Pero siempre se las ingeniaba para introducirse en cualquier agujero y sacar personas a la superficie, y ahora que se había jubilado, me pregunté si estaría dispuesto a encargarse de mi asunto. Afortunadamente, seguía viviendo en su antiguo apartamento de Queens, con su hermana viuda y cuatro gatos. Cuando marqué su número, lo cogió al segundo tono.
– Fija tú el precio -le dije-. Te pagaré lo que me pidas.
– No quiero que me pagues nada, Nathan -respondió-. Con que cubras los gastos, será suficiente.
– Podría llevarte meses. No me gustaría que perdieras tanto tiempo y luego no sacaras nada en limpio.
– Lo haré encantado. Últimamente no tengo mucho que hacer. Saldré otra vez a la carretera, y será como en los años gloriosos.
– ¿Los años gloriosos?
– Claro. Todos los buenos ratos que pasamos juntos, Nathan. Dubinsky. Williamson. O'Hara. Lupino. Te acuerdas de esos asuntos, ¿verdad?
– Pues claro que los recuerdo. No sabía que fueras tan sentimental, Henry.
– Y no lo soy. O por lo menos no creía serio. Pero puedes contar conmigo. Por los viejos tiempos.
– Doy por sentado que está en Carolina del Norte o Carolina del Sur. Pero podría equivocarme.
– No te apures. Si Minor ha tenido teléfono alguna vez, podré localizarlo. Es pan comido.
Seis semanas después, Henry me llamó en plena noche y musitó cuatro sílabas en el teléfono:
– Winston-Salem.
A la mañana siguiente iba en un avión rumbo al Sur, al centro de la región tabaquera.
El número ochenta y siete de la calle Hawthorne era una destartalada casa de dos plantas en una carretera entre el campo y la periferia, a unos cinco kilómetros del centro urbano. Me perdí varias veces antes de encontrado, y cuando aparqué mi Ford Escort de alquiler en el camino de entrada a la casa, observé que todas las ventanas delanteras tenían las persianas echadas. Era un domingo triste y nublado de mediados de diciembre. La suposición lógica era que no había nadie en casa; o en caso contrario, que Rory y su marido vivían en aquella casa como en una cueva, protegiéndose contra el resplandor de la luz natural y rechazando las intrusiones del mundo exterior, erigidos en únicos miembros de una sociedad de dos personas. No había timbre, así que llamé a la puerta. Como no contestaron, volví a llamar. Desde que Rory dejó el mensaje en el contestador de Tom, habíamos estado esperando que llamara otra vez.
Pero no habíamos vuelto a saber de ella, y ahora que me encontraba frente a lo que tenía todo el aspecto de ser una casa vacía, empecé a preguntarme si seguía viviendo allí. Al llamar por tercera vez, me vino a la cabeza toda clase de ideas horripilantes. ¿Y si había intentado fugarse, me pregunté, y Minor la había atrapado? ¿Y si se la había llevado a otra ciudad, a otro estado, y le habíamos perdido la pista para siempre? ¿Y si le había dado un golpe y la había matado sin querer? ¿Y si ya no había nada que hacer, Y yo venía demasiado tarde para ayudada, demasiado tarde para devolverla al mundo al que pertenecía?
Se abrió la puerta, y ahí estaba Minor en carne y hueso, un hombre alto, bien parecido, de unos cuarenta años, pelo negro, bien peinado y dulces ojos azules. A lo largo de los últimos meses me lo había imaginado con tal aspecto de monstruo, que me llevé una impresión al descubrir lo poco peligroso, lo normal que parecía. Si había algo raro en su aspecto, era el hecho de que llevaba una camisa blanca de manga larga y una corbata azul bien anudada al cuello. ¿Qué clase de hombre andaba por casa con camisa blanca y corbata?, me pregunté. Tardé un momento en dar con la respuesta. Un hombre que acababa de venir de la iglesia, dije para mis adentros. Un hombre que respetaba el día del Señor y se tomaba la religión en serio.
– ¿Sí? -inquirió-. ¿En qué puedo servirle?
