Doris Lessing - Canta La Hierba

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Un asesinato es el punto de arranque de esta novela publicada en 1950, la primera de Doris Lessing, autora galardonada con el premio Príncipe de Asturias de las letras. Situada en la Suráfrica segregacionista, Canta la hierba describe la historia de una mujer blanca en el seno de uña sociedad dividida por el color de la piel y en la que imperan la injusticia y la desesperación. Mary Turner, hija de unos pobres granjeros y nacida en África, se convierte en una joven urbana, trabajadora e independiente, hasta el día en que sorprende los cotilleos de sus amigas y decide que debe casarse para silenciarlos. Tras un periodo de angustiosa espera, conoce a un granjero que se enamora perdidamente de ella. Sin embargo, el matrimonio, la rutina de una granja aislada, las convenciones de la comunidad blanca y la relación con los nativos cambiarán su vida hasta límites insospechados.

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Era un buen trabajador, uno de los mejores que había tenido. Solía repasar las cosas detrás de él, intentando encontrar alguna deficiencia, pero rara vez le daba motivo de queja. Así pues, con el tiempo se fue acostumbrando a él y el recuerdo de aquel látigo blandido contra su rostro se desvaneció poco a poco. Le trataba como era natural tratar a los nativos y su voz volvió a adquirir el tono brusco e irritado. Pero él no replicaba nunca y aceptaba sus reprimendas a menudo injustas sin levantar siquiera la mirada del suelo. Parecía resuelto a pasar lo más desapercibido posible.

Y así continuaron, en aparente normalidad, restablecida la rutina adecuada, que la dejaba libre para vegetar en la inacción. Pero su indiferencia no era exactamente igual que la de antes.

A las diez de la mañana, después de servirle el té, él se iba detrás de los gallineros y se detenía bajo un gran árbol con una lata de agua caliente; y a veces ella podía verle desde la casa inclinado sobre la lata, desnudo de cintura para arriba, echándose agua por encima. Pero procuraba no verle mientras se lavaba. Después del aseo, volvía a la cocina y se quedaba muy quieto, apoyado, al sol, contra la pared posterior, al parecer sin pensar en nada; incluso daba la sensación de estar dormido. No reanudaba el trabajo hasta que era hora de preparar el almuerzo. A Mary no le gustaba verle entregado a aquella ociosidad, inmóvil y silencioso durante horas, bajo la violenta fuerza del sol, que no parecía afectarle. No podía hacer nada para evitarlo, pero en vez de sumirse en un apático letargo que era casi sueño, se devanaba los sesos buscando un trabajo que darle.

Una mañana fue hasta los gallineros, algo que no solía hacer aquellos días, y cuando hubo terminado una superficial inspección de los ponederos y llenado su cesta de huevos, se detuvo al ver al nativo bajo los árboles a pocos metros de distancia. Estaba restregando su grueso cuello con jabón y la espuma blanca destacaba con fuerza de la piel negra. Se hallaba de espaldas a ella pero en seguida se volvió, bien por casualidad o porque intuyó que ella le miraba. Mary había olvidado que era la hora de su aseo.

Una persona blanca puede mirar a un nativo, que no es mejor que un perro. La enojó, por lo tanto, que él se enderezase, como esperando a que se fuera, expresando con el cuerpo el desagrado que le producía su presencia. La enfurecía que creyera que estaba allí a propósito aunque este pensamiento, como era natural, no fue consciente; Mary no podá imaginar siquiera semejante presunción, semejante descaro por parte de él; pero la actitud del cuerpo inmovilizado detrás de los matorrales, la expresión del rostro negro al mirarla, la llenó de indignación. Sintió el mismo impulso que aquel día lejano la obligara a blandir el látigo contra la cara del nativo. Dio media vuelta con lentitud, entreteniéndose en los gallineros para echar puñados de maíz, y agachándose por fin para salir por la baja puerta de la alambrada. No se volvió más a mirarle, pero sabía que su silueta oscura seguía en el mismo sitio, inmóvil, porque le vio por el rabillo del ojo. Volvió a entrar en la casa, sin apatía por primera vez en muchos meses, viendo también por primera vez desde hacía meses el suelo que pisaba y sintiendo la presión del sol en la nuca y el caliente contacto de la piedra contra las suelas de sus zapatos.

