John Irving - Una mujer difícil

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Nacida para sustituir, en cierto modo, a dos hermanos muertos en un accidente, Ruth Cole vive una infancia muy especial. En el verano de 1958, cuando ella tiene cuatro años, Marion, su madre, tras una tórrida aventura con un jovencito de dieciséis, abandona el hogar. Ruth se queda con su padre, con el que mantiene una relación de amor-odio marcada por la rivalidad. Pero, andando el tiempo, a sus treinta y seis años, Ruth se ha convertido en una mujer atractiva y en una escritora de éxito, y, pese a su personalidad compleja y difícil, cuatro años después no sólo se ha casado, sino que tiene un hijo, enviuda y, por si fuera poco, se enamora por primera vez. Lo que no podía prever era la reaparición de la inquietante Marion…

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– Es mi mamá -dijo el muchacho. Era de corta estatura, la cabeza sólo llegaba al nudo de la corbata de Eddie, y sus hombros tenían el doble de anchura y grosor que los de Eddie-. ¿Por qué molesta a mi mamá? -inquirió el fornido joven

Desde que Eddie había salido del Club Atlético de Nueva York, era la cuarta vez que oía quejarse a alguien de que le molestaban. Por eso nunca había querido vivir en Nueva York

– Sólo trataba de ver mi parada -dijo Eddie-, donde tengo que bajar

– Ésta es tu parada -replicó el joven de aspecto brutal, y apretó el botón de parada. El autobús frenó y Eddie perdió el equilibrio. Una vez más, la pesada cartera se le deslizó del hombro, pero esta vez no alcanzó a nadie, porque Eddie la aferró con ambas manos-. Aquí es donde te bajas -dijo el chico achaparrado. Su madre y varios pasajeros asintieron

Qué se le va a hacer, pensó Eddie mientras bajaba del autobús. Tal vez estaba casi en la Calle 92. (En realidad, era la 81.) Oyó que alguien le gritaba: "¡Vete con viento fresco!", antes de que el autobús se alejara

Poco después, Eddie corrió a lo largo de la Calle 89, cruzó al lado este de Park Avenue y allí descubrió un taxi libre. Sin caer en la cuenta de que ahora sólo estaba a tres manzanas y un cruce de su destino, llamó al taxi, subió y le dijo al conductor dónde debía ir

– ¿La esquina de la 92 con Lex? -objetó el taxista-. Hombre, debería ir a pie… ¡Ya está mojado!

– Pero llego tarde -replicó Eddie sin convicción.

– Todo el mundo llega tarde -dijo el taxista

La tarifa de la carrera era demasiado pequeña. Eddie intentó compensarle dándole todo el cambio que llevaba encima.

– ¡Jolín! -exclamó el taxista-. ¿Qué voy a hacer con todo esto?

Por lo menos no había pronunciado la palabra "molestia", pensó Eddie mientras se metía las monedas en el bolsillo de la chaqueta. Todos los billetes que llevaba en la cartera estaban mojados. Al taxista tampoco le hacían ninguna gracia

– Lo que le pasa a usted es peor que llegar tarde y chorreando agua… ¡Vaya molestia de tío!

– Gracias -le dijo Eddie. (En uno de sus momentos más filosóficos, Minty O'Hare había dicho a su hijo que nunca desdeñara un cumplido, pues tal vez no recibiría tantos.)

Así pues, empapado y con los zapatos cubiertos de barro, Eddie O'Hare se acercó a una joven que recogía las entradas en el atestado vestíbulo de la YMHA, en la Calle 92

– Vengo a la lectura -le dijo Eddie-. Ya sé que llego un poco tarde…

– ¿Y su entrada? -inquirió la muchacha-. Las localidades están agotadas desde hace semanas

¡Agotadas! Pocas veces había visto Eddie que se agotaran las localidades en el Salón de Conciertos Kaufman. Allí había oído a varios autores famosos, e incluso había presentado a un par de ellos. Naturalmente, cuando él daba una lectura en aquel local, nunca lo hacía solo. Sólo escritores muy conocidos, como Ruth Cole, leían solos. La última vez que Eddie leyó allí, denominaron al acto "Velada sobre Novelas de Costumbres" (¿o tal vez fue "Velada sobre Novelas de Costumbres Cómicas"?). Lo único que Eddie recordaba era que los otros dos novelistas que leyeron con él habían sido más divertidos

– Mire… -le dijo Eddie a la chica que recogía las entradas-. No necesito entrada porque soy el presentador

Buscó en la cartera empapada en busca del ejemplar de Sesenta veces dedicado a Ruth. Quería enseñar a la chica su foto en la contraportada, para demostrarle que era realmente quien decía ser

– ¿Que es usted quién? -preguntó la joven. Entonces vio el libro mojado que le tendía

Sesenta veces Novela Ed O'Hare

(Eddie consiguió que le llamaran Ed sólo en sus libros. Su padre seguía llamándole Edward y, aparte de él, todo el mundo le llamaba Eddie. Incluso le complacía que se refiriesen a él simplemente como Ed O'Hare en las críticas no demasiado buenas que recibía.)

