– ¿Se lo has preguntado?
– Ya lo creo que se lo he preguntado. En cuanto volvió a casa de sus padres. Tuvimos una pelea horrible. La peor que hemos tenido desde que nos conocemos.
– ¿Y qué te dijo?
– Lo negó. Dijo que tenía celos y me imaginaba cosas.
– Ésa es buena señal, Rachel.
– ¿Buena? ¿Qué quieres decir con buena? Me mintió, y ahora ya no voy a poder confiar en él nunca más.
– Suponte lo peor. Imagínate que se acostó con ella y que te mintió al volver. Sigue siendo una buena señal.
– ¿Cómo puedes decir eso?
– Porque significa que no desea perderte. No quiere que vuestro matrimonio se deshaga.
– Pero ¿qué clase de matrimonio es éste? Cuando una no Se puede fiar del hombre con quien se ha casado, es como si no estuviera casada.
– Mira, cariño, lejos de mí el darte consejos. En asuntos matrimoniales, soy la persona menos indicada del mundo para decirle a nadie lo que tiene que hacer. Hemos vivido juntos en la misma casa durante los primeros dieciocho años de tu vida, y no es preciso recordarte el desastre que hice con tu madre. Hubo momentos en que estaba tan harto de ella, que verdaderamente deseé que se muriera. Me imaginaba accidentes de coche, descarrilamientos de trenes, caídas de escaleras empinadísimas. Es una confesión tremenda esta que te hago, y no quiero que pienses que me siento orgulloso; pero es importante que entiendas lo que es un mal matrimonio. Tu madre y yo somos un ejemplo de mal matrimonio. Nos quisimos durante una época, y luego todo se fue a hacer gárgaras. Pero a pesar de todo, seguimos juntos durante mucho tiempo, y por mal que nos lleváramos, logramos tenerte a ti. Tú eres el final feliz de toda la trágica historia, y como tú eres quien eres, yo no me arrepiento absolutamente de nada. ¿Me entiendes, Rachel? No conozco a Terrence lo suficiente para emitir un juicio sobre él. Pero estoy seguro de que no sois un mal matrimonio. La gente comete errores. Hace tonterías. Pero Georgina está ahora en la otra orilla del océano, y a menos que te hayas casado con un mujeriego empedernido, sospecho que ese pequeño episodio ha concluido para siempre. Aguanta una temporada y a ver qué pasa. No tomes ninguna decisión precipitada. Si él te aseguró que era inocente, ¿quién podría afirmar que no decía la verdad? Los antiguos amores son difíciles de olvidar por completo. A lo mejor Terrence ha perdido un momento la cabeza, pero ha vuelto contigo a Estados Unidos, y si lo quieres tanto como dices, es muy probable que todo salga bien. Mientras no resulte ser la mierda de marido que tu padre ha sido, hay esperanza. Y mucha. Esperanza de un futuro feliz para los dos. Esperanza de que tengáis hijos. Gatos y perros. Árboles y flores. Esperanza para Estados Unidos. Esperanza para Inglaterra. Esperanza para el mundo.
No sabía lo que decía. Las palabras brotaban locamente de mis labios, en un raudal incontenible de insensateces y exageradas emociones, y cuando llegué al final de mi ridículo discurso vi que Rachel estaba sonriendo, que sonreía por primera vez desde que entró en el restaurante. Quizá eso era todo lo que podía conseguir. Hacerle ver que estaba a su lado, que creía en ella, y que la situación probablemente no era tan negra como me la había pintado. Aunque sólo fuera eso, la sonrisa me decía que estaba empezando a tranquilizarse, y hablando la fui apartando despacio del tema, consciente de que la mejor medicina sería hacer que olvidara a Terrence durante un rato, que dejara de pensar en el problema que la obsesionaba desde hacía varias semanas. Capítulo a capítulo, la puse al corriente de todos los acontecimientos ocurridos desde la última vez que nos habíamos visto. En lo esencial, era una versión abreviada de todo lo que he consignado en este libro hasta el momento. No, no de todo; porque suprimí la historia de Marina y el otro collar (demasiado triste, demasiado humillante), no dije nada de la horrible conversación telefónica con la innombrable, y le ahorré los penosos detalles del fraude de La letra escarlata. Pero le di cuenta de todos los demás elementos: El libro del desvarío humano, el primo Tom, Harry Brightman, la pequeña Lucy, el viaje a Vermont, la aventura de Tom con Honey Chowder, el contenido del testamento de Harry, Tina Hott moviendo los labios con la letra de «No puedo dejar de amar a ese hombre». Rachel escuchó con atención, haciendo lo posible por asimilar tantas noticias sorprendentes mientras acompañaba la cena con buenos sorbos de vino. En lo que a mí se refiere, cuanto más hablaba, más me divertía. Había asumido el papel de viejo marinero, y podría haber seguido contando mis historias hasta el fin de la noche. Rachel se mostró especialmente deseosa de conocer a Lucy, de manera que quedamos en que vendría a mi apartamento el domingo siguiente; con o sin marido, como prefiriese.
