Doris Lessing - Canta La Hierba

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Un asesinato es el punto de arranque de esta novela publicada en 1950, la primera de Doris Lessing, autora galardonada con el premio Príncipe de Asturias de las letras. Situada en la Suráfrica segregacionista, Canta la hierba describe la historia de una mujer blanca en el seno de uña sociedad dividida por el color de la piel y en la que imperan la injusticia y la desesperación. Mary Turner, hija de unos pobres granjeros y nacida en África, se convierte en una joven urbana, trabajadora e independiente, hasta el día en que sorprende los cotilleos de sus amigas y decide que debe casarse para silenciarlos. Tras un periodo de angustiosa espera, conoce a un granjero que se enamora perdidamente de ella. Sin embargo, el matrimonio, la rutina de una granja aislada, las convenciones de la comunidad blanca y la relación con los nativos cambiarán su vida hasta límites insospechados.

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Pero Dick no cedió con tanta facilidad, luchó durante cuatro horas. Durante cuatro horas debatieron el tema, andando arriba y abajo a la sombra de los árboles.

Charlie se fue sin volver a entrar en la casa y Dick regresó a ella a paso lento, casi tambaleándose, como si hubiera perdido toda su vitalidad. Ya no sería dueño de la granja, sino que estaría a las órdenes de otro hombre. Mary seguía sentada en un extremo del sofá; ya no quedaba rastro de la actitud que había asumido en presencia de Charlie para guardar las apariencias y causar una buena impresión. No miró a Dick cuando éste entró en la sala; a veces pasaba días enteros sin hablarle. Era como si no existiera para ella; parecia estar muy lejos, inmersa en un sueño profundo y misterioso. Sólo se animaba y sólo se fijaba en lo que hacía cuando el nativo entraba en la habitación para realizar alguna tarea. Entonces no le quitaba los ojos de encima. Pero Dick no sabía qué significaba aquello ni quería saberlo; ya no tenía fuerzas para abordar aquel tema.

Charlie Slatter no perdió tiempo. Recorrió todas las granjas del distrito, buscando a alguien que quisiera hacerse cargo de la granja de los Turner durante unos meses. No daba explicaciones; era muy reticente; sólo decía que estaba ayudando a Turner a llevarse a su esposa una temporada. Por fin le hablaron de un muchacho recién llegado de Inglaterra que buscaba trabajo. A Charlie no le preocupaba la identidad del sujeto; cualquiera serviría; el asunto era demasiado urgente. Viajó él mismo a la ciudad para encontrarle. El muchacho no le impresionó en ningún aspecto, era el tipo comente de inglés educado y lacónico que hablaba con afectación, como si tuviera la boca llena de perlas. Hizo con él el viaje de vuelta y le dijo muy pocas cosas porque no sabía qué decirle. Convinieron en que se haría cargo de la granja inmediatamente, dentro de una semana, con objeto de que los Turner pudieran irse a la costa; Charlie se encargaría del dinero y le diría cuál debía ser su trabajo en la granja; tal era el plan. Pero cuando visitó a Dick para decírselo, se encontró con que, si bien éste ya estaba reconciliado con la idea de marcharse, no podía decidirse a partir de forma tan inmediata.

Charlie, Dick y el muchacho, Tony Marston, estaban en medio de un campo; Charlie, acalorado, colérico e impaciente (porque no soportaba ver frustrados sus planes), Dick, triste y obstinado y Marston, sensible a la situación e intentando pasar desapercibido.

– Maldita sea, Charlie, ¿por qué echarme de una patada? ¡He vivido aquí quince años!

– Por el amor de Dios, hombre, nadie le echa de una patada. Pero quiero que se marche antes de que… debe marcharse cuanto antes. Usted mismo tendría que darse cuenta de ello.

– ¡Quince años! -repitió Dick, con el rostro moreno y delgado encendido por la excitación-. ¡Quince años!

Se agachó, cogió sin saber lo que hacía un puñado de tierra y la sostuvo en la mano como si proclamara que le pertenecía. Fue un g^sto absurdo y en el rostro de Charlie apareció una sonrisa burlona.

– Pero, Turner, no se va para siempre.

