Doris Lessing - Canta La Hierba

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Un asesinato es el punto de arranque de esta novela publicada en 1950, la primera de Doris Lessing, autora galardonada con el premio Príncipe de Asturias de las letras. Situada en la Suráfrica segregacionista, Canta la hierba describe la historia de una mujer blanca en el seno de uña sociedad dividida por el color de la piel y en la que imperan la injusticia y la desesperación. Mary Turner, hija de unos pobres granjeros y nacida en África, se convierte en una joven urbana, trabajadora e independiente, hasta el día en que sorprende los cotilleos de sus amigas y decide que debe casarse para silenciarlos. Tras un periodo de angustiosa espera, conoce a un granjero que se enamora perdidamente de ella. Sin embargo, el matrimonio, la rutina de una granja aislada, las convenciones de la comunidad blanca y la relación con los nativos cambiarán su vida hasta límites insospechados.

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– ¿Qué quieres? -preguntó Mary.

Él señaló el papel que había sobre la mesa. Entonces Mary recordó que Dick le había pedido té. Lo hizo, llenó con él una botella de whisky y dijo al boy que se marchara, olvidando los bocadillos. Lo único que pensó fue que el muchacho debía tener sed; no estaba acostumbrado al país. Las palabras «el país», que eran una llamada a la realidad más fuerte que Dick, la conturbaron como un recuerdo que no quería evocar. Pero continuó pensando en el muchacho. Le vio con los ojos cerrados; su rostro era muy joven, muy liso, de expresión amable. Había sido bueno con ella; no la había condenado. De pronto se encontró aferrada a aquel pensamiento. ¡Él la salvaría! Esperaría su regreso. Se quedó en el umbral, mirando hacia la gran extensión de vlei seco y agostado. En alguna parte, entre los árboles, acechaba él; y en el vlei estaba el muchacho, que llegaría antes de la noche para rescatarla. Permaneció con la mirada fija, casi sin pestañear, bajo la luz deslumbrante del sol. Pero, ¿qué ocurría con aquella gran llanura, que siempre era una extensión rojiza en esta época del año? Ahora estaba cubierta de matorrales y hierba alta. El pánico se apoderó de ella; la selva invadía la granja aun antes de que ella estuviera muerta y enviaba a sus batidores a cubrir la rica tierra roja de matorrales y plantas; ¡la selva sabía que iba a morir! Pero el muchacho… apartó de su mente todo lo demás y pensó en él, en su cálido consuelo, en su brazo protector. Se apoyó en el antepecho de la veranda, rompiendo los tallos de los geranios, para ver mejor las laderas de chaparral y vlei y distinguir la columna de humo rojizo que levantaría el coche al acercarse a la casa. Pero ya no tenían coche; lo habían vendido… Las fuerzas la abandonaron y se sentó, sin aliento, cerrando los ojos. Cuando volvió a abrirlos, la luz había cambiado y las sombras se alargaban delante de la casa. En el aire flotaba el ambiente del atardecer y había un resplandor sofocante y polvoriento, una vibración sonora de luz amarillenta que resonó como un golpe en su cabeza. Se había quedado dormida. El sueño le había robado el último día. ¿Y si mientras dormía él había entrado en la casa, buscándola? Se puso en pie en un arranque de valor y desafío y entró a grandes zancadas en la sala. Estaba vacía, pero sabía, sin que le cupiera la menor duda, que él había estado allí mientras dormía y se había asomado a la ventana para verla. La puerta de la cocina estaba abierta; aquello lo probaba. Quizá la había despertado la sensación de su proximidad, de su mirada furtiva, tal vez incluso de un ligero roce. Dio un respingo y se estremeció.

