Pero la mañana de un sábado veraniego acababa de empezar y el día rebosaba de esperanza. (Tal vez no en Boston, donde una mujer que no se llamaba Sarah Williams tal vez esperaba que le practicaran el aborto, o tal vez no.)
Apenas había tráfico camino del aeropuerto. Patrick llegó a la terminal antes de que los viajeros empezaran a subir a bordo del avión. Puesto que había hecho el equipaje en la oscuridad mientras Angie dormía, consideró prudente revisar el contenido de la bolsa: una camiseta de media manga, un polo, una sudadera, dos bañadores, dos mudas de ropa interior, dos pares de calcetines deportivos blancos y un estuche con los utensilios para el afeitado, el cepillo de dientes, el dentífrico y varios preservativos, por si acaso. También llevaba una edición de bolsillo de Stuart Little , un libro recomendado para niños de edades comprendidas entre ocho y doce años.
No había incluido La telaraña de Charlotte porque dudaba de que la atención de Doris pudiera abarcar dos libros en un fin de semana. Al fin y al cabo, Otto hijo, aunque aún no andaba, probablemente ya gatearía. No habría mucho tiempo para leer en voz alta.
¿Por qué Stuart Little en lugar de La telaraña de Charlotte ? Tan sólo porque Patrick Wallingford consideraba que el final del primer relato coincidía más con su manera de vivir, siempre en marcha. Y tal vez la melancolía de ese cuento persuadiría a la señora Clausen. Desde luego, era más romántico que el nacimiento de todas aquellas arañitas.
En la sala de espera, los demás pasajeros observaban cómo Wallingford sacaba el contenido de la bolsa y volvía a meterlo. Aquella mañana se había vestido con unos tejanos, unas zapatillas deportivas y una camisa hawaiana, y llevaba una chaqueta ligera, una especie de cazadora que, doblada sobre el antebrazo izquierdo, ocultaba el muñón. Pero un manco que extrae el contenido de su bolsa y vuelve a meterlo llamaría la atención de cualquiera. Cuando Patrick dejó de examinar lo que se llevaba a Wisconsin, todos los presentes en la sala de espera sabían quién era.
Observaron que el hombre del león sostenía el teléfono móvil en su regazo y lo sujetaba contra el muslo con el muñón del antebrazo izquierdo mientras marcaba el número con su única mano. Entonces tomó el teléfono y se lo aplicó a la oreja. La cazadora se deslizó del asiento vacío a su lado y él extendió el antebrazo izquierdo para recogerla, pero se lo pensó mejor y puso de nuevo el inútil muñón en el regazo.
Los demás pasajeros debían de estar sorprendidos. ¡Al cabo de varios años sin mano, su brazo izquierdo todavía cree que la tiene! Pero nadie se aventuró a recoger la cazadora caída hasta que una pareja solidaria con un niño pequeño susurró algo a su hijo. El chico, de siete u ocho años, se aproximó cautamente a la chaqueta de Patrick, la recogió y la depositó con cuidado junto a la bolsa de Wallingford. Patrick sonrió e hizo un gesto de asentimiento al niño, quien, abrumado por la timidez, se apresuró a regresar al lado de sus padres.
El móvil sonaba una y otra vez en el oído de Wallingford. Quería llamar a su piso y hablar con Angie o dejar un mensaje, confiando en que ella lo escuchara. Quería decirle lo estupenda y natural que era, y había pensado iniciar la frase con unas palabras como: «En otra vida…», o algo por el estilo. Pero no había hecho esa llamada. Había algo en la misma bondad de la muchacha que no le dejaba arriesgarse a escuchar su voz. (Y qué estúpido era llamar «natural» a una mujer con la que habías pasado una sola noche.)
Cambió de propósito y llamó a Mary Shanahan. El teléfono sonó tantas veces que Wallingford estaba componiendo un mensaje para dejarlo en el contestador cuando Mary respondió.
– Sólo podías ser tú, gilipollas -le dijo.
– No estamos casados, Mary, ni siquiera salimos. Y no voy a cambiar mi piso por el tuyo.
– ¿No te lo pasaste bien conmigo, Pat?