También tenía ganas de ver a Tom, dijo, y entonces formuló la pregunta del millón de dólares:
– ¿Y qué sabes de Honey? ¿Crees que va a pasar algo?
– Lo dudo -contesté-. Tom dio su número al padre, con el encargo de que se lo pasara a ella, pero no ha llamado. Y que yo sepa, Tom tampoco la ha llamado. Si me diera por las apuestas, diría que nunca volveremos a ver a Honey. Una pena, pero parece que se ha acabado la historia.
Como de costumbre, me equivocaba. Exactamente dos semanas después de la cena con Rachel, el último viernes del mes, Honey Chowder se presentó en la librería con un vestido blanco de verano y una amplia pamela de paja. Eran las cinco de la tarde. Tom estaba sentado tras el mostrador, leyendo una vieja edición en rústica de Los artículos de la Confederación. Yo acababa de recoger a Lucy en el colegio, y ella y yo estábamos al fondo de la tienda, ordenando libros en la sección de Historia. Hacía dos horas que no entraba un solo cliente, y el único ruido que se oía era el apagado zumbido de! ventilador eléctrico.
La cara de Lucy se iluminó al ver entrar a Honey. Estuvo a punto de echar a correr hacia ella, pero le puse la mano en el brazo y musité:
– Todavía no, Lucy. Deja que hablen primero.
Honey, con los ojos clavados en Tom, no se había dado cuenta de que nosotros estábamos allí. Como dos agentes secretos, nuestra niña y vuestro seguro servidor se ocultaron tras una estantería y fueron testigos de la siguiente conversación.
– Qué hay, Tom -dijo Honey, dejando caer el bolso sobre el mostrador. Luego se quitó el sombrero y sacudió su larga y abundante melena-. ¿Cómo van las cosas?
Tom alzó la vista del libro y exclamó:
– ¡Pero bueno, Honey! ¿Qué estás haciendo aquí?
– Ya hablaremos luego de eso. Primero, quiero saber cómo estás.
– Pues, bien. Con mucho que hacer, un poco agobiado, pero bien. Han pasado muchas cosas desde la última vez que nos vimos. Se murió mi jefe, y por lo que parece yo he heredado la librería. Todavía estoy tratando de decidir lo que hacer con ella.
– No me refiero a los asuntos de trabajo. Me refiero a ti.
A tu vida íntima, a tu corazón.
– ¿Mi corazón? Sigue latiendo. Setenta y dos veces por minuto.
– Lo que quiere decir que sigues solo, ¿verdad? Si te hubieras enamorado, latiría más deprisa.
– ¿Enamorado? ¿De qué estás hablando?
– No habrás conocido a nadie este último mes, ¿verdad?
– No. Por supuesto que no. He estado demasiado ocupado.
– ¿Te acuerdas de Vermont?
– ¿Cómo podría olvidarlo?
– Y la última noche que estuviste allí, ¿la recuerdas?
– Sí. Recuerdo esa noche.
– ¿Y?
– ¿Y qué?
– ¿Qué ves cuando me miras, Tom?
– Pues no sé, Honey. Te veo a ti. Honey Chowder. A una mujer con un nombre increíble. A una mujer increíble con un nombre increíble.
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