Oyó un extraño murmullo de ira y se dio cuenta de que hablaba consigo misma, en voz alta. Se tapó la boca con la mano y agitó la cabeza para despejarla, pero cuando Moses volvió a la cocina y ella oyó sus pasos, ya estaba sentada en la sala, rígida por una emoción histérica; al recordar la sombría y resentida mirada del nativo mientras esperaba que se fuera, le invadía la sensación de haber tocado una serpiente. Impulsada por una violenta reacción nerviosa, fue a la cocina, donde le encontró vestido con ropa limpia, guardando sus útiles de aseo. El recuerdo de aquel cuello negro cubierto de espuma blanca y de la musculosa espalda inclinada sobre el cubo de agua actuó como un aguijón y no le dio tiempo a reflexionar que su cólera y su histerismo no tenían ningún motivo, por lo menos ninguno que pudiera explicar. Lo ocurrido era que la pauta formal negro-blanca, ama-criado había sido rota por una relación personal; y cuando en África un blanco mira por casualidad a los ojos de un nativo (lo cual es su principal preocupación evitar), su sentimiento de culpa, que reprime, se convierte en un resentimiento que le obliga a usar el látigo. Mary sintió que debía hacer algo, e inmediatamente, para recobrar el equilibrio. Su mirada fue a detenerse en una caja donde se guardaban las velas, el jabón y los cepillos y que estaba debajo de la mesa, y ordenó al boy:

Friega este suelo.

La sobresaltó oír su propia voz, porque no sabía que iba a hablar; sintió lo mismo que se experimenta durante una conversación social, tranquila por su banalidad, cuando una persona hace una observación que rasca la superficie, dejando escapar tal vez lo que realmente piensa de su interlocutor, y la sorpresa hace perder a éste la ecuanimidad, incitándole a emitir una risita nerviosa o una frase absurda que turba a todos los presentes; Mary había perdido la ecuanimidad y ya no podía controlar sus acciones.

– Lo he fregado esta mañana -objetó lentamente el nativo, mirándola con ojos ardientes.

– He dicho que lo friegues. Hazlo ahora mismo. -Levantó la voz al pronunciar las últimas palabras. Se miraron durante un momento, descubriendo su odio; entonces él bajó los ojos y ella se volvió en redondo y salió dando un portazo.

No tardó en oír el sonido del cepillo al rascar el suelo. Se desplomó de nuevo en el sofá, débil como si estuviera enferma. Conocía muy bien sus explosiones de cólera irracional, pero no recordaba ninguna tan devastadora como aquélla. Estaba temblando, la sangre le latía en los oídos y tenía la boca seca. Al cabo de un rato, ya más calmada, fue al dormitorio a buscar un vaso de agua; no quería encararse con el nativo Moses.

Sin embargo, más tarde hizo un esfuerzo para levantarse e ir a la cocina y, desde el umbral, examinó el suelo mojado como si de verdad hubiera ido a inspeccionarlo. Él permaneció inmóvil al otro lado de la puerta, mirando como de costumbre hacia los riscos donde la euforbia extendía sus carnosos brazos verdegrises contra el claro azul del cielo. Mary fingió dar un repaso a las alacenas y por fin dijo:

– Es hora de poner la mesa.

Él se volvió y empezó a sacar vasos y mantel con movimientos lentos y bastante torpes, manoseando los cubiertos con sus grandes manos negras. Todos sus ademanes la irritaban. Permaneció sentada y tensa, con las manos enlazadas. Cuando él salió, se relajó un poco, como si le hubieran sacado un peso de encima. La mesa estaba puesta. Fue a examinarla, pero todo se encontraba en su sitio. No obstante, cogió un vaso y lo llevó a la cocina.

– Mira este vaso, Moses -ordenó.

Él se acercó y lo miró por cortesía; sólo fingió que lo miraba porque en seguida lo cogió para lavarlo. En el borde tenía trazas de pelusilla blanca del paño con que lo había secado. Llenó de agua el fregadero, echó un chorro de jabón líquido, tal como ella le enseñara, y lavó el vaso bajo la atenta mirada de Mary. Una vez lo hubo secado, ella volvió a cogerlo y se lo llevó a la otra habitación.

Le imaginó otra vez sin hacer nada en el soleado umbral, con la mirada perdida en la lejanía, y sintió deseos de gritar o lanzar un vaso contra la pared. Pero no había nada, absolutamente nada, que mandarle. Inició un lento recorrido de la casa; aunque gastado y descolorido, todo estaba limpio y en su lugar. La cama, el gran lecho conyugal que siempre había odiado, no tenía una sola arruga y el embozo estaba doblado en ambas esquinas, imitando las atractivas camas de los catálogos modernos. Su vista la puso nerviosa porque le recordó el odiado contacto nocturno con el cansado y musculoso cuerpo de Dick, al que nunca había podido acostumbrarse. Se volvió de espaldas, cerrando los puños, y de improviso se vio en el espejo. Desmejorada, con el pelo en desorden, los labios apretados por la ira, los ojos fijos, la cara hinchada y salpicada de manchas rojas; apenas pudo reconocerse a sí misma. Se contempló, asustada y triste; y de pronto se echó a llorar, estallando en hondos sollozos convulsivos que intentó sofocar por miedo a que el nativo la oyera desde la cocina. Lloró un buen rato y cuando levantó los ojos para secárselos, vio el reloj. Dick llegaría pronto a casa. El temor de que la viera en aquel estado inmovilizó sus músculos. Se lavó la cara, peinó sus cabellos y empolvó la oscura y arrugada piel en torno a los ojos.

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