John Irving - La cuarta mano
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El no le dijo «te quiero» ni «¿te casarás conmigo?». Aquel momento, abrazados sobre la toalla, en el cálido embarcadero, con la piel todavía húmeda y fresca, requería algo más que ese compromiso verbal. Fue la primera vez que la futura señora Clausen se dirigió a Otto con su tono de voz especial, y le hizo su excitante pregunta: «¿Qué estás haciendo?». Fue la primera vez que Otto descubrió que estaba demasiado débil para hablar. «¿Quieres hacerme un hijo?», le preguntó ella. Fue la primera vez que lo intentaron.
Tal fue la proposición matrimonial. El dijo que sí con su turgencia, con una erección alimentada por la sangre de mil palabras.
Después de la boda, Otto construyó dos habitaciones independientes y un pasillo por encima de los botes, en el cobertizo. Eran dos habitaciones extrañas, largas y estrechas («como las calles de una bolera», bromeó la señora Clausen), pero Otto las había construido de tal manera que los ocupantes de ambas habitaciones pudieran ver la orilla del lago. Una de ellas era el dormitorio, donde la cama ocupaba la mayor parte de la anchura y estaba elevada hasta el nivel de las ventanas, a fin de ofrecer la mejor vista. En la otra habitación había dos camas gemelas. Era para el bebé.
A Otto le asomaban las lágrimas a los ojos cuando pensaba en la habitación sin ocupar por encima de los botes que se mecían suavemente. El sonido nocturno que más le había gustado, aquel sonido casi inaudible del agua que lamía los botes en el cobertizo y el embarcadero donde hicieron el amor por primera vez, ahora sólo le recordaba el vacío de aquella habitación sin usar.
La sensación, al finalizar el día -del bañador mojado y del acto de quitárselo, el aroma del lago y el sol en la piel húmeda de su mujer-, parecía ahora echada a perder por unas expectativas que no se habían realizado. Los Clausen llevaban más de diez años casados, pero dos o tres veranos atrás dejaron de ir a la casita del lago. Estaban más atareados en Green Bay y cada vez parecía más difícil escaparse. O eso era lo que ellos decían. En realidad, a los dos les era mucho más difícil aceptar que el olor de los pinos pertenecía ya al pasado.
¡Y entonces los jodidos Broncos tuvieron que vencer a los Packers!, se lamentó Otto. Sumido en la aflicción y borracho, apenas podía recordar la causa de su llanto en el frío camión aparcado. Ah, sí, las causantes habían sido las palabras de su mujer, «pobre chiquitín mío», que últimamente tenían un efecto devastador sobre él. Y cuando las pronunciaba en aquel tono de voz… ¡Oh, qué implacable era el mundo! ¿Cómo se le había ocurrido decirle eso cuando no estaban juntos, cuando sólo hablaban por teléfono? Ahora Otto lloraba y, al mismo tiempo, tenía el miembro erecto. Un motivo más de frustración era que no recordaba ni cómo ni cuándo había finalizado la conversación telefónica con su esposa.
Ya había pasado media hora desde que indicó a la compañía de taxis que el conductor le buscara en el aparcamiento de detrás del bar. («Estaré en el camión de transporte de cerveza, no tiene pérdida.») Se dispuso a abrir la guantera, donde había dejado el teléfono móvil, con cuidado, para no desordenar los posavasos y las pegatinas de la marca de cerveza que transportaba y que también guardaba en la guantera. Los regalaba a los niños que iban en bicicleta y que a menudo le rodeaban cuando iba de reparto. Los niños de su barrio le llamaban «el hombre de los posavasos» o «el hombre de las pegatinas», pero lo que realmente querían eran los pósters comerciales que Otto tenía en la caja del camión, junto con la cerveza.
No veía nada malo en que los muchachos decorasen las paredes de sus dormitorios con pósters de cerveza, años antes de que tuvieran la edad suficiente para beber. Otto se habría sentido profundamente herido si alguien le hubiera acusado de conducir a los jóvenes por el camino del alcoholismo. Sencillamente, le gustaba hacer felices a los chicos, y les regalaba los posavasos, las pegatinas y los pósters con la misma preocupación por su bienestar que mostraba al no conducir cuando estaba bebido.
