Jeffrey Eugenides - Las vírgenes suicidas

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Sin embargo, esto es como querer apresar el viento. La esencia de los suicidios no era la tristeza ni el misterio, sino simplemente el egoísmo. Las hermanas Lisbon quisieron hacerse cargo de decisiones que conviene dejar en manos de Dios. Se convirtieron en criaturas demasiado poderosas para vivir con nosotros, demasiado ególatras, demasiado visionarias, demasiado ciegas. Lo que persistía detrás de ellas no era la vida, que supera siempre a la muerte natural, sino la lista más trivial de hechos mundanos que pueda imaginarse: el tictac de un reloj de un pared, las sombras de una habitación a mediodía y la atrocidad de un ser humano que sólo piensa en sí mismo. Su cerebro se hizo opaco a todo y sólo fulguró en puntos precisos de dolor, daños personales, sueños perdidos. Todos amábamos a alguna, pero iba empequeñeciéndose en un inmenso témpano de hielo, que se encogía hasta convertirse en un punto negro y agitaba unos brazos diminutos sin que oyéramos su voz. Después ya fue la cuerda alrededor de la viga, la píldora somnífera en la palma de la mano con una larga línea de la vida, la ventana abierta de par en par, el horno de gas, lo que fuera. Nos hacían partícipes de su locura, porque no podíamos hacer otra cosa que seguir sus pasos, repensar sus pensamientos, comprobar que ninguno confluía en nosotros. No nos cabía en la cabeza aquel vacío que podía sentir un ser capaz de segarse las venas de las muñecas, aquel vacío y aquella calma tan grandes. Teníamos que embadurnarnos la boca con sus últimas huellas, las marcas de barro en el suelo, las maletas apartadas de un puntapié, teníamos que respirar una y otra vez el aire de las habitaciones donde se habían matado. A fin de cuentas, daba igual que la edad que tuviesen, el que fueran tan jóvenes, lo único que importaba era que las habíamos amado y que no nos habían oído cuando las llamábamos, que seguían sin oírnos ahora, aquí arriba, en la casa del árbol, con nuestro escaso cabello y nuestra barriga, llamándolas para que salgan de aquellas habitaciones donde se habían quedado solas para siempre, solas en su suicidio, más profundo que la muerte, y en las que ya nunca encontraremos las piezas que podrían servir para volver a unirlas.

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Por supuesto que en aquellos momentos Mary aún vivía, pero la placa no dejaba constancia del hecho. Unos días más tarde volvió del hospital, después de permanecer dos semanas en él. Como sabía que se negarían, el doctor Hornicker ni siquiera pidió al señor y a la señora Lisbon que asistieran a las sesiones terapéuticas. Sometió a Mary a la misma batería de tests que había aplicado a Cecilia, lo que permitió dictaminar que no había en ella pruebas de trastorno psíquico como esquizofrenia o síndrome maníaco-depresivo.

– Las valoraciones demostraron que era una adolescente relativamente bien adaptada. Por supuesto que no tenía un futuro brillante, de modo que le recomendé una terapia continuada que le permitiera superar el trauma. Pero tenía buen aspecto, y un nivel elevado de serotonina.

Mary volvió a una casa sin muebles. El señor y la señora Lisbon, que habían regresado del motel, acamparon en el dormitorio principal. Facilitaron a su hija un saco de dormir. Como es lógico, el señor Lisbon se mostró reticente con respecto a los días que siguieron al triple suicidio, apenas si nos habló del estado en que Mary volvió a casa. Once años antes, cuando las hermanas Lisbon todavía eran pequeñas, la familia llegó a casa una semana antes que el camión de las mudanzas, por lo que también habían tenido que acampar, dormir en el suelo y leer cuentos a la luz de una lámpara de queroseno. Era extraño, pero durante sus últimos días en la casa el señor Lisbon volvió a recordar todo aquello.

– A veces, en plena noche, me olvidaba de todo lo que había ocurrido. Bajaba a la planta baja y por un momento tenía la impresión de que acabábamos de mudarnos y de que las niñas dormían en la tienda de campaña que habíamos instalado en la sala de estar.

Mary, metida en su saco de dormir, estaba sola en el extremo opuesto de aquellos días, sobre el duro suelo de un dormitorio que ya no compartía con nadie. El saco de dormir era antiguo, forrado de franela cubierta de bolitas y con un estampado de patos muertos sobre cazadores tocados con gorros rojos y una trucha saltando con un anzuelo prendido en la boca. A pesar de que era verano, Mary subió la cremallera y sólo dejó al descubierto la cabeza. Dormía hasta tarde, hablaba poco y se duchaba seis veces al día.

Desde nuestro punto de vista, la clase de tristeza de los Lisbon era absolutamente incomprensible, y por eso nos sorprendía todo lo que hacían durante aquellos últimos días en que los vimos. ¿Cómo era posible que se sentaran para comer, que al atardecer salieran al porche trasero para disfrutar del frescor de la brisa, que la señora Lisbon abandonase la casa con paso vacilante, como le vimos hacer una tarde, cruzara el jardín con el césped sin cortar y recogiera una flor del jardín de la señora Bates? ¿Cómo era posible que se la acercara a la nariz, que pareciera desagradarle su fragancia, que se la metiese en el bolsillo como un Kleneex usado, que saliera caminando a la calle y entrecerrando los ojos, pues no llevaba las gafas puestas, mirase a su alrededor? Además, el señor Lisbon dejaba todas las tardes la furgoneta aparcada en la sombra y abría el capó para inspeccionar el motor.