– Había muchas cosas que no me contaste -señaló Wallingford.
– Eso obedece tan sólo a la naturaleza del negocio.
– Comprendo -le dijo él. Se oía aquel sonido lejano y resonante, la clase de sonido reverberante que se asocia a las llamadas transoceánicas-. Supongo que ésta es una buena ocasión para preguntarte por el nuevo contrato -añadió-. Me dijiste que pidiera cinco años…
– Deberíamos hablar de ello después de tu fin de semana en Wisconsin -replicó Mary-. Creo que tres años sería más realista que cinco.
– Y debería… bueno, ¿cómo lo dirías tú? ¿Debería retirarme por etapas del puesto de presentador? ¿Es eso lo que me sugieres?
– Si quieres un contrato nuevo y ampliado… sí, ésa sería una manera -le dijo Mary.
– No sé nada de presentadoras embarazadas -admitió Wallingford-. ¿Se ha dado alguna vez el caso? En fin, supongo que podría funcionar. ¿Es ésa la idea? Podríamos verte cada vez más gorda. Por supuesto, habría algún que otro comentario hogareño, y te harían una o dos tomas de perfil. Sería mejor que te dieran un breve permiso de maternidad, a fin de demostrar que tener un hijo en el mundo laboral de hoy, sensible a las necesidades familiares, no supone ningún obstáculo. Y entonces, tras una temporada que no parecerá más larga que unas vacaciones corrientes, volverás a sentarte ante la cámara, casi tan esbelta como antes.
Siguió aquel silencio transoceánico, el sonido resonante de la distancia entre ellos. Era como su matrimonio, tal como Wallingford lo recordaba.
– ¿Qué, todavía no comprendo «la naturaleza del negocio»? -le preguntó Patrick-. ¿O la comprendo bien?
– Yo te quería -le recordó Mary, antes de colgar.
A Wallingford le complacía haber superado por lo menos una fase de la política empresarial en la que ambos eran protagonistas. Ya encontraría por sí mismo la manera de obtener el despido, cuando le pareciera, y si decidía hacerlo a la manera de Mary, ella sería la última en saber cuándo. Si Mary estaba embarazada, él sería tan responsable del bebé como ella le permitiera ser, pero no iba a tolerar que le manejara a su antojo.
¿A quién estaba engañando? Si has tenido un hijo con una mujer, ¡claro que te va a manejar! Y él había subestimado antes a Mary Shanahan. Ella podría encontrar cien formas de manejarle.
Sin embargo, Wallingford reconoció lo que había cambiado en él: ya no accedía a todo. A lo mejor sí que era el nuevo, o por lo menos seminuevo, Patrick Wallingford. Además, la frialdad del tono de voz de Mary Shanahan había sido alentadora. A él no se le ocultaba que sus perspectivas de conseguir el despido habían mejorado.
Camino del aeropuerto, Patrick había echado un vistazo al periódico del taxista, sólo la página del tiempo. La previsión para el norte de Wisconsin era de tiempo bueno y soleado. Incluso la meteorología era de buen agüero.
La señora Clausen había expresado cierta inquietud por el tiempo, porque sobrevolarían el lago rumbo al norte en un pequeño hidroavión. La misma Green Bay formaba parte del lago Michigan, pero el lugar adonde se dirigían estaba aproximadamente entre el lago Michigan y el Superior, en la zona de Wisconsin que está cerca de la Upper Península de Michigan.
Puesto que Wallingford no podía llegar a Green Bay antes del sábado y tenía que estar de regreso en Nueva York el lunes, Doris había decidido que tomarían el pequeño hidroavión. Era un trayecto demasiado largo desde Green Bay para un solo fin de semana. Así dispondrían de dos noches en el piso del cobertizo para los botes en el lago.
Para ir a Green Bay, Patrick había probado anteriormente dos conexiones distintas desde Chicago y un vuelo vía Detroit. Esta vez optó por un cambio de planes en Cincinnati. Sentado en la sala de espera, le acometió un momento de característica incomprensión neoyorquina. (Esto sucedió sólo unos segundos antes del aviso para subir a bordo.) ¿Por qué iba tanta gente a Cincinnati un sábado de julio?
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