Pero el muchacho la salvaría. Animada por la idea de su regreso, que ya debía estar próximo, salió de la casa por la puerta trasera y caminó hasta su cabaña. Salvó el bajo escalón de ladrillo y se agachó para entrar en el interior. ¡Oh, qué deliciosa, qué deliciosa era la frescura sobre su piel! Se sentó en el lecho, con la cabeza apoyada en las manos, y sintió en los pies la frialdad del suelo de cemento. De pronto se levantó con una sacudida; no debía dormirse otra vez. Siguiendo la pared curvada de la cabaña, había una hilera de zapatos. Los miró llena de admiración. Hacía años que no veía zapatos tan elegantes y de tan buena calidad. Cogió uno y acarició la piel brillante mientras echaba una ojeada a la etiqueta: «John Craftsman, Edimburgo.» Se rió, sin saber porqué. Dejó el zapato en su sitio. En él suelo había una gran maleta que apenas podía levantar. La abrió sin moverla de donde estaba. ¡Libros! Su admiración aumentó. Hacía tanto tiempo que no veía ningún libro que hasta le resultaría difícil leer. Miró los títulos: Rhodes y su influen cia; Rhodes y el espíritu de África; Rhodes y su misión. «Rhodes», murmuró; no sabía nada de él aparte de lo que le habían enseñado en la escuela, que no era mucho. Sabía que había conquistado un continente. «Conquistó un continente», dijo en voz alta, orgullosa de haber recordado la frase después de tanto tiempo. «Rhodes se sentó sobre un cubo invertido junto a un hoyo del terreno, soñando con su hogar de Inglaterra y con el territorio aún por conquistar.» Empezó a reír; le pareció extraordinariamente gracioso. Entonces pensó, olvidando al inglés y a Rhodes y los libros: «Pero aún no he ido a la tienda.» Y supo que debía ir.

Se encaminó hacia ella por el estrecho sendero, que ya casi no existía. Era más bien un surco entre la espesura, un surco cubierto de hierba. A pocos pasos del bajo edificio de ladrillos, se detuvo; allí estaba la tienda, la horrible tienda. Allí estaba, a la hora de su muerte, tal como había estado durante toda su vida. Pero ahora no había nadie dentro; si entraba, no vería nada en los estantes; las hormigas practicaban granulados túneles rojos sobre el mostrador y una sábana de telarañas cubría las paredes. Pero seguía allí. Invadida por un odio violento y repentino, golpeó la puerta y ésta se abrió, girando sobre sus goznes. El olor de la tienda persistía aún, mohoso, penetrante y dulzón, y la envolvió inmediatamente mientras permanecía inmóvil, con la vista fija. Allí estaba él, delante de ella, quieto detrás del mostrador como si estuviera vendiendo. Moses, el negro, se encontraba allí y la miraba con un desprecio lánguido y amenazador. Mary exhaló un pequeño grito y salió a trompicones. Echó a correr por el sendero, mirando por encima del hombro. La puerta oscilaba, pero él no salió. ¡Conque era allí donde estaba esperándola! Supo de repente que lo había sospechado desde el principio. Era natural; ¿dónde podía esperar, sino en la aborrecida tienda? Volvió a entrar en la cabaña con techumbre de paja y allí estaba el muchacho, mirándola con expresión perpleja, agachado sobre los libros que ella había dejado esparcidos por el suelo y metiéndolos de nuevo en la maleta. No, no podía salvarla. Se sentó en la cama, sintiéndose perdida y enferma. No había salvación; tendría que afrontarlo.

Y mientras contemplaba el rostro confuso y triste del muchacho, tuvo la sensación de que ya había vivido todo aquello con anterioridad. Extrañada, rebuscó en su pasado. Sí, hacía mucho, mucho tiempo, cuando estaba desesperada y no sabía qué hacer, había recurrido a otro muchacho, un muchacho de una granja, pensando que se salvaría de sí misma si se casaba con él. Y cuando, por fin, supo que no habría liberación para ella y que viviría en la granja hasta su muerte, sintió aquel mismo vacío. No había nada nuevo, ni siquiera en su muerte; todo aquello le era familiar, incluso la sensación de inevitabilidad.

Se levantó con una dignidad extrañamente apropiada, una dignidad que dejó a Tony sin habla, porque había estado a punto de dirigirse a ella con piedad y talante protector y ahora veía que era inútil.

Seguiría su camino sola, pensó Mary; aquella era la lección que tenía que aprender. Si la hubiera aprendido en el pasado, no se vería ahora traicionada por segunda vez por su débil confianza en un ser humano que no estaba obligado a responsabilizarse de ella.

– Señora Turner -preguntó el muchacho con torpeza- ¿quería verme por algo en particular?

– Sí -respondió ella-, pero no serviría de nada; no es usted…- Pero no podía discutirlo con él. Miró por encima del hombro hacia el cielo del atardecer; largos celajes de nubes rosadas flotaban en el azul desteñido-. Hace una tarde espléndida -comentó en tono sociable.

– Sí… Señora Turner, he hablado con su marido.

– ¿Ah, sí? -contestó ella por cortesía.

– Hemos pensado… He sugerido que mañana, cuando lleguen a la ciudad, debería usted visitar a un médico. Está enferma, señora Turner.

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