Sentada en el sofá, con la mirada baja, mientras él se enderezaba después de depositar la bandeja, Mary se turbó ante aquel manifiesto deseo de complacerla, ante el significado conciliador de las flores. Moses esperaba de ella una palabra de placer y aprobación. No podía concedérsela, pero la reprimenda que afloraba a sus labios se le quedó en la garganta y, tras acercarse la bandeja, empezó a comer.
Ahora existía una nueva relación entre ellos, porque ella se sentía indefensa en su poder, a pesar de que no había ninguna razón para semejante sentimiento. Sin dejar ni por un momento de ser consciente de su presencia en la casa, o apoyado contra la soleada pared de la parte posterior, sentía un miedo fuerte e irracional, una inquietud profunda e incluso -aunque esto no lo sabía y habría muerto antes que reconocerlo- una especie de oscura atracción. Era como si el acto de llorar delante de él hubiera sido un acto de renunciación, de entrega de su autoridad; y él se había negado a devolvérsela. Las réplicas bruscas habían aflorado a los labios de Mary varias veces y le había visto mirarla con deliberación, sin aceptarlo, desafiándola. Sólo en una ocasión, en que realmente se le olvidó hacer algo, por lo que la reprimenda era justificada, asumió de nuevo su antigua actitud sumisa. Aquella vez la aceptó, porque la culpa era suya. Y ahora ella empezó a esquivarle. Así como antes se obligaba a seguirle en su trabajo e inspeccionaba todo lo que hacía, ahora apenas entraba en la cocina y dejaba a su cuidado todos los quehaceres domésticos. Incluso ponía las llaves de la despensa sobre un estante para que él pudiera abrir la alacena de las hortalizas cuando las necesitara. Se sentía como en suspenso y no comprendía la naturaleza de aquella nueva tensión que no podía neutralizar.
En dos ocasiones formuló él sendas preguntas con su nueva voz llena de cordialidad.
Una vez fue sobre la guerra.
– ¿Cree Madame que terminarse pronto?
Mary se sobresaltó. Para ella, que vivía sin ningún contacto con el mundo exterior, pues ni siquiera leía el periódico semanal, la guerra era un rumor, algo que se desarrollaba en otro planeta. En cambio, le había visto a él examinar las hojas impresas extendidas sobre la mesa de la cocina como un mantel. Contestó, muy tiesa, que no lo sabía. Y unos días después, como si lo hubiera estado pensando en el intervalo, preguntó:
– ¿Aprobar Jesús que los hombres matarse entre sí?
Esta vez Mary se enfadó por la crítica implícita en la pregunta y respondió con frialdad que Jesús estaba de parte de los hombres buenos. Pero durante todo el día la torturó su antiguo resentimiento y por la noche preguntó a Dick:
– ¿De dónde procede Moses?
– De una misión -contestó él-. El único muchacho decente que he tenido.
Como la mayoría de sudafricanos, a Dick no le gustaban los negros educados en las misiones porque «sabían demasiado». Y, en cualquier caso, no se les debía enseñar a leer y escribir, sino sólo a comprender la dignidad del trabajo y su utilidad general para el hombre blanco.
– ¿Por qué? -preguntó a su vez, lleno de suspicacia-. No has vuelto a pelearte, ¿verdad?
– No.
– ¿Se ha insolentado?
– No.
Pero el telón de fondo de la misión explicaba muchas cosas: el irritante y bien articulado «madame», por ejemplo, en lugar del habitual «señora'», que parecía más de acuerdo con su condición.
Aquel «madame» la molestaba; le habría gustado pedirle que no lo usara, pero no implicaba ninguna falta de respeto, sólo era lo que le había enseñado algún misionero de ideas alocadas. Y no había nada reprobable en su actitud hacia ella. Pero aunque nunca le faltaba al respeto, ahora la obligaba a tratarle como a un ser humano; ya era imposible para ella desecharle como algo impuro, como había hecho con todos los demás en el pasado. La obligaba a cierto tipo de contacto y Mary nunca dejaba de ser consciente de su presencia. Pensaba todos los días que en ello había algo peligroso, pero no sabía definir qué era.
