– ¡No puedes irte! -Y continuó llorando mientras repetía una y otra vez-: ¡Debes quedarte! ¡Debes quedarte! -Y todo el tiempo la atormentaba la vergüenza y la mortificación de que él la viera llorar.
Un momento después le vio ir hacia el estante donde estaba el filtro de agua y llenar un vaso. La lentitud de sus movimientos la irritó, porque -la comparó con su propia ecuanimidad perdida; y cuando le alargó el vaso, no extendió la mano para cogerlo porque consideró aquel acto una impertinencia de la que debía hacer caso omiso. Pero a pesar de la actitud digna que intentaba asumir, volvió a sollozar.
– No debes irte. -Su voz fue una súplica.
Él acercó el vaso a sus labios, de modo que Mary tuvo que sujetarlo con la mano y, bañadas sus mejillas en lágrimas, bebió un sorbo y le miró suplicante por encima del vaso, viendo con temor renovado en los ojos del nativo una expresión de indulgencia hacia su debilidad.
– Bebe -ordenó el boy, como si hablara a una de sus mujeres; y ella bebió.
Entonces le cogió con cuidado el vaso, lo dejó sobre la mesa y, viendo que ella continuaba aturdida, sin saber que hacer, dijo:
– Madame debe acostarse en la cama.
Ella no se movió. El boy alargó la mano de mala gana, reacio a tocarla, a rozar a la sacrosanta mujer blanca, y la empujó por el hombro, de modo que Mary se sintió suavemente impelida hacia el dormitorio. Era como una pesadilla en la que uno es impotente contra el horror; el roce de la mano negra sobre su hombro le daba náuseas; jamás, ni una sola vez en toda su vida, había tocado la carne de un nativo. Cuando se acercaron al lecho, con aquel suave contacto todavía en su hombro, sintió que la cabeza le daba vueltas y los huesos no la sostenían.
– Madame debe echarse -repitió él, con voz amable esta vez, casi paternal. Cuando ella se hubo sentado en el borde de la cama, hizo una ligera presión con la mano sobre el hombro para acostarla. Seguidamente descolgó el abrigo de la puerta y lo colocó sobre sus pies. Entonces salió y el horror se fue desvaneciendo; aturdida y silenciosa, Mary permaneció echada, incapaz de considerar las implicaciones del incidente.
Al cabo de un rato se durmió y no se despertó hasta el crepúsculo. Vio tras el cuadrado de la ventana un cielo surcado por azules nubarrones de tormenta e iluminado por el sol poniente, que era de color naranja. Durante unos segundos no pudo recordar lo ocurrido; pero en cuanto lo hizo, el temor volvió a atenazarla, un temor horrible y tenebroso. Se volvió a ver llorando, incapaz de detenerse; bebiendo por orden de aquel negro; siendo empujada por él hasta la cama, acostada y cubierta con el abrigo, que había arremetido en torno a sus piernas. Hundió la cara en la almohada, llena de asco, gimiendo en voz alta como si se hubiera revolcado entre excrementos. Y en su tormento volvió a oír su voz, firme y bondadosa, dándole órdenes como un padre.
Al cabo de un rato, cuando la habitación se quedó a oscuras y sólo las paredes reflejaban la luz que todavía alumbraba las copas de los árboles, mientras las ramas bajas ya estaban sumidas en las sombras del crepúsculo, se levantó y encendió la lámpara. La llama tembló, se inmovilizó y empezó a arder con suavidad. El dormitorio era ahora una concha de luz ambarina y sombras en la dilatada noche llena de árboles. Se empolvó la cara y permaneció largo rato frente al espejo, sintiéndose incapaz de moverse. No pensaba nada, sólo tenía miedo, sin saber de qué. No quería salir hasta que Dick volviera y la protegiera de la presencia del nativo. Cuando llegó, la miró con inquietud y le dijo que no la había despertado a la hora del almuerzo y que esperaba que no estuviera enferma.
– Oh, no -contestó ella-, sólo cansada. Me siento… -La voz se extinguió al tiempo que la expresión distraída velaba su semblante.