– Hay que mantenerse ocupado -comentó el señor Eugene como justificando su proceder-. ¿Qué otra cosa puede hacerse?

Vimos a Mary recorrer la calle rumbo a la casa del señor Jessup para tomar la primera lección de canto del año. Aunque no se había puesto previamente de acuerdo con él, el señor Jessup no podía darle con la puerta en las narices. Se sentó al piano y acompañó a Mary en las escalas y después metió la cabeza en un cubo de basura metálico para hacerle una demostración de cómo resonaba con su adiestrado vibrato.

Mary cantó la canción nazi de Cabaret, la que ella y Lux habían practicado el día que empezó la tragedia, y el señor Jessup comentó que todas las penalidades que había pasado habían prestado a su voz una melancolía y una madurez inusuales para su edad.

– Se fue sin pagar la lección -puntualizó-, pero es lo menos que podía hacer por ella.

Aquél volvió a ser un verano hecho y derecho. Había pasado más de un año desde que Cecilia se cortara las venas y difundiera el veneno en el aire. Un vertido en el río Rouge Plant aumentó el índice de los fosfatos en el lago y dio lugar a una capa de algas tan espesa que atascó los motores fuera borda. Con su capa de ondulante espuma, nuestro hermoso lago empezaba a tener todo el aspecto de un estanque cubierto de nenúfares. Los pescadores lanzaban piedras desde la orilla a fin de abrir rendijas por las que pudiesen pasar los hilos de las cañas. El olor que despedía la ciénaga era una ofensa para las magníficas mansiones de las familias acomodadas, para las pistas de paddle y para las fiestas de graduación celebradas bajo toldos iluminados. Las jóvenes que eran presentadas en sociedad se lamentaban de la desgracia que suponía tener que celebrar la fiesta justamente un año que todos recordarían por el mal olor. A pesar de ello, los O'Connor encontraron una ingeniosa solución al elegir la «asfixia» como tema de la fiesta de su hija Alice, razón por la cual los invitados acudieron con esmoquin y máscara de gas o traje de noche y casco de astronauta, mientras que el señor O'Connor llevaba un traje de buzo, lo que le obligaba a abrir el cristal de la escafandra para engullir el bourbon con agua. En el momento culminante de la fiesta, cuando Alice se metió en un pulmón artificial alquilado para la ocasión en el hospital Henry Ford (el señor O'Connor formaba parte del consejo de administración), el olor putrefacto que invadía el aire no parecía sino el toque de gracia de un ambiente de fiesta.

Como todo el mundo, asistimos a la fiesta de Alice O'Connor para olvidarnos un poco de las hermanas Lisbon. Los camareros negros, vestidos con chaquetas rojas, nos sirvieron alcohol sin pedirnos el carné de identidad y a cambio, a eso de las tres de la madrugada, tampoco nosotros dijimos nada cuando les vimos cargar las cajas de whisky sobrantes en el maletero de un desvencijado Cadillac. Dentro, conocimos a chicas a las que nunca se les había ocurrido quitarse la vida. Les servimos bebidas, bailamos con ellas hasta que ya no se tuvieron en pie y después las sacamos a la terraza cubierta. Perdieron los zapatos de tacón alto por el camino, nos besaron en la húmeda oscuridad y después se escabulleron y huyeron corriendo a vomitar recatadamente entre los arbustos. Mientras lo hacían, algunos de nosotros les sosteníamos la cabeza, luego dejábamos que se enjuagasen la boca con cerveza y seguidamente las volvíamos a besar. Las chicas estaban monstruosas con sus vestidos de ceremonia, confeccionados sobre jaulas de alambre. En lo alto de la cabeza tenían sujetas libras de cabello. Borrachas, besándonos o medio derribadas en las sillas, su destino era la universidad, el marido, el cuidado de los hijos, la infelicidad atisbada confusamente. En otras palabras: su destino era la vida.

En el calor de la fiesta, a los adultos se les enrojecía la cara. La señora O'Connor se cayó del sillón de orejas y la falda de miriñaque se le levantó hasta la cabeza. El señor O'Connor empujó al cuarto de baño a una de las amigas de su hija. Aquella noche todo el vecindario pasó por casa de los O'Connor, cantó viejas canciones interpretadas por la atrevida banda o recorrió los pasillos de la parte de atrás, estuvo en la polvorienta sala de juegos o se metió en el ascensor, que hacía tiempo que no funcionaba. La gente alzó las copas de champán y dijo que estábamos recuperando nuestra industria, nuestra nación, nuestro estilo de vida. Los invitados se pasearon por debajo de farolillos venecianos que conducían hasta el lago. Bajo la luz de la luna, la capa de algas era como una alfombra hirsuta y todo el lago parecía un salón hundido. Alguien cayó dentro, fue rescatado y conducido al muelle, donde permaneció tumbado.

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