En cuanto a Wharton, el director mofletudo, nunca abría la boca en las reuniones para la preparación de los guiones. Era uno de esos hombres que hacen todas sus observaciones des de la ventaja que ofrece la comprensión a posteriori. Siempre efectuaba sus comentarios después de los hechos consumados. Sólo asistía a las reuniones para saber quién era responsable de lo que Patrick Wallingford decía ante la cámara, lo cual imposibilitaba saber hasta qué punto Wharton era importante.
En primer lugar revisaron las imágenes de archivo seleccionadas. No había una sola imagen que no estuviera ya bien grabada en la conciencia del público. La toma más desvergonzada, con la que finalizaba el montaje en una foto fija, era una imagen de Caroline Kennedy Schlossberg tomada clandestinamente. No era del todo nítida, pero parecía haberse tomado en el momento en que Caroline trataba de impedir que filmaran a su hijo. El chico encestaba pelotas, tal vez en el sendero de acceso de la casa de verano que los Schlossberg tenían en Sagaponack. El cámara había usado un teleobjetivo, como lo evidenciaban las ramas desenfocadas (probablemente ligustro) en primer plano del cuadro. (Alguien debía de haber introducido una cámara a través del seto.) El niño hacía caso omiso de la cámara, o al menos lo fingía.
Habían captado a Caroline Kennedy Schlossberg de perfil. Aún tenía un aspecto elegante y digno, pero el insomnio, o quizá la tragedia, le habían demacrado más el rostro. (Su aspecto refutaba la idea consoladora de que uno se acostumbra al sufrimiento.)
– ¿Por qué usamos esto? -preguntó Patrick-. ¿No nos da vergüenza o, por lo menos, no nos violenta un poco?
– Sólo hay que comentarlo un poco, Pat -respondió Mary Shanahan.
– A ver qué te parece esto, Mary. Podría decir: «Somos neoyorquinos y tenemos la buena reputación de ofrecer anonimato a los famosos. Sin embargo, últimamente no nos merecemos esa reputación». ¿Eh? ¿Qué tal si dijera esto?
Nadie le respondió. Los ojos azul claro de Mary centelleaban tanto como su sonrisa. Las mujeres de la sala de redacción no cabían en sí de la emoción. A Patrick no le habría extrañado que hubiesen empezado a morderse unas a otras.
– O quizá podría decir esto -prosiguió Wallingford-: «Según cuantos le conocían, John F. Kennedy hijo era un joven moderado y decente. Una moderación y decencia similares por nuestra parte sería estimulante».
Hubo una pausa que habría sido cortés si no fuera por los suspiros exagerados de las periodistas.
– He escrito algo -señaló Mary, casi con timidez. El guión ya estaba allí, en el apuntador electrónico. Debía de haberlo escrito el día anterior, o tal vez antes.
La primera frase del guión apareció en el apuntador electrónico: «Hay ciertos días, incluso ciertas semanas, en los que tenemos que representar el ingrato papel del terrible mensajero».
– ¡Tonterías! -exclamó Patrick-. Ese papel no es nada ingrato. ¡Al contrario, nos encanta!
Mary sonrió recatadamente mientras el apuntador electrónico seguía girando: «Preferiríamos ser amigos consoladores que mensajeros terribles, pero ésta ha sido una de esas semanas». Siguió una indicación de pausa.
– Me gusta -dijo una de las periodistas.
Wallingford sabía que habían tenido una reunión previa. (Siempre había una reunión previa a la reunión general.) Sin duda habían decidido cuál de ellas diría: «Me gusta».
Entonces otra de las periodistas tocó el brazo izquierdo de Patrick, en el lugar acostumbrado.
– Me gusta porque no da la sensación de que pides disculpas por lo que dijiste anoche -le explicó. Dejó descansar su mano en el antebrazo de Patrick un poco más de lo que era natural o necesario.
– Por cierto, los índices de audiencia de anoche han sido magníficos -dijo Wharton.
Patrick sabía que haría mejor en no mirar a Wharton, cuya cara redonda era una esfera fofa al otro lado de la mesa.
