John Irving - Una mujer difícil

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Nacida para sustituir, en cierto modo, a dos hermanos muertos en un accidente, Ruth Cole vive una infancia muy especial. En el verano de 1958, cuando ella tiene cuatro años, Marion, su madre, tras una tórrida aventura con un jovencito de dieciséis, abandona el hogar. Ruth se queda con su padre, con el que mantiene una relación de amor-odio marcada por la rivalidad. Pero, andando el tiempo, a sus treinta y seis años, Ruth se ha convertido en una mujer atractiva y en una escritora de éxito, y, pese a su personalidad compleja y difícil, cuatro años después no sólo se ha casado, sino que tiene un hijo, enviuda y, por si fuera poco, se enamora por primera vez. Lo que no podía prever era la reaparición de la inquietante Marion…

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Mostraba los dedos como prueba, y siempre sonreía. ¡Qué sonrisa la suya!

Cierta vez Ruth le comentó a su compañera de habitación en la universidad (que también había sido su compañera en el internado):

– Te juro que podías oír las bragas de las mujeres deslizándose hasta caer al suelo

Durante una conferencia de escritores, Ruth se enfrentó por primera vez al hecho de que su padre se acostara con una chica que era incluso más joven que ella, también estudiante universitaria

– Pensé que me darías tu aprobación, Ruthie -le dijo Ted. Cuando Ruth le criticaba, su padre adoptaba a menudo un tono quejumbroso, como si ella fuese el padre y él el hijo, y así era en cierto sentido

– ¿Mi aprobación, papá? -replicó ella, enojada-. ¿Seduces a una chica más joven que yo y esperas que lo apruebe?

– Pero, Ruthie, no está casada -contestó su padre-. No es la madre de nadie. Pensé que no te parecería mal

Finalmente, la novelista Ruth Cole llegaría a describir la clase de trabajo de su padre como "madres infelices…, ése es su campo"

Pero ¿por qué razón Ted no habría de reconocer a una madre desdichada cuando la viera? Al fin y al cabo, por lo menos durante los cinco primeros años que siguieron a la muerte de sus hijos, Ted vivió con la madre más infeliz de todas

Marion espera

Orient Point, el extremo de la horquilla al norte de Long Island, parece lo que es: el final de una isla, el lugar donde la tierra termina. La vegetación, atrofiada por la sal y doblada por el viento, es muy escasa. La arena es gruesa y está salpicada de conchas y piedras. Aquel día de junio de 1958, cuando Marion Cole aguardaba el transbordador de New London que traería a Eddie O'Hare desde el otro lado del canal de Long Island, la marea estaba baja y Marion observó con indiferencia que los pilotes del muelle estaban mojados allí donde la marea baja los había dejado expuestos, mientras que por encima de la línea que señalaba la marea alta estaban secos. Una bandada de gaviotas, que se habían cernido sobre el muelle formando un ruidoso coro, cambiaron de dirección y sobrevolaron la superficie del agua, que estaba encrespada y que, bajo un sol anómalo, mudaba constantemente de color, pasando del gris pizarra a un verde azulado y de nuevo a gris. Aún no había señales del transbordador

Cerca del muelle había menos de una docena de coches aparcados. Debido a que el sol desaparecía a ratos tras las nubes, y al viento que soplaba del nordeste, la mayoría de los conductores esperaban dentro de sus coches. Al principio Marion se había quedado junto al suyo, apoyada en el guardabarros trasero, pero luego se sentó en él, con su ejemplar del anuario de Exeter correspondiente a 1958 abierto sobre el capó. Fue allí, en Orient Point, sobre el capó de su coche, donde Marion contempló largamente por primera vez las fotografías más recientes de Eddie O'Hare

Marion detestaba llegar tarde, e invariablemente tenía en poca estima a quienes se retrasaban. Había aparcado el coche en cabeza de la hilera donde la gente esperaba al transbordador. Había otra hilera de coches más larga en el aparcamiento, donde también se encontraban quienes esperaban el transbordador para regresar a New London, pero Marion no reparó en ellos. No solía mirar a la gente cuando estaba en público, algo que sucedía muy pocas veces

