Jeffrey Eugenides - Las vírgenes suicidas

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Sin embargo, esto es como querer apresar el viento. La esencia de los suicidios no era la tristeza ni el misterio, sino simplemente el egoísmo. Las hermanas Lisbon quisieron hacerse cargo de decisiones que conviene dejar en manos de Dios. Se convirtieron en criaturas demasiado poderosas para vivir con nosotros, demasiado ególatras, demasiado visionarias, demasiado ciegas. Lo que persistía detrás de ellas no era la vida, que supera siempre a la muerte natural, sino la lista más trivial de hechos mundanos que pueda imaginarse: el tictac de un reloj de un pared, las sombras de una habitación a mediodía y la atrocidad de un ser humano que sólo piensa en sí mismo. Su cerebro se hizo opaco a todo y sólo fulguró en puntos precisos de dolor, daños personales, sueños perdidos. Todos amábamos a alguna, pero iba empequeñeciéndose en un inmenso témpano de hielo, que se encogía hasta convertirse en un punto negro y agitaba unos brazos diminutos sin que oyéramos su voz. Después ya fue la cuerda alrededor de la viga, la píldora somnífera en la palma de la mano con una larga línea de la vida, la ventana abierta de par en par, el horno de gas, lo que fuera. Nos hacían partícipes de su locura, porque no podíamos hacer otra cosa que seguir sus pasos, repensar sus pensamientos, comprobar que ninguno confluía en nosotros. No nos cabía en la cabeza aquel vacío que podía sentir un ser capaz de segarse las venas de las muñecas, aquel vacío y aquella calma tan grandes. Teníamos que embadurnarnos la boca con sus últimas huellas, las marcas de barro en el suelo, las maletas apartadas de un puntapié, teníamos que respirar una y otra vez el aire de las habitaciones donde se habían matado. A fin de cuentas, daba igual que la edad que tuviesen, el que fueran tan jóvenes, lo único que importaba era que las habíamos amado y que no nos habían oído cuando las llamábamos, que seguían sin oírnos ahora, aquí arriba, en la casa del árbol, con nuestro escaso cabello y nuestra barriga, llamándolas para que salgan de aquellas habitaciones donde se habían quedado solas para siempre, solas en su suicidio, más profundo que la muerte, y en las que ya nunca encontraremos las piezas que podrían servir para volver a unirlas.

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– ¡Es lo que quiero! -dijo entre carcajadas-. ¡Adiós, mundo cruel! -Intentó arrojarse otra vez al lago, pero los amigos se lo impidieron-: No lo entendéis -exclamó-. ¡Soy adolescente, tengo problemas!

– No grites, que te van a oír -lo reprendió una voz de mujer.

A través de los árboles se divisaba la casa de los Lisbon, pero no se distinguían luces, probablemente porque a esa hora ya no funcionaba la electricidad. Nos metimos dentro, donde la gente se lo estaba pasando en grande. Los camareros servían ahora unos pequeños cuencos de plata llenos de helado verde. En la pista de baile habían colocado una caja de gas lacrimógeno que difundía una niebla totalmente inofensiva. El señor O'Connor bailaba con su hija. Todos brindaron por el futuro de Alice.

Nos quedamos hasta que amaneció. Al salir al encuentro de la primera madrugada alcohólica de nuestras vidas (una desleída aparición de luz, utilizada excesivamente a lo largo de los años por los directores que insisten en la misma nota), teníamos los labios hinchados a fuerza de besos y en la boca sentíamos un regusto a muchacha. En cierto sentido ya habíamos estado casados y divorciados, y Tom Faheem encontró una carta de amor en el bolsillo del pantalón, olvidada por la última persona que había alquilado el esmoquin. Las moscas del pescado que habían criado durante la noche seguían temblando en los árboles y en las farolas y hacían resbaladiza la acera, como si caminásemos entre ñames. El día amenazaba con ser bochornoso. Nos quitamos las chaquetas y seguimos por la calle de los O'Connor arriba, arrastrando los pies, después dimos la vuelta a la esquina y enfilamos nuestra calle hacia abajo. A lo lejos, delante de la casa de los Lisbon, estaba la ambulancia con sus destellos de luces. Ni siquiera se habían molestado en encender la sirena.

Aquella mañana los sanitarios vinieron por última vez. En nuestra opinión se movían con excesiva lentitud, y el gordo hizo el mismo chiste de siempre: aquello no era como en la televisión. Habían ido tantas veces a la casa que ni llamaron a la puerta, sino que entraron directamente, pasaron la cerca que ya no estaba, se dirigieron a la cocina para ver si el horno de gas estaba en marcha, bajaron al sótano donde encontraron la viga expedita y finalmente subieron a la planta superior, donde en el segundo dormitorio que inspeccionaron encontraron lo que andaban buscando: la última de las hermanas Lisbon metida en un saco de dormir y atiborrada de somníferos.