¿Pero cómo era posible que se hubiese quedado dormido mientras alargaba la mano para abrir la guantera? Que estuviera demasiado bebido para soñar era una bendición, o así le parecía. Lo cierto era que Otto estaba soñando, pero no se daba cuenta debido a su embriaguez. Y además, el sueño era nuevo, demasiado nuevo para que supiera que era un sueño.
Notó la nuca cálida y sudorosa de su mujer en el pliegue del codo derecho; la estaba besando, tenía la lengua dentro de su boca mientras con la mano izquierda (Otto era zurdo) la tocaba una y otra vez. Ella estaba muy húmeda, y su abdomen presionaba hacia arriba contra la palma. Él la tocaba con la mayor suavidad posible, se esforzaba por rozarla apenas. Ella tenía que enseñarle a hacerlo.
De repente, en el sueño del que Otto no sabía que era un sueño, la señora Clausen tomó la mano izquierda de su marido y se la llevó a los labios, se metió los dedos en la boca, mientras él la besaba, y ambos notaron el sabor del sexo femenino al tiempo que él se colocaba encima y la penetraba. Sostenía con suavidad la cabeza de la mujer contra su garganta, de modo que los dedos de la mano izquierda, en el cabello de ella, estaban lo bastante cerca para que le llegara su olor. En la cama, junto al hombro izquierdo de la mujer, estaba la mano derecha de Otto, que aferraba la sábana. Sólo que él no la reconocía… ¡no era su mano! Era demasiado pequeña, de osamenta demasiado fina, casi delicada. No obstante, la mano izquierda sí que era la suya, y la habría reconocido en cualquier parte.
Entonces vio a su mujer debajo de él, pero desde cierta distancia. No era Otto quien estaba encima; las piernas del hombre eran demasiado largas, y los hombros demasiado estrechos. Otto reconoció el perfil del hombre atacado por un león… ¡Patrick Wallingford se estaba tirando a su mujer!
Sólo unos segundos después, y en realidad apenas un par de minutos después de que hubiera perdido el conocimiento en la cabina del camión, Otto se despertó tendido sobre el lado derecho, encima de la caja de cambios, con la palanca en las costillas. La cabeza descansaba sobre el brazo derecho, y la nariz tocaba el frío asiento del pasajero. En cuanto al miembro erecto, pues de la manera más natural el sueño le había provocado tal estado, se lo aferraba firmemente con la mano izquierda. ¡En un aparcamiento!, pensó, avergonzado. Se apresuró a meterse los faldones de la camisa dentro del pantalón y se apretó el cinturón.
Entonces miró con fijeza la guantera. Allí estaba el teléfono móvil y, también allí, en el ángulo derecho del compartimiento, estaba el revólver de cañón corto y calibre 38, un Smith y Wesson, cargado y apuntando en dirección al neumático delantero derecho.
Otto debió de incorporarse sobre el codo derecho, o más bien se sentó antes de oír el ruido de los adolescentes que entraban en la caja del camión. Eran sólo muchachos, pero un poco mayores que los chiquillos del barrio a los que Otto Clausen regalaba los posavasos, las pegatinas y los pósters, y aquellos adolescentes no se proponían nada bueno. Uno de ellos se había apostado cerca de la entrada del bar deportivo; si un cliente salía y se encaminaba al aparcamiento, el vigilante podría avisar a los dos chicos que se estaban introduciendo en la caja del camión.
La razón por la que Otto Clausen llevaba un revólver del calibre 38 cargado en la guantera de su vehículo no era que conducía un camión de reparto de cerveza y a esa clase de vehículos los asaltan con frecuencia. A Otto no le habría pasado por la cabeza disparar contra nadie, ni siquiera en defensa de la cerveza. Pero era aficionado a las armas de fuego, como tantas buenas gentes de Wisconsin. Le gustaba toda clase de armas. Además era cazador de ciervos y patos. Incluso usaba un arco y flechas, en la temporada en que se permite la caza de ciervos por ese sistema, y aunque nunca había acertado a un ciervo con una flecha, sí que había abatido a muchos con rifle, la mayoría en los alrededores de su casa de campo.
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