John Irving - Una mujer difícil

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Nacida para sustituir, en cierto modo, a dos hermanos muertos en un accidente, Ruth Cole vive una infancia muy especial. En el verano de 1958, cuando ella tiene cuatro años, Marion, su madre, tras una tórrida aventura con un jovencito de dieciséis, abandona el hogar. Ruth se queda con su padre, con el que mantiene una relación de amor-odio marcada por la rivalidad. Pero, andando el tiempo, a sus treinta y seis años, Ruth se ha convertido en una mujer atractiva y en una escritora de éxito, y, pese a su personalidad compleja y difícil, cuatro años después no sólo se ha casado, sino que tiene un hijo, enviuda y, por si fuera poco, se enamora por primera vez. Lo que no podía prever era la reaparición de la inquietante Marion…

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Finalmente, Ted detuvo el vehículo

– Bueno, papá, conduce bien al regreso -le dijo su hija

De haber sabido que aquella era su última conversación, podría haber intentado arreglar las cosas entre ellos. Pero se daba cuenta de que, por una vez, le había vencido de veras. Su padre estaba demasiado derrotado para que le animara un simple giro en la conversación. Y, además, el dolor en aquel lugar desacostumbrado aún la molestaba

Visto en retrospectiva, habría bastado con que Ruth le hubiera dado a su padre un beso de despedida

En la sala VIP de la compañía Delta, antes de subir al avión, Ruth telefoneó a Allan. Éste parecía preocupado, o como si no fuese del todo sincero con ella. Ruth sintió una punzada de dolor al imaginar lo que él podría pensar de ella si alguna vez se enteraba de su relación con Scott Saunders. (Allan nunca lo sabría.)

Hannah había recibido el mensaje de Allan y le devolvió la llamada, pero él había sido muy parco en palabras. Le dijo a Hannah que no ocurría nada preocupante, que había hablado con Ruth y que ésta se encontraba bien. Hannah le propuso ir juntos a comer o tomar una copa, "sólo para hablar de Ruth", pero Allan respondió que, cuando Ruth regresara de Europa, se reunirían los tres. "Nunca hablo de Ruth", le había dicho

Lo que Ruth le dijo desde el aeropuerto fue lo que más se aproximaba a decirle que le quería, pero aún notaba en la voz de Allan un deje de preocupación que la turbaba. Era su editor, y éste nunca le ocultaba nada

– ¿Qué ocurre, Allan? -le preguntó Ruth.

– Pues… -Con aquella actitud reacia Nada, en realidad. Puede esperar.

– Dímelo

– Había algo en el correo de tus lectores -dijo Allan-. Normalmente nadie lo lee y nos limitamos a enviarlo a Vermont. Pero esa carta iba dirigida a mí, es decir, a tu editor, así que la leí. En realidad es una carta para ti

– ¿Uno de esos que me odian? -inquirió Ruth-. No me faltan, desde luego. ¿Sólo se trata de eso?

– Supongo que sí, pero es inquietante. Creo que deberías ver esa carta

– La veré cuando vuelva -dijo Ruth

– Podría enviártela por fax al hotel -le sugirió Allan.

– ¿Es amenazante? ¿Alguien que me sigue los pasos?

Esa frase, "alguien que me sigue los pasos", siempre le producía un escalofrío

– No, es una viuda…, una viuda enfadada -le informó Allan.

– Ah, bueno

Era algo que ya esperaba. Cuando escribió acerca del aborto, ella que no había abortado, recibió cartas airadas de mujeres que sí lo habían hecho. Cuando escribió acerca del parto, sin haber sido madre, o sobre el divorcio, sin estar divorciada (ni casada)… en fin, siempre le enviaban esa clase de cartas. Personas que negaban la realidad de la imaginación, o que insistían en que la imaginación no era tan real como la experiencia personal. Era una vieja cuestión que se planteaba una y otra vez

– Por el amor de Dios, Allan -le dijo Ruth-, no te preocupará que otro lector me conmine escribir de lo que conozco, ¿verdad?

– Esta carta es diferente.

– Muy bien, envíamela por fax.

– No quiero preocuparte -replicó él

– ¡Entonces no me la envíes! -repuso ella, irritada. Un pensamiento acudió de improviso a su mente y añadió-: ¿Es una viuda que me sigue los pasos o sólo una que está enfadada?

– Mira, voy a enviarte la carta por fax

– ¿Es algo que deberías mostrar al FBI? -le preguntó Ruth-. ¿Se trata de eso?