– Ya no será mía -dijo Dick con voz entrecortada. Dio media vuelta, sin abrir el puño lleno de tierra. Tony Marston se apartó, fingiendo inspeccionar el estado del campo; no quería ser testigo inoportuno de aquella pesadumbre. Charlie, que carecía de semejantes escrúpulos, miró con impaciencia el semblante crispado de Dick, aunque no sin cierto respeto,, inspirado por la emoción que era incapaz de comprender. Orgullo de posesión, sí, aquello lo entendía, pero no aquel apego apasionado a la tierra como tal. No lo comprendía, pero suavizó la voz.

– Será como si lo fuera. No tocaré su granja. Cuando vuelva, puede seguir haciendo lo que quiera con ella. -Habló con su habitual jovialidad un poco ruda.

– Una limosna -murmuró Dick con voz remota y afligida.

– No es una limosna. "La compro para hacer un negocio, porque necesito los pastos. Uniré mi ganado al suyo y usted puede seguir cultivando lo que quiera.

Sin embargo, pensaba que en efecto era una limosna e incluso estaba asombrado de sí mismo por aquella rotunda traición a sus principios comerciales. En las mentes de los tres hombres, la palabra «caridad» campeaba en letras negras, oscureciendo todo lo demás. Y todos se equivocaban. Era un acto de conservación instintivo. Charlie luchaba para evitar que se añadiera otro recluta al creciente ejército de blancos pobres, que escandalizan más a los blancos respetables (aunque no sean patéticos, porque se les odia y desprecia más que compadece por su traición a las normas de los blancos) que todos los millones de negros hacinados en los suburbios o en las exiguas reservas de su propio país.

Por último, después de muchas discusiones, Dick, accedió a marcharse a final de mes, cuando hubiera enseñado a Tony cómo quería que se hicieran las cosas en «sus» tierras. Charlie hizo una pequeña trampa y reservó los billetes de tren para dentro de tres semanas. Tony volvió a la casa con Dick, agradablemente sorprendido de haber encontrado trabajo a los dos meses de haber llegado al país. Le asignaron una choza de techumbre de paja y paredes de barro que se levantaba en la parte trasera de la casa. Había servido de almacén, pero ahora estaba vacía. El suelo continuaba salpicado de granos de maíz que habían escapado a la escoba; en las paredes se veían túneles hormigueros de finos gránulos rojos a los que no había llegado el cepillo. Charlie suministró una cama de hierro y el restante mobiliario era un armario hecho con cajas cubiertas por una cortina de aquella fea tela azul de los nativos y un espejo sobre una palangana que descansaba encima de una caja de embalaje. Nada de aquello preocupaba a Tony en lo más mínimo. Se hallaba en un exaltado estado de ánimo, en plena efervescencia romántica, y detalles como mala comida o colchones incómodos no le importaban en absoluto. Las incomodidades que le hubieran chocado en su propio país se le antojaban allí emocionantes indicaciones de una diferente escala de valores.

Tenía veinte años. Su educación había sido buena y convencional y su única perspectiva de futuro, un empleo en la fábrica de su tío. Estar sentado en una oficina no era su idea de la vida y había elegido Sudáfrica como su hogar porque un primo lejano había ganado cinco mil libras el año pasado cultivando tabaco. Se proponía hacer lo mismo, o una versión mejorada, si podía, pero entretanto tenía que aprender. Lo único que no le gustaba de aquella granja era que no tenía campos de tabaco, pero seis meses a cargo de una variedad de cultivos serían una buena experiencia para él. Le inspiraba lástima Dick Turner, porque era a todas luces muy desgraciado, pero incluso esta tragedia le parecía romántica; la veía de una forma impersonal, como un síntoma de la creciente capitalización de la agricultura en todo el mundo, una de cuyas consecuencias sería la desaparición de los pequeños agricultores en beneficio de los grandes. (Como él se proponía ser uno de estos últimos, la tendencia no le inquietaba). Como aún no se había ganado nunca la vida, pensaba enteramente en abstracto. Por ejemplo, tenía las ideas «progresivas» convencionales sobre la discriminación racial, el progresismo superficial del idealista que rara vez sobrevive a un conflicto en el que juegue el propio interés. Había traído consigo una caja llena de libros, que amontonó en torno a la pared circular de su choza; libros sobre la cuestión del color, sobre Rhodes y Kruger, sobre agricultura, sobre la historia del oro. Pero una semana después cogió uno de ellos y encontró el lomo devorado por las hormigas blancas, así que volvió a meterlos en la caja y no los miró más. Un hombre no puede trabajar doce horas al día y estar después lo bastante fresco para el estudio.

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