John Irving - Una mujer difícil

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Nacida para sustituir, en cierto modo, a dos hermanos muertos en un accidente, Ruth Cole vive una infancia muy especial. En el verano de 1958, cuando ella tiene cuatro años, Marion, su madre, tras una tórrida aventura con un jovencito de dieciséis, abandona el hogar. Ruth se queda con su padre, con el que mantiene una relación de amor-odio marcada por la rivalidad. Pero, andando el tiempo, a sus treinta y seis años, Ruth se ha convertido en una mujer atractiva y en una escritora de éxito, y, pese a su personalidad compleja y difícil, cuatro años después no sólo se ha casado, sino que tiene un hijo, enviuda y, por si fuera poco, se enamora por primera vez. Lo que no podía prever era la reaparición de la inquietante Marion…

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Los cimientos están agrietados. Dos pequeños refugios prefabricados sustituyen burlonamente al edificio de la estación. Hay dos bancos. (En esta fría y húmeda noche de noviembre nadie se sienta en ellos.) Han plantado un seto de aligustres mal cuidado a fin de disimular en lo posible la degeneración de esa línea de ferrocarril en otro tiempo próspera. Los restos de la estación abandonada, un teléfono público desprotegido y un andén alquitranado que se extiende cincuenta metros a lo largo de la vía…, pues bien, para la localidad, en general próspera, de Bridgehampton, eso pasa por ser una estación ferroviaria

A lo largo de ese lastimoso tramo de Maple Lane, la superficie de la calle presenta parches de asfalto vertido sobre el cemento original. Los márgenes están cubiertos de grava y mal definidos, no hay aceras. Y en esta noche de noviembre no hay tráfico. En Maple Lane no suele haber mucho tráfico rodado, no sólo porque el número de trenes de pasajeros que paran en la población de Bridgehampton es sorprendentemente reducido, sino también porque los mismos trenes son reliquias manchadas de carbonilla. Los pasajeros deben apearse al modo antiguo, es decir, bajando por los oxidados escalones situados en el extremo de cada vagón

Ruth Cole, como la mayoría de los viajeros de su nivel adquisitivo que iban con frecuencia a Nueva York, no tomaba el tren, sino el pequeño y cómodo autobús de línea. Y Eddie, aunque sus ingresos no podían compararse con los de Ruth, también tomaba el autobús

En Bridgehampton, ni siquiera media docena de taxis aguardan la llegada de los trenes, de los que probablemente apenas uno o dos viajeros se apearán allí. Por ejemplo, el expres del viernes por la noche, llamado Bala de Cañón, que llega a las 6.07 y parte a las 4.01 de la estación de Pennsylvania. Pero, en general, el extremo oeste de Maple Lane es un lugar sucio, triste y desierto. Los coches y taxis que avanzan hacia el este por la calzada o al sur por la avenida Corwith, tras la breve aparición de un tren ante el andén de la estación, parecen tener prisa por alejarse de allí

¿Acaso es de extrañar que Eddie O'Hare también quisiera alejarse de allí?

La noche de domingo que clausura el fin de semana en que se celebra la fiesta de Acción de Gracias es probablemente la más solitaria del año en los Hamptons. Incluso Harry Hoekstra, quien tenía todos los motivos del mundo para sentirse feliz, percibía aquella soledad. A las once y cuarto de aquella noche de domingo, Harry se dedicaba a un pasatiempo recién descubierto que era ahora su preferido. El policía retirado estaba meando en el césped que había detrás de la casa de Ruth en Sagaponack. El ex sargento Hoekstra había visto a varias prostitutas callejeras y drogadictos meando en las calles del barrio chino de Amsterdam. Sin embargo, hasta que probó a hacerlo en los bosques y campos de Vermont, y en los céspedes de Long Island, no supo hasta qué punto puede ser satisfactorio orinar al aire libre

– ¿Estás meando fuera otra vez, Harry? -le preguntó Ruth.

