Otto también era pescador… en fin, le encantaban las actividades al aire libre, y aunque era ilegal que tuviera un revólver del 38 cargado en la guantera, ni un solo conductor de un camión de reparto de cerveza se lo habría echado en cara. Con toda probabilidad, la fábrica de cerveza para la que trabajaba habría aplaudido su iniciativa, por lo menos en privado.
Otto habría tenido que sacar el arma de la guantera con la mano derecha, porque no habría podido alcanzar el compartimiento, desde detrás del volante, con la izquierda, Y puesto que era zurdo, casi con toda seguridad habría transferido el arma de la mano derecha a la izquierda antes de investigar lo que ocurría en la caja del camión.
Todavía estaba muy bebido, y la temperatura por debajo de cero del Smith y Wesson tal vez hizo que el arma le pareciera poco familiar al tacto. (Además había salido bruscamente de un sueño tan perturbador como la misma muerte: ¡su mujer haciendo el amor con el hombre de los desastres, que la acariciaba con la mano izquierda de Otto!) Jamás sabremos si amartilló el revólver con la mano derecha antes de intentar transferirlo a la izquierda o si lo hizo sin darse cuenta cuando lo sacó de la guantera.
Lo que sabemos es que el arma se disparó, y que la bala atravesó la garganta de Otto dos centímetros y medio por debajo del mentón, que siguió una trayectoria recta y salió por la coronilla del buen hombre, llevándose consigo partículas de sangre y hueso y un fragmento de tejido cerebral que brilló durante una fracción de segundo y cuya evidencia se encontraría en el techo tapizado de la cabina del camión. El proyectil también atravesó el techo. Otto falleció en el acto.
El disparo puso los pelos de punta a los jóvenes ladrones que estaban en la caja del vehículo. Un cliente que salía del bar deportivo oyó el disparo y las quejumbrosas peticiones de clemencia por parte de los asustados adolescentes, incluso el estrépito de la palanca que dejaron caer en el suelo del aparcamiento mientras huían en la noche. La policía no tardaría en dar con ellos, y lo confesarían todo, expondrían sus cortas biografías hasta el momento en que oyeron el estruendoso disparo. Cuando los capturaron, no sabían de dónde había procedido el disparo ni que alguien había sido alcanzado.
Mientras el alarmado cliente volvía al interior del bar y el barman avisaba a la policía (informando sólo de que se había oído un disparo y que alguien había visto huir a unos adolescentes), el taxista llegó al aparcamiento. Localizó sin dificultad el camión, pero cuando se acercó a la cabina, golpeó con los nudillos la portezuela en el lado del conductor y la abrió, allí estaba Otto Clausen caído sobre el volante, con el revólver del calibre 38 en el regazo.
Incluso antes de que la policía se pusiera en contacto con la señora Clausen, que estaba profundamente dormida cuando la llamaron, ya estaban seguros de que la muerte de Otto no era un suicidio, por lo menos no era lo que ellos llamaban «un suicidio planeado». La policía no dudaba de que el conductor del camión de reparto de cerveza no había tenido intención de matarse.
– No era esa clase de persona -dijo el barman.
Era cierto que el barman desconocía que Otto Clausen había tratado de dejar encinta a su mujer durante más de una década, y, por supuesto, no tenía la menor idea de que ella quería que Otto donara su mano izquierda a Patrick Wallingford, el hombre del león. El barman sólo sabía que Otto Clausen nunca se habría matado debido a que los Packers habían perdido la Super Bowl.
Nadie sabe cómo la señora Clausen tuvo la suficiente presencia de ánimo para telefonear a Schatzman, Gingeleskie, Mengerink y Asociados aquella misma noche del domingo de la Super Bowl. El servicio de contestación automática remitió la llamada al doctor Zajac, que se encontraba en su casa. Zajac era hincha de los Broncos, aunque esto requiere una aclaración. El doctor Zajac era hincha de los Patriots de Nueva Inglaterra, que Dios le perdone, pero había apoyado a los Broncos en la Super Bowl porque Denver pertenecía a la misma liga que Nueva Inglaterra. De hecho, cuando recibió la llamada del servicio de contestación automática, Zajac estaba tratando de explicar a su hijo de seis años la retorcida lógica de su deseo de que ganaran los Broncos. En opinión de Rudy, si los Patriots no jugaban en la Super Bowl, ¿qué importaba quién ganara?