– Soy el tío de Rory -contesté-. Nathan Glass. Por casualidad pasaba por aquí y pensé en acercarme a veda.
– Ah. ¿Lo está esperando ella?
– No, que yo sepa. Según creo, no tienen ustedes teléfono.
– Exacto. No creemos en esas cosas. Incitan mucho a la cháchara y la frivolidad. Preferimos reservar las palabras para asuntos más esenciales.
– Muy interesante, señor…, señor…
– Minor. David Minor. Soy el marido de Aurora.
– Eso es lo que pensaba. Pero no me atrevía…
– Pase, señor Glass. Lamentablemente, Aurora no se encuentra bien hoy. Está arriba, descansando un poco; pero pase usted, sea bienvenido. Somos muy tolerantes por estos pagos. Aunque los demás no compartan nuestra fe, hacemos todo lo posible por tratados con dignidad y respeto. Es uno de los sagrados mandamientos del Señor.
Sonreí, pero no dije nada. Era muy amable, pero hablaba como un fanático, y lo último que quería era enzarzarme con él en una discusión teológica. Que se quedara con su Dios y Su Iglesia, dije para mí. Había ido hasta allí con el único propósito de saber si Rory se encontraba o no en peligro; y si lo estaba sacarla cuanto antes de aquella casa.
Basándome en el abandono del exterior (pintura desconchada, postigos rotos, hierbajos entre los escalones de cemento), esperaba encontrarme con un batiburrillo de muebles desvencijados abarrotando las habitaciones, pero resultó que el interior estaba más que presentable. Rory había heredado el talento de June para sacar partido a las cosas, y había creado en el cuarto de estar un ambiente austero pero acogedor, decorado con plantas, cortinas de cuadros hechas a mano, y un cartel de un museo en la pared del fondo que anunciaba una exposición de Giacometti. Minor me indicó con un gesto que tomara asiento en el sofá, y allí me senté. Él se instaló en una butaca al otro lado de la mesita de cristal, y ambos estuvimos unos momentos sin decir nada. Tentado estuve de entrar de lleno en el asunto -exigiendo subir a la planta alta y hablar con Aurora, acribillándolo a preguntas sobre Lucy, obligándolo a explicar por qué estaba su mujer tan asustada para llamar a su hermano-, pero comprendí que esa manera de enfocar las cosas podría tener un efecto contrario al deseado, así que fui exponiendo el asunto de la manera más delicada posible.
– Carolina del Norte -empecé-. La última noticia que tuvimos es que estaban viviendo con la madre de usted en Filadelfia. ¿Qué los trajo hasta aquí?
– Varias cosas -repuso Minor-. Mi hermana y su marido viven en la región, y me encontraron un buen trabajo. De ese trabajo pasé a otro aún mejor, y ahora soy su director de la Ferretería Valor Seguro, en la Galería Camelback. Quizá no le parezca gran cosa, pero es un trabajo honrado, y me gano la vida decentemente. Cuando pienso en lo que era hace seis o siete años, es un milagro que ahora esté donde estoy. Yo era un pecador, señor Glass. Drogadicto y fornicador, embustero y delincuente de poca monta, defraudaba a todos los que me querían. Entonces encontré la paz del Señor, y me salvé. Sé que es difícil que un judío como usted llegue a entendernos, pero no somos una secta más de fanáticos cristianos que creen en los tormentos del infierno y esgrimen la Biblia a cada instante. Nosotros no creemos en el Apocalipsis ni en el Día del Juicio Final; no creemos en el Éxtasis ni en el Fin de los Tiempos. Nos preparamos para la vida en el cielo viviendo bien en la tierra.
– Cuando habla de nosotros, ¿a quién se refiere?
– A nuestra Iglesia. Al Templo del Verbo Divino. Somos un grupo pequeño. Nuestra congregación sólo cuenta con sesenta miembros, pero el reverendo Bob es una inspirada autoridad religiosa, y nos ha enseñado muchas cosas. «En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios.»
– El Evangelio según San Juan. Capítulo primero, versículo uno.
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