas paredes se cerraban sobre ella y cuyo tejado descendía sobre su cabeza. Estaba en una trampa, acorralada e indefensa. Pero tendría que salir e ir a su encuentro. Impulsada por el miedo, pero también por la irritación, se levantó de la cama sin hacer ruido. De manera gradual, moviéndose apenas, dejó caer las piernas por el borde de la cama y entonces, asustada de pronto por los oscuros remolinos del suelo, corrió hasta el centro de la habitación. Allí se detuvo. El movimiento de un relámpago en las paredes la obligó a avanzar de nuevo. Se quedó quieta entre los pliegues de la cortina, sintiendo sobre la piel el áspero roce de la tela, como un pellejo de animal. Se la sacudió de la cara y se preparó para la huida a través de la sala, que estaba llena de formas amenazadoras. Otra vez el pellejo de animales, pero ahora bajo sus pies. La zarpa larga y suelta de un gato montes le atrapó un pie cuando la pisó, haciéndole proferir un pequeño gemido de miedo y mirar por encima del hombro hacia la puerta de la cocina, que estaba oscura y cerrada con llave. Llegó a la veranda y retrocedió hasta quedar de espaldas contra la pared. Así estaba protegida, colocada como debía estar, como sabía que debía esperarle. La idea la tranquilizó, la niebla de terror que nublaba sus ojos se disipó y, cuando serpenteó otro relámpago, pudo ver que los dos perros yacían en la veranda con las cabezas levantadas, mirándola. No vio nada más allá de los tres esbeltos pilares y de los rígidos contornos de los geranios hasta que volvió a relampaguear y entonces los apiñados troncos de los árboles se destacaron contra el cielo cubierto de nubes. Le pareció que se aproximaban mientras los miraba y se apretó contra la pared con todas sus fuerzas, hasta que sintió en la carne, a través del camisón, la superficie rugosa del ladrillo. Movió la cabeza para despejarla y los árboles se detuvieron y esperaron. Tuvo la sensación de que si no dejaba de mirarlos, no se acercarían más a ella. Sabía que debía estar atenta a tres cosas: los árboles, para que no se lanzaran contra ella cuando estuviera desprevenida; la puerta que tenía a su lado y por la que podía salir Dick; y los relámpagos que corrían y bailaban, iluminando los negros nubarrones. Con los pies firmemente plantados sobre el tibio y tosco ladrillo del pavimento, y la espalda adosada a la pared, se mantenía vigilante, con todos los sentidos en tensión, respirando con rigidez en pequeños jadeos.

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