Ahora pasaba las noches atormentada por horribles pesadillas. Su sueño, que antes era la caída instantánea de un telón negro, se había convertido en algo más real que su vida cotidiana. Dos veces soñó directamente con el nativo y en ambas ocasiones la despertó el terror cuando él la tocaba. Aparecía delante de ella, fuerte y dominante, aunque bondadoso, y la obligaba a adoptar una posición en que tenía que rozarle. Y había otras pesadillas en las que él no estaba presente, pero que eran confusas y aterradoras y de las que se despertaba sudando de miedo e intentando borrarlas de su memoria. Acabó temiendo la hora de acostarse. Yacía en la oscuridad, tensa junto al cuerpo relajado de Dick, esforzándose por no conciliar el sueño.
A menudo, durante el día, le vigilaba a hurtadillas, no como vigila un ama a su criado mientras trabaja, sino con una curiosidad atemorizada, recordando aquellos sueños. Y día tras día él la cuidaba, observando lo que comía, llevándole la comida sin que ella la pidiera, regalándole cosas pequeñas como un puñado de huevos del gallinero de los peones o un ramillete de flores silvestres.
Un día, mucho después de ponerse el sol, al ver que Dick no regresaba, Mary dijo a Moses:
– Manten la cena caliente. Voy a ver qué le ha ocurrido al amo.
Cuando estaba en el dormitorio para coger el abrigo, Moses llamó a la pared y anunció que iría él; Madame no debía andar sola en la oscuridad.
– Está bien -asintió Mary, quitándose el abrigo.
Pero no le ocurría nada malo a Dick; sólo se retrasó porque un buey se había roto una pata. Y cuando, una semana después, volvió a pasar la hora de su regreso habitual y Mary estaba preocupada, no hizo ningún esfuerzo para averiguar qué ocurría, temiendo que el nativo, con toda naturalidad y sencillez, se responsabilizara otra vez de su bienestar. Habían llegado a un punto en que ella consideraba sus acciones desde un único punto de vista: si servirían para que Moses reforzara aquella nueva relación humana surgida entre ambos de un modo que ella no pudiera controlar, lo cual tenía que evitar a toda costa.
En febrero, Dick tuvo otro ataque de malaria. Como el anterior, fue corto y repentino y muy agudo mientras duró. Mary tuvo que enviar otra nota por mensajero a la señora Slatter para pedirle que avisara al médico. Acudió el mismo de la otra vez. Miró la humilde vivienda con las cejas arqueadas y preguntó a Mary por qué no había seguido sus indicaciones. EUa no contestó.
– ¿Por qué no ha hecho cortar los matorrales que rodean la casa, donde pueden reproducirse los mosquitos?
– Mi marido no podía entretener en ello a los peones.
– Pero sí que puede perder el tiempo' estando enfermo, ¿eh?
Los modales del médico eran bruscos y solícitos, pero indiferentes en el fondo; después de ejercer tantos años en un distrito agrícola, sabía cuándo había perdido la partida como médico. No en el sentido económico, pues ya no contaba con el dinero, sino por culpa de los propios pacientes. Con aquella gente no había nada que hacer. Lo proclamaban los visillos, descoloridos por el sol, rotos y sin zurcir. Por doquier se veían pruebas de una desidia voluntaria. Era una pérdida de tiempo visitarles siquiera. Pero la costumbre le hizo examinar al febril y tembloroso Dick y recetarle lo acostumbrado. Dijo que Dick estaba exhausto, que se había quedado en los huesos y que corría el peligro de caer víctima de cualquier enfermedad. Habló con severidad, esperando asustar a Mary y obligarla a tomar medidas. Pero la actitud de ésta decía bien a las claras: «Todo es inútil.» Se marchó por fin con Charlie Slatter, éste sarcástico y disconforme, pero incapaz de reprimir la idea de que cuando el lugar le perteneciera quitaría las alambradas para añadirlas a sus propios gallineros y aprovecharía de algún modo la chapa ondulada de la casa y las dependencias.
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