El armario del dormitorio sólo contenía unas pocas prendas de Ted y Marion para casos de emergencia. La habitación nunca estaba lo bastante a oscuras, pues tenía una claraboya, sin cortina, por la que a menudo se filtraba agua. Tanto para evitar la luz como las goteras, Marion cubría la claraboya con una toalla que fijaba con chinchetas, pero cuando Ted estaba allí quitaba la toalla. Sin la luz que entraba por la claraboya, no habría sabido cuándo era hora de levantarse. No había ningún reloj, y a menudo Ted se acostaba sin saber dónde había dejado su reloj de pulsera
La misma señora de la limpieza que se ocupaba de la casa familiar acudía a la casa vagón, pero sólo para pasar el aspirador y cambiar las sábanas. Tal vez debido a que la casa vagón estaba cerca del puente, donde pescaban los cangrejeros, normalmente utilizando como cebo trozos de pollo crudo, en el apartamento flotaba un olor permanente a volatería y salmuera. Y debido a que el propietario usaba el garaje para sus coches, Ted, Marion y Eddie comentaban que el olor del aceite lubricante y la gasolina saturaba el aire permanentemente
Si algo mejoraba el lugar, aunque sólo fuese ligeramente, eran las pocas fotografías de Thomas y Timothy que Marion había llevado allí. Procedían del dormitorio de invitados que ocupaba Eddie en la casa de los Cole, así como del baño de invitados adjunto, que también estaba a disposición del muchacho. (Eddie no podía saber que los pocos ganchos que había en las paredes desnudas eran un anuncio de los muchos ganchos para colgar cuadros que no tardarían en quedar a la vista. Tampoco podía haber predicho que durante muchos años le obsesionaría la imagen del empapelado visiblemente más oscuro donde las fotos de los chicos muertos habían colgado antes de que las quitaran.)
Todavía quedaban algunas fotografías de Thomas y Timothy en el dormitorio y el baño para invitados que utilizaba Eddie, y con frecuencia las miraba. Una de ellas, en la que aparecía Marion, era la que le llamaba más la atención. En la foto, que había sido tomada con luz matinal en una habitación de hotel en París, Marion se hallaba tendida en una cama anticuada con colchón de plumas; estaba despeinada y parecía soñolienta y feliz. Al lado de su cabeza, sobre la almohada, había un pie infantil descalzo y sólo una vista parcial de la pierna del niño, en pijama, que desaparecía bajo las ropas de cama. Lejos, en el otro extremo de la cama, había otro pie descalzo que, lógicamente, pertenecía a un segundo niño, no sólo dada la considerable distancia entre los pies descalzos, sino también porque el pijama que cubría la segunda pierna era diferente
Eddie no podía saber que la habitación de hotel estaba en París y pertenecía al otrora encantador Hótel du Quai Voltaire, donde los Cole se alojaron cuando Ted promocionaba la traducción francesa de El ratón que se arrastra entre las paredes. Sin embargo, Eddie reconoció que había algo extranjero, probablemente europeo, en la cama y los demás muebles. También supuso que los pies descalzos pertenecían a Thomas y Timothy, y que era Ted quien había hecho la fotografía
Allí estaban los hombros desnudos de Marion (sólo se veían los delgados tirantes de la combinación o la camisola) y uno de sus brazos. Una vista parcial de las axilas sugería que Marion las llevaba pulcramente depiladas. En aquella fotografía Marion debía de ser doce años más joven, todavía veinteañera. Eddie no la veía ahora muy distinta, aunque le parecía menos feliz que entonces. Tal vez el efecto de la luz matinal, que incidía oblicuamente en las almohadas, daba a su cabello un tono más rubio
Como todas las demás fotografías de Thomas y de Timothy, era una ampliación de veinte por veinticinco centímetros, rodeada por un paspartú y enmarcada en cristal. Eddie descolgaba la fotografía de la pared y la apoyaba en el sillón que había junto a la cama, de manera que Marion estuviera frente a él mientras permanecía tendido en la cama y se masturbaba. Para reforzar la ilusión de que la mujer le dirigía a él su sonrisa, Eddie sólo tenía que apartar de su mente los pies descalzos de los niños. La mejor manera de lograrlo era eliminarlos también de su vista, para lo cual bastaban dos trocitos de papel fijados al cristal con cinta adhesiva
Esta actividad se había convertido en su ritual nocturno cuando, una noche, le interrumpieron. Apenas empezaba a cascársela, oyó unos golpes en la puerta del dormitorio, que carecía de cerradura, seguidos por la voz de Ted
– ¿Estás despierto, Eddie? He visto luz. ¿Puedo entrar? Como es comprensible, Eddie se sobresaltó. Se puso a toda prisa el bañador todavía mojado y muy pegajoso que había puesto a secar en un brazo del sillón cercano a la cama, corrió al lavabo con la fotografía, y la colgó ladeada en su lugar, en la pared del baño
– ¡Ya voy! -gritó
Sólo al abrir la puerta recordó los dos trozos de papel, todavía fijados al cristal, que ocultaban los pies de Thomas y Timothy. Y había dejado la puerta del baño abierta. Era demasiado tarde para hacer nada al respecto. Ted, con Ruth en brazos, estaba en el umbral de la habitación de invitados
– Ruth ha tenido un sueño -dijo el padre de la niña-. ¿No es cierto, Ruthie?