– No, no hay para tanto. En fin, no lo creo.

– Entonces envíame el fax

– Estará allí cuando llegues -le prometió Allan-. Bon voyage!

¿Por qué las mujeres eran, sin excepción, los peores lectores cuando se trataba de algo que afectaba a su vida personal?, se preguntó Ruth. ¿Qué hacía suponer a una mujer que su violación (o su aborto, su matrimonio, su divorcio, la pérdida de un hijo o del marido) era la única experiencia que existía en el mundo? ¿O se trataba tan sólo de que la mayoría de los lectores de Ruth eran mujeres, y las mujeres que escribían a los novelistas y les contaban sus desastres personales eran las más desgraciadas de todas?

Ruth se sentó en la sala VIP de las lineas aéreas Delta y se aplicó un vaso de agua helada en el ojo amoratado. Su expresión preocupada, además de su lesión evidente, debió de ser lo que impulsó a otra pasajera, que estaba claramente bebida, a hablarle. La mujer, más o menos de la edad de Ruth, con el rostro tenso y pálido, tenía una expresión dura. Era demasiado delgada, una fumadora empedernida de voz rasposa y acento sureño, incrementado por el alcohol

– Fuera quien fuese, chica, estás mejor sin él -le dijo la mujer.

– Es una lesión de squash

La mujer entendió que se refería al fruto cucurbitáceo de corteza dura conocido por el nombre de squash

– ¿Te arreó un calabazazo? -le preguntó, arrastrando las palabras-. ¡joder, debió de ser una calabaza bien dura!

– Sí, bastante dura -admitió Ruth, sonriendo

Una vez a bordo del avión, Ruth se tomó dos cervezas, una tras otra. Cuando tuvo que orinar, se sintió aliviada al comprobar que el dolor había disminuido. Sólo viajaban otros tres pasajeros en primera clase, y el asiento contiguo al suyo estaba libre. Le dijo a la azafata que no le sirvieran la cena, pero que la despertaran para desayunar

Se recostó en el asiento, se cubrió con la delgada manta y procuró acomodar la cabeza en la minúscula almohada. Tendría que dormir boca arriba o sobre el lado izquierdo, pues el lado derecho de la cara le dolía demasiado para dormir en esa postura. Lo último que pensó, antes de dormirse, fue que Hannah había vuelto a acertar: era demasiado dura con su padre. (Al fin y al cabo, como dice la canción, Ted era sólo un hombre.)

Por fin se durmió. Lo hizo sin interrupción hasta llegar a Alemania, y sus intentos por no soñar fueron vanos

Una viuda para el resto de su vida

Allan tuvo la culpa. Ruth no se habría pasado la noche soñando con todas las demás cartas de lectores que la odiaban, o de quienes le seguían los pasos, si Allan no le hubiera hablado de la viuda enfadada

Tiempo atrás, Ruth contestaba a todas las cartas de sus admiradores. El correo era muy copioso, sobre todo tras el éxito de su primera novela, pero ella hacía aquel esfuerzo. Nunca le habían molestado las cartas malintencionadas, y si el tono de una de ellas era incluso parcialmente burlón, la tiraba sin contestarla. ("En general, a pesar de sus frases incompletas, iba leyendo su novela con mediana satisfacción, pero las repetidas incongruencias con las comas y el uso incorrecto de la palabra "esperanzadamente" acabaron por resultarme intolerables. Interrumpí la lectura en la página 385, donde el ejemplo más notorio de su estilo, similar a una lista de la compra, me detuvo y fui en busca de una prosa mejor que la suya.") ¿Quién se molestaría en contestar a semejante carta?

Pero las objeciones a la obra de Ruth eran más a menudo quejas sobre el contenido de sus novelas. ("Lo que detesto de sus libros es que lo convierte todo en sensacional. En particular, exagera lo indecoroso.")

En cuanto a lo que llamaban "indecoroso", Ruth sabía que a algunos lectores les bastaba con que escribiera sobre ello, y no digamos que lo exagerase. Por su parte, Ruth Cole no estaba del todo segura de que exagerase lo indecoroso. Lo que más temía era que lo indecoroso se hubiera convertido hasta tal punto en un lugar tan común que no fuese posible exagerarlo. Lo que a Ruth le creaba dificultades era que solía responder a las cartas amables, pero eran precisamente estas últimas las que la escritora debía poner más empeño en no contestar. Las más peligrosas eran las cartas en las que el lector afirmaba no sólo que le había encantado un libro suyo, sino también que esa obra le había cambiado la vida

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