– Estoy mirando las estrellas -mintió él

No había estrellas que mirar. Aunque por fin había dejado de llover, el cielo estaba negro y el aire se había vuelto mucho más frío. La tormenta se había desplazado al mar, pero el viento del noroeste soplaba con fuerza. Fuera cual fuese el tiempo que traían las ráfagas de viento, el cielo seguía encapotado. Era una noche deprimente para cualquiera. El débil resplandor en el horizonte septentrional se debía a los faros de los coches del reducido número de neoyorquinos que aún no habían regresado a la ciudad. La autopista de Montauk, incluso en el carril en dirección oeste, presentaba una escasez de tráfico notable para cualquier noche de domingo. Debido al mal tiempo, todo el mundo había regresado pronto a casa. Harry recordó que la lluvia es el mejor policía

Y entonces el silbato del tren emitió su lastimero pitido. Era el tren con dirección este de las 23.17, el último de la noche. Harry se estremeció y entró en la casa

Ese mismo tren era el causante de que Eddie O'Hare no se hubiera acostado todavía. Esperaba levantado, porque no soportaba estar tendido en la cama y que ésta temblara cuando el tren llegaba y partía de nuevo. Eddie siempre se acostaba después de que pasara el tren con dirección este de las 23:17

Como había dejado de llover, Eddie se abrigó bien y estaba en el porche. La llegada del tren nocturno atraía la atención de los perros del barrio, que se enzarzaban en una confusión de ladridos, pero no transitaba un solo coche. ¿Quién podía tomar un tren con dirección este, hacia los Hamptons, cuando terminaba el fin de semana de Acción de Gracias? Eddie creía que nadie, aunque oyó que un coche abandonaba la zona de aparcamiento en el extremo oeste de Maple Lane. El vehículo avanzó en la dirección de Butter Lane y no pasó ante la casa de Eddie

Eddie seguía en el frío porche, escuchando el traqueteo del tren que partía. Después de que los perros hubieran dejado de ladrar y ya no se oyera el tren, intentaba disfrutar de la breve tranquilidad, el silencio desacostumbrado

El viento del noroeste traía definitivamente el invierno consigo. El aire frío soplaba sobre el agua, más cálida, de los charcos que salpicaban Maple Lane. Eddie oyó unos neumáticos de coche que rodaban en medio de la niebla resultante, pero eran como las ruedas de un camión de juguete, emitían un ruido apenas audible, aunque ese ruido ya había llamado la atención de uno o dos perros

Una mujer caminaba a través de la niebla, tirando de una de esas maletas que se ven con más frecuencia en los aeropuertos, una maleta provista de ruedecillas. Debido a las irregularidades de la calle, el pavimento agrietado, los bordes con grava, por no mencionar los charcos, la mujer tenía que esforzarse para que la maleta rodara, pues estaba mejor equipada para los aeropuertos que para el extremo en mal estado de Maple Lane

Envuelta en la oscuridad y la niebla, la mujer no parecía tener una edad concreta. Con una altura superior a la media, era muy delgada, pero no exactamente frágil. No obstante, incluso con el impermeable sin formas, que ella se ceñía para protegerse del frío, seguía teniendo una buena figura. No parecía en absoluto el cuerpo de una anciana, aunque ahora Eddie discernía que era, en efecto, una mujer ya muy entrada en años pero hermosa

Como no sabía si la mujer podía distinguirle en la oscuridad del porche, y haciendo lo posible por no sobresaltarla, Eddie le dijo:

– Perdone, ¿puedo ayudarla?

– Hola, Eddie -le dijo Marion-. Sí, puedes ayudarme, desde luego. Durante un tiempo que me parece larguísimo, he pensado en lo mucho que me gustaría que me ayudaras

¿De qué hablaron, al cabo de treinta y siete años? (Si eso le hubiera sucedido a usted, ¿de qué habría hablado primero?)

– La pena puede ser contagiosa, Eddie -le dijo Marion, mientras él tomaba su impermeable y lo colgaba en el ropero del vestíbulo

La casa sólo tenía dos dormitorios. La única habitación para invitados era pequeña y sin ventilación, y estaba en lo alto de la escalera, cerca de la habitación, no menos pequeña, que Eddie utilizaba como despacho. El dormitorio principal estaba abajo, y se veía desde la sala de estar, en cuyo sofá Marion estaba ahora sentada

Cuando empezó a subir la escalera con la maleta, Marion le detuvo, diciéndole:

– Dormiré contigo, Eddie, si no tienes inconveniente. Me cuesta bastante subir las escaleras

– Claro que no tengo inconveniente -replicó Eddie, y llevó la maleta a su dormitorio

– La pena es de veras contagiosa -repitió Marion-. No quería contagiarte mi pena, Eddie. Y tampoco quería pegársela a Ruth

¿Hubo otros hombres jóvenes en su vida? Uno no puede culpar a Eddie por preguntárselo. Los hombres jóvenes siempre se habían sentido atraídos hacia Marion. Pero ¿cuál de ellos podría haber igualado su recuerdo de los dos jóvenes a los que perdió? ¡Ni siquiera había habido un solo joven que igualara su recuerdo de Eddie! Lo que Marion empezó con Eddie había terminado con él

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