– Soy el presentador -repitió Eddie a la muchacha que tomaba las entradas-. Soy Ed O'Hare

– ¡Dios mío! -exclamó la joven-. ¿Es usted Eddie O'Hare? Le están esperando desde hace mucho rato. Llega muy tarde. -Lo siento… -empezó a decir él, pero la joven ya le hacía avanzar entre la multitud

"¡Agotadas!", pensaba Eddie. ¡Qué muchedumbre se había reunido allí, y qué jóvenes eran! La mayoría de ellos parecían estudiantes universitarios. No era el público habitual en la YMHA, aunque Eddie empezó a ver que también habían acudido representantes de ese público. Para Eddie, la "gente habitual" era una multitud, de aficiones literarias y aspecto serio, que ya antes de la lectura fruncía el ceño previendo lo que iba a escuchar. No era la clase de público que le gustaba a Eddie: faltaban aquellas viejecitas de aspecto frágil que siempre iban solas o con una amiga muy desventurada, a juzgar por su expresión, y aquellos hombres más jóvenes que siempre le parecían a Eddie demasiado guapos, con una apostura poco viril. (Así era precisamente cómo se veía a sí mismo.)

Se preguntó qué diablos estaba haciendo allí. ¿Por qué había aceptado presentar a Ruth Cole? ¿Por qué se lo habían pedido? Ansiaba desesperadamente poder dar respuesta a estos interrogantes. ¿Había sido idea de Ruth?

En el espacio entre bastidores del salón de conciertos hacía tal bochorno que Eddie no distinguía entre el sudor y la humedad de sus ropas, por no mencionar los restos del agua embarrada

– Hay un lavabo frente al camerino -le decía la joven-, por si desea… asearse.

"Estoy hecho un desastre y no tengo nada interesante que decir", concluyó Eddie. Durante años había imaginado el momento en que se encontraría de nuevo con Ruth, pero la diferencia con la realidad no podía ser mayor. Imaginaba un encuentro más privado, tal vez una comida o una cena. Y Ruth, por lo menos alguna vez, también debía de haber imaginado el encuentro con él. Al fin y al cabo, Ted habría hablado a su hija de Marion y de las circunstancias de aquel verano de 1958. Era impensable que Ted no lo hubiera hecho. Por supuesto, Eddie habría sido un personaje del relato, si no el malo principal

¿Y no era justo prever que Eddie y Ruth tendrían mucho de qué hablar, aun cuando su principal interés común fuese Marion? Después de todo, ambos escribían novelas, aunque entre sus obras respectivas había una diferencia abismal. Ruth era una superestrella y Eddie era… ¿Qué diablos era?, se planteó, y llegó a la conclusión de que, comparado con Ruth Cole, no era nadie. Tal vez ésa sería la manera más apropiada de iniciar su presentación

No obstante, cuando le invitaron a presentarla, Eddie creyó fervientemente que tenía la mejor de las razones para aceptar la invitación. Durante seis años había abrigado un secreto que deseaba compartir con Ruth. Durante seis años, había conservado las pruebas. Ahora, aquella noche de perros, tenía consigo las pruebas en aquella abultada cartera. ¿Qué importaba que las pruebas se hubieran mojado un poco?

La cartera contenía un segundo libro, y Eddie creía que su importancia era mucho mayor para Ruth que el ejemplar dedicado de Sesenta veces. Seis años atrás, cuando Eddie leyó ese otro libro, sintió la tentación de decírselo a Ruth, incluso pensó en la posibilidad de hacerle llegar el volumen de manera anónima. Pero entonces vio una entrevista con la escritora por televisión, y alguna de sus manifestaciones le contuvieron

Ruth nunca hablaba en profundidad de su padre ni de si tenía intención de escribir alguna vez un libro para niños. Cuando los entrevistadores le preguntaron si su padre le había enseñado a escribir, respondió: "Me enseñó algo sobre el relato breve y a jugar al squash, pero lo de escribir…, no, la verdad es que no me enseñó nada sobre la escritura". Y cuando le preguntaron por su madre (si su madre aún estaba "desaparecida", o si el hecho de ser una niña "abandonada" había influido de alguna manera en ella, como escritora o como mujer), Ruth pareció bastante indiferente a la pregunta

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