– Anoche estuviste estupendo, Pat -añadió Mary.
Su observación fue tan oportuna que también debía de haber sido ensayada en el encuentro previo a la reunión general, porque ninguna de las mujeres presentes se rió entre dientes, como sin duda habría ocurrido en otras circunstancias. Todas estaban tan serias como un jurado que ha tomado su decisión. Por supuesto, Wharton era el único de los asistentes a la reunión que ignoraba que la noche anterior Patrick Wallingford se había ido a casa con Mary Shanahan, aunque de haberlo sabido no le habría importado lo más mínimo.
Mary le concedió a Patrick el tiempo apropiado para que respondiera. Todos se lo dieron, tan silenciosos y respetuosos. Entonces, cuando Mary vio que él no iba a decir nada, puso fin a la reunión.
– Bien, si todo está perfectamente claro…
Mientras se encaminaba a la sala de maquillaje, reflexionó en que, de todas las conversaciones que había sostenido con Mary, había una sola que no lamentaba. La segunda vez que hicieron el amor, cuando amanecía, él le habló del repentino e inexplicable deseo que le había provocado la chica de maquillaje. La reacción de Mary había sido de absoluta condena.
– No te estarás refiriendo a Angie, ¿verdad?
Él no sabía el nombre de la maquilladora.
– La que masca chicle…
– ¡Esa es Angie! -exclamó Mary-. ¡Esa chica es un desastre!
– Pues me pone cachondo, no sabría decirte por qué. Tal vez sea por el chicle.
– Puede que sea tan sólo porque eres un caliente, Pat.
– Es posible.
Pero el asunto no había quedado zanjado con tanta facilidad. Caminaban hacia la cafetería de la avenida Madison cuando Mary, sin que viniera a cuento, exclamó:
– ¡Angie! Dios mío, Pat… ¡Esa chica da risa! Todavía vive con su familia. Su padre es policía del metro o algo así, en Queens. ¡Es de Queens!
– ¿A quién le importa de dónde sea? -le preguntó Patrick.
Al reflexionar en ello, le parecía curioso que Mary hubiera querido un hijo suyo, se hubiera mostrado interesada por su piso y le hubiera aconsejado sobre la manera más ventajosa de conseguir el despido. Bien mirado, y hasta un grado minuciosamente calculado, realmente daba la impresión de que quería ser su amiga. Incluso le había deseado que las cosas le fuesen bien en Wisconsin, y Wallingford no había percibido la menor señal de que tuviera celos de la señora Clausen. En cambio, se mostraba fuera de sí por algo tan trivial como que una maquilladora le excitara sexualmente. ¿Cuál era el motivo?
Se sentó en la silla de maquillaje y contempló a aquella chica que le atraía mientras ella se ocupaba de sus patas de gallo (de una manera especial aquella noche) y las ojeras.
– Esta noche no has dormido gran cosa, ¿eh? -le dijo Angie, entre uno y otro chasquido de la goma de mascar. Había cambiado de chicle; la noche anterior emitía un olor a menta, y ahora mascaba algo afrutado.
– Así es, por desgracia -replicó Patrick-. Otra noche de insomnio.
– ¿Por qué no puedes dormir?
Wallingford frunció el entrecejo. Estaba pensando, preguntándose hasta dónde podía llegar.
– No arrugues la frente -le pidió Angie-. ¡Relájate! -Le estaba dando toques de maquillaje con un cepillito blando-. Así está mejor. Bueno, ¿por qué no puedes dormir? ¿No vas a decírmelo?
Qué diablos, se dijo Patrick. Si la señora Clausen le rechazaba, ya nada le importaba. ¿Qué más daba que acabara de dejar encinta a su jefa? En algún momento, durante la reunión preparatoria del guión, ya había decidido no intercambiar los pisos. Y si Doris le aceptaba, aquélla sería su última noche como hombre libre. Sin duda algunos de nosotros estamos familiarizados con el hecho de que la anarquía sexual puede preceder al compromiso con la vida monógama. Así razonaba el Patrick Wallingford de siempre; su talante licencioso se reafirmaba.
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