Llevaba tanto maquillaje encima que los sanitarios tuvieron la impresión de que algún empleado de pompas fúnebres la había preparado para que la vieran los deudos, impresión que persistió hasta que se dieron cuenta de que tenía corridos el carmín de los labios y la sombra de ojos. Al final se había manoseado un poco. Iba vestida de negro y llevaba velo, lo que a algunos les recordó las ropas de viuda de Jackie Kennedy. Y era verdad: el cortejo final, saliendo por la puerta principal, con los dos sanitarios que parecían portaféretros de uniforme y el ruido de los fuegos artificiales posteriores a la fiesta a poca distancia de la casa, hacía pensar en la solemnidad con que una figura nacional es conducida a su última morada. Ni el señor ni la señora Lisbon hicieron acto de presencia, por lo que nos correspondió a nosotros despedir a la muerta y, por consiguiente, estar presentes en la ceremonia en posición de firmes. Vince Fusilli sostenía en alto el mechero encendido, como en los conciertos de rock. Era lo más parecido a una llama eterna que teníamos a nuestro alcance.

Durante un tiempo tratamos de aceptar las explicaciones generales, que calificaban el dolor de las hermanas Lisbon como algo meramente histórico, surgido de la misma fuente que otros suicidios de adolescentes, cada muerte formando parte de una tendencia. Intentamos volver a nuestras vidas anteriores, dejar que las muchachas descansaran en paz, pero en la casa de los Lisbon seguía persistiendo un misterio que nos hacía ver, cada vez que la mirábamos, un arco flamígero en el tejado o una llama que oscilaba en alguna de las ventanas de arriba. Muchos de nosotros continuábamos soñando que las hermanas Lisbon se nos aparecían más reales que en vida, y despertábamos con la plena seguridad de que en la almohada persistía su perfume, llegado del otro mundo. Nos reuníamos casi a diario, como para comprobar lo que era evidente o para recitar fragmentos del diario de Cecilia (la descripción de Lux al probar la frialdad del mar, levantando una rodilla igual que un flamenco, había pasado a ser popular entre nosotros). Pese a todo, siempre terminábamos aquellas sesiones con la sensación de recorrer un camino que no conducía a ninguna parte, y cada vez nos sentíamos más hoscos y frustrados.

Quiso la suerte que el día en que se suicidó Mary se hubiera solucionado la huelga de empleados del cementerio después de cuatrocientos nueve días de negociaciones. La duración de la huelga había sido la causa de que los depósitos estuvieran llenos a rebosar desde hacía meses, por lo que ahora iban llegando de fuera del estado los muchos cadáveres que aguardaban ser enterrados. Los traían en camiones refrigerados o en avión, según los posibles del difunto. En la autopista Chrysler un camión tuvo un accidente y dio una vuelta de campana, por lo que en la primera página del periódico apareció una foto con todos los ataúdes metálicos desparramados como si fuesen lingotes. Nadie asistió a la misa de difuntos celebrada durante el entierro de las hermanas Lisbon aparte del señor y la señora Lisbon, el señor Calvin Honnicutt, empleado del cementerio recientemente reintegrado, y el padre Moody. Debido a lo limitado del espacio disponible, las tumbas de las chicas no estaban una al lado de la otra sino muy separadas, por lo que el cortejo fúnebre tuvo que trasladarse de sepultura en sepultura a la marcha terriblemente lenta del tráfico del cementerio. El padre Moody se lamentó de que el constante subir y bajar de la limusina había hecho que ya no recordase en qué tumba yacía cada muchacha.

– Tuve que hacer los panegíricos de una manera general -explicó-. Aquel día reinaba una gran confusión en el cementerio. Estamos hablando de los difuntos de todo un año. Toda la tierra estaba removida.

En cuanto al señor y a la señora Lisbon, la tragedia los había hundido en un estado de embotada sumisión. Seguían al sacerdote de sepultura en sepultura, hablando apenas. La señora Lisbon, bajo el efecto de los sedantes, continuaba con los ojos levantados al cielo, como si contemplase pájaros. El señor Honnicutt nos dijo:

– Me había pasado diecisiete horas seguidas trabajando, y eso gracias al No Doz. Sólo en aquel turno había enterrado a más de cincuenta personas. Pese a todo, aquella mujer me partió el corazón.

Vimos al señor y a la señora Lisbon cuando volvieron del cementerio. Salieron de la limusina con gran dignidad y se dirigieron a su casa; para acceder a las escaleras del porche de entrada se abrieron paso a través de arbustos y trozos rotos de pizarra. Por vez primera en la vida descubrimos el parecido existente entre la cara de la señora Lisbon y las caras de sus hijas, pero quizá esto se debía al velo negro que algunos recuerdan que llevaba. Nosotros no nos acordamos del velo y pensamos que es un detalle que obedece a una romántica elaboración de los recuerdos. Pese a todo, conservamos la imagen de una señora Lisbon vuelta hacia la calle y mostrando una cara que nunca habíamos visto a los que estábamos arrodillados ante las ventanas del comedor o atisbábamos a través de visillos de gasa, a los que sudábamos en el desván de Pitzenberger, a todos los que mirábamos por encima de capós de coche o desde hoyos utilizados como primera, segunda y tercera base, desde detrás de barbacoas o desde lo alto del arco descrito por un columpio. Se volvió, dirigió su mirada azul en todas direcciones -una mirada del mismo color que la de las niñas, fría, espectral e indiscernible-, y después dio media vuelta y siguió a su marido al interior de la casa.

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