Estaban bajo el difuso arco de luz de la oscilante lámpara y el boy servía la mesa sin hacer ruido. Mary mantuvo los ojos bajos durante mucho rato, aunque sus facciones se habían animado un poco desde que entrara Moses. Cuando se obligó a alzar la mirada y escudriñar un instante su rostro, se tranquilizó, porque no había nada nuevo en su actitud. Como siempre, se portaba como si fuera una abstracción, como si no estuviera realmente allí, como si fuese una máquina sin alma.
A la mañana siguiente se forzó a entrar en la cocina y hablar con normalidad; y esperó temerosa que él dijera otra vez que quería marcharse. Pero no dijo nada. Todo siguió igual durante una semana y entonces Mary comprendió que no se despediría; había respondido a sus lágrimas y a su súplica. No podía soportar la idea de haber logrado salirse con la suya por semejantes métodos; y como no quería recordarlo, se recobró poco a poco. Con alivio, liberada del temor que le inspiraba la cólera de Dick, eliminado el recuerdo de su vergonzosa debilidad, empezó a usar de nuevo aquella voz fría y cortante para hacer comentarios sarcásticos sobre el trabajo del nativo. Un día éste se volvió hacia ella en la cocina, la miró a la cara y dijo con voz desconcertante por su tono de ira y reproche:
– Madame pedirme que me quedara. Yo quedarme para ayudar a Madame. Si Madame está de mal humor, yo irme.
Aquella nota de ultimátum la frenó; se sintió impotente, en particular porque el criado la obligó a recordar el motivo de su permanencia en la casa. Y el tono resentido sugería que la consideraba injusta. ¡Injusta! Ella no lo veía de aquel modo.
Moses estaba junto al fogón, vigilando algo que había puesto al fuego. Mary no sabía qué decir. Mientras esperaba su respuesta, el boy cogió de la mesa algo con que agarrar el asa caliente del horno y, sin mirarla, preguntó:
– Yo hacer bien el trabajo, ¿no?
Lo dijo en inglés, lo cual, antes, la habría enfurecido por considerarlo una impertinencia, pero contestó en inglés:
– Sí.
– Entonces, ¿por qué Madame siempre de mal humor?
Esta vez habló con soltura y familiaridad, bromeando, como si intentara congraciarse con un niño. Se inclinó ante el horno, de espaldas a ella, y sacó una bandeja de los crujientes panecillos que sabía hacer mucho mejor que, la propia Mary, trasladándolos después a una rejilla, uno por uno, para que se enfriaran. Mary sentía que debía irse cuanto antes, pero no se movió. Inmovilizada, contemplaba las grandes manos mientras manejaban los panecillos. Y no dijo nada. Sintió la irritación habitual causada por el tono de la voz, pero al mismo tiempo estaba fascinada y llena de desconcierto; no sabía que hacer con aquella relación personal, así que, al cabo de un momento, aprovechando que no la miraba y estaba absorto en su trabajo, salió de la cocina sin responderle.
Cuando las lluvias llegaron a finales de octubre, después de seis semanas de un bochorno devastador, Dick, como siempre en aquella época del año, se abstenía de subir a almorzar para atender mejor el trabajo. Se iba a las seis de la mañana y regresaba a las seis de la tarde, de ahí que sólo se guisara una vez: Mary le enviaba el desayuno y el almuerzo a los campos. Como hacía todos los años, dijo a Moses que ella no almorzaría, que sólo le sirviera el té; no se sentía con ánimos de comer. El primer día de ausencia de Dick, en lugar de la bandeja del té, Moses le llevó huevos, mermelada y pan tostado, que dejó con parsimonia sobre la mesita del lado del sofá.
– Te he dicho que sólo quería té -amonestó ella bruscamente.
Él contestó en voz baja:
– Madame no desayunar, tiene que comer.
Sobre la bandeja había una taza sin asa con un ramillete de flores: vibrantes amarillos, rosas y rojos, flores silvestres reunidas con mano inexperta, pero que constituían una alegre nota de color sobre el viejo tapete manchado.
Читать дальше