Todo el mundo la miraba. No podían evitarlo. Por entonces, Marion Cole tenía treinta y nueve años, aunque aparentaba veintinueve o incluso algunos menos. Cuando se sentó en el guardabarros del coche e intentó impedir que las turbulentas ráfagas del nordeste agitaran las páginas del anuario, vestía una falda holgada, de un color beige anodino, que le ocultaba casi por completo las piernas largas y bien torneadas, pero no podría decirse que le sentara de una manera anodina, no, le sentaba perfectamente. Llevaba una camiseta de media manga demasiado grande, metida por debajo de la falda, y, sobre la camiseta, una rebeca de ese color rosa desvaído que tiene el interior de ciertas conchas marinas, un rosa más corriente en una costa tropical que en la menos exótica ribera de Long Island

La brisa arreciaba, y Marion se ciñó la rebeca sin abrochársela. La camiseta era holgada, pero la había apretado contra el cuerpo rodeándose con un brazo por debajo de los senos. Era evidente que tenía la cintura alargada, que los pechos eran grandes y colgantes, pero bien formados y de aspecto natural. En cuanto a la ondulante cabellera que le llegaba a los hombros, el sol que aparecía y se ocultaba hacía que su color cambiara desde el ámbar al rubio como la miel, y su piel ligeramente bronceada era luminosa. Casi carecía de defectos

No obstante, al mirarla más de cerca, había algo en uno de sus ojos que llamaba la atención. Tenía el rostro en forma de almendra lo mismo que los ojos, que eran de un azul oscuro, pero en el iris del ojo derecho había una mancha hexagonal de color amarillo muy brillante. Era como si una lasca de diamante o un trocito de hielo le hubiera entrado en el ojo y ahora reflejara permanentemente el sol. Bajo cierta luz, o desde ángulos impredecibles, esa mancha amarilla hacía que el ojo derecho pasara del azul al verde. No menos desconcertante era su boca perfecta. Sin embargo su sonrisa, cuando sonreía, era triste. Durante los últimos cinco años, pocas personas la habían visto sonreír

Mientras buscaba en el anuario de Exeter las fotografías más recientes de Eddie O'Hare, Marion frunció el ceño. Un año atrás, Eddie había pertenecido al Club Excursionista, pero ahora no figuraba allí. Y si el año anterior le había gustado la Sociedad juvenil de Debates, este año no era miembro de ella, ni tampoco había progresado hasta pertenecer a aquel círculo de élite formado por seis muchachos que constituían el Equipo de Debate Académico. ¿Acaso había abandonado tanto las excursiones como los debates?, se preguntó Marion. (A sus hijos tampoco les habían interesado los clubes.)

Pero entonces encontró al muchacho entre un grupo de chicos que parecían petulantes y pagados de sí mismos, mientras que él tenía un aire reservado. Eran los redactores titulares y principales colaboradores de El Péndulo, la revista literaria de Exeter. Eddie estaba en un extremo de la hilera central, como si hubiera llegado tarde para la foto y, fingiendo una elegante falta de interés, se hubiera colocado ante la cámara en el último instante. Mientras algunos de sus compañeros posaban, mostrando ex profeso sus perfiles a la cámara, Eddie miraba de frente y con fijeza. Al igual que en las fotos del anuario de 1957, su alarmante seriedad y su hermosa cara le hacían parecer mayor de lo que era

En cuanto al aspecto "literario", la camisa oscura y la corbata más oscura todavía eran los únicos elementos visibles. La camisa era de las que normalmente se llevan con corbata. (Marion recordaba que Thomas había tenido ese aspecto, al contrario que Timothy, más joven o más convencional.) Pensar en cuál sería el contenido de El Péndulo deprimía a Marion: poemas indescifrables y relatos centrados en la llegada a la mayoría de edad, penosamente autobiográficos, versiones pseudoartísticas de la socorrida redacción titulada "Lo que he hecho en mis vacaciones de verano". Marion opinaba que los chicos de esa edad deberían dedicarse exclusivamente a los deportes. (Thomas y Timothy no habían hecho otra cosa.)

De repente, el tiempo desabrido, con nubes y viento, le hizo estremecer, o tal vez sintió frío por otras razones. Cerró el anuario escolar de 1958, subió al coche y volvió a abrirlo, apoyándolo en el volante. Los hombres que repararon en Marion mientras subía al coche no pudieron evitar fijarse en sus caderas

Con respecto a los deportes, Eddie O'Hare seguía corriendo y nada más. Allí estaba, más musculoso al cabo de un año, en las fotografías de los equipos escolares de cross y marcha atlética. Marion se preguntó por qué corría. (A sus hijos les gustaba el fútbol y el hockey, y en primavera Thomas jugaba a la crosse y Timothy al tenis. Ninguno de los dos quiso practicar el deporte favorito de su padre: el único deporte de Ted era el squash.)

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