Durante el partido habían tomado un tentempié razonablemente saludable: tallos de apio frío y barritas de zanahoria que mojaban en crema de cacahuete. Irma había sugerido al doctor Zajac que probara con el «truco de la crema de cacahuete», como ella lo llamaba, para lograr que Rudy comiera más verdura. Cuando sonó el teléfono, Zajac se estaba diciendo que debía agradecerle a Irma su recomendación.
El timbre del teléfono sobresaltó a Medea , que estaba en la cocina. La perra acababa de comerse un rollo de cinta adhesiva. Aún no se encontraba mal, pero se sentía culpable, y la llamada telefónica debió de convencerla de que la habían sorprendido en el acto de comerse la cinta, aunque Rudy y su padre no sabrían que había hecho tal cosa hasta que la vomitara en la cama de Rudy; cuando todos se hubieran acostado.
El operario que acudió para instalar el nuevo sistema DogWatch, una barrera eléctrica subterránea destinada a impedir que Medea saliera del jardín, se había dejado allí la cinta adhesiva. La invisible valla eléctrica significaba que Zajac (o Rudy o Irma) no tenían que estar fuera con la perra. Pero precisamente porque nadie había estado con ella, Medea había encontrado la cinta y se la había comido.
La perra llevaba ahora un nuevo collar con dos púas metálicas vueltas hacia dentro, contra la garganta. (El collar contenía una pila.) Si el animal rebasaba la invisible barrera eléctrica en la zona acotada para ella en el jardín, aquellas púas le daban un buen trallazo. Pero antes de darle esa desagradable sorpresa, habría una advertencia: cuando se acercara demasiado a la valla invisible, el collar emitiría un sonido.
– Cómo suena? -le preguntó Rudy a su padre.
– No podemos oírlo -le explicó el doctor Zajac-. Sólo lo oyen los perros.
– Qué siente cuando le pasa la corriente?
– Poca cosa -mintió el cirujano-. No puede hacerle daño.
– Me haría daño a mí, si me pusiera el collar en el cuello y saliera del jardín?
– ¡No hagas eso jamás, Rudy! ¿Me has entendido? -le dijo el doctor Zajac al pequeño, un tanto agresivamente, como acostumbraba.
– Entonces hace daño -replicó el pequeño.
– A Medea no le hace daño -insistió el médico.
– Te lo has puesto tú alrededor del cuello?
– El collar no es para personas, Rudy. ¡Es para perros!
Entonces su conversación giró en torno a la Super Bowl y el motivo por el que Zajac había querido que ganara el equipo de Denver.
Cuando sonó el teléfono, Medea se metió bajo la mesa de la cocina, pero el mensaje del servicio de contestación automática del doctor Zajac («Ha llamado la señora Clausen, de Wisconsin») hizo que el médico se olvidara por completo de la estúpida perra. Lleno de ansiedad, se apresuró a telefonear a la viuda. La señora Clausen aún no estaba segura del estado en que se hallaba la mano del donante, pero de todos modos su entereza impresionó al doctor Zajac.
La señora Clausen no se había mostrado tan serena al tratar con la policía de Green Bay y el médico forense. Aunque pareció entender los detalles de la «muerte presumiblemente accidental por disparo de arma de fuego» de su marido, casi de inmediato apareció la expresión de una nueva duda en su rostro arrasado por las lágrimas.
– ¿Está verdaderamente muerto? -preguntó. Su extraña mirada, como puesta en el futuro, sorprendió a la policía y al médico forense, pues nunca la habían visto en el semblante de una viuda afligida. Tras cerciorarse de que su marido estaba «verdaderamente muerto», la señora Clausen sólo hizo una breve pausa antes de preguntar-: ¿Pero cómo está la mano de Otto? La izquierda.
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