– Sí -respondió la niña-. No era muy bonito
– Quería estar segura de que una de las fotografías está todavía aquí -explicó Ted-. Sé que no es una de las que su mamá llevó a la otra casa
– Ah -dijo Eddie, con la sensación de que la niña le atravesaba con la mirada
– Cada foto tiene una historia -le dijo Ted a Eddie-, y Ruth conoce todas las historias, ¿verdad, Ruthie?
– Sí -repitió la niña-. ¡Ahí está! -exclamó, señalando la foto que colgaba encima de la mesilla de noche, cerca de la sábana arrugada
El sillón, que Eddie había aproximado más a la cama para sus fines, no estaba donde debería estar, y Ted, con Ruth en brazos, tuvo que dar un rodeo para mirar más de cerca la foto
En aquella foto, Timothy, que se había hecho unos rasguños en una rodilla, estaba sentado en el mármol de una gran cocina. Thomas, mostrando un interés clínico por la herida de su hermano, estaba a su lado, con un rollo de gasa en una mano y un carrete de esparadrapo en la otra, jugando a que era el médico que curaba la rodilla ensangrentada. Por entonces Timothy tal vez tenía un año más que Ruth, y Thomas unos siete años
– Le sangra la rodilla, pero ¿se pondrá bien? -preguntó Ruth a su padre
– Se pondrá bien, sólo necesita una venda -respondió Ted.
– ¿Sin puntos ni aguja? -inquirió la niña
– No, Ruthie, sólo una venda
– Sólo está un poco herido, pero no se va a morir, ¿verdad?
– Así es, Ruthie
– Sólo hay un poco de sangre -observó Ruth
– Hoy Ruth se ha hecho un corte -le explicó Ted a Eddie, y le mostró una tirita en el talón de la niña-. Pisó una concha en la playa. Y esta noche ha tenido una pesadilla…
Ruth, satisfecha con el relato de la rodilla herida y con aquella fotografía, miraba ahora por encima del hombro de su padre. Le había llamado la atención algo del baño
– ¿Dónde están los pies? -preguntó la pequeña.
– ¿Qué pies, Ruthie?
Eddie ya se estaba moviendo para impedirles ver el cuarto de baño
– ¿Qué has hecho? -preguntó Ruth a Eddie-. ¿Qué les ha pasado a los pies?
– ¿De qué estás hablando, Ruthie? -inquirió Ted. Estaba bebido, pero, aun así, se mantenía en pie con un equilibrio razonable
Ruth señaló a Eddie
– ¡Los pies! -dijo malhumorada.
– ¡No seas grosera, Ruthie!
– ¿Señalar es ser grosera? -preguntó la niña
– Ya sabes que sí -replicó su padre-. Siento haberte molestado, Eddie. Tenemos la costumbre de enseñarle las fotos a Ruth cuando quiere verlas. Pero, como no queremos molestarte cuando estás a solas…, últimamente las ha visto poco
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