Jeffrey Eugenides - Las vírgenes suicidas

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Sin embargo, esto es como querer apresar el viento. La esencia de los suicidios no era la tristeza ni el misterio, sino simplemente el egoísmo. Las hermanas Lisbon quisieron hacerse cargo de decisiones que conviene dejar en manos de Dios. Se convirtieron en criaturas demasiado poderosas para vivir con nosotros, demasiado ególatras, demasiado visionarias, demasiado ciegas. Lo que persistía detrás de ellas no era la vida, que supera siempre a la muerte natural, sino la lista más trivial de hechos mundanos que pueda imaginarse: el tictac de un reloj de un pared, las sombras de una habitación a mediodía y la atrocidad de un ser humano que sólo piensa en sí mismo. Su cerebro se hizo opaco a todo y sólo fulguró en puntos precisos de dolor, daños personales, sueños perdidos. Todos amábamos a alguna, pero iba empequeñeciéndose en un inmenso témpano de hielo, que se encogía hasta convertirse en un punto negro y agitaba unos brazos diminutos sin que oyéramos su voz. Después ya fue la cuerda alrededor de la viga, la píldora somnífera en la palma de la mano con una larga línea de la vida, la ventana abierta de par en par, el horno de gas, lo que fuera. Nos hacían partícipes de su locura, porque no podíamos hacer otra cosa que seguir sus pasos, repensar sus pensamientos, comprobar que ninguno confluía en nosotros. No nos cabía en la cabeza aquel vacío que podía sentir un ser capaz de segarse las venas de las muñecas, aquel vacío y aquella calma tan grandes. Teníamos que embadurnarnos la boca con sus últimas huellas, las marcas de barro en el suelo, las maletas apartadas de un puntapié, teníamos que respirar una y otra vez el aire de las habitaciones donde se habían matado. A fin de cuentas, daba igual que la edad que tuviesen, el que fueran tan jóvenes, lo único que importaba era que las habíamos amado y que no nos habían oído cuando las llamábamos, que seguían sin oírnos ahora, aquí arriba, en la casa del árbol, con nuestro escaso cabello y nuestra barriga, llamándolas para que salgan de aquellas habitaciones donde se habían quedado solas para siempre, solas en su suicidio, más profundo que la muerte, y en las que ya nunca encontraremos las piezas que podrían servir para volver a unirlas.

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– Las flores son blancas -dijo Trip Fontaine-. No sabíamos de qué color sería el vestido y el chico de la floristería nos ha dicho que el blanco va bien con todo.

– Me gusta que sean blancas -dijo Lux al tiempo que cogía el ramillete, que estaba dentro de una pequeña caja de plástico.

– No hemos querido comprar esas flores que se ponen en la muñeca -explicó Parkie Denton- porque siempre se caen.

– Sí, no son prácticas -dijo Mary.

Nadie dijo nada más. Nadie se movió. Lux examinó la flor encerrada en la cápsula contra el tiempo. De pronto, la señora Lisbon dijo:

– ¿Por qué no dejáis que ellos os las prendan?

Al oír aquellas palabras, las chicas dieron un paso al frente, ofreciendo tímidamente las pecheras de los vestidos. Los chicos manosearon torpemente las flores, las sacaron de sus estuches prescindiendo de los alfileres decorativos que las sujetaban. Sentían clavada sobre ellos la mirada de la señora Lisbon y, aunque estaban lo bastante cerca de las chicas para notar su aliento y oler el primer perfume que se habían puesto en la vida, no sólo procuraron no pincharlas, sino ni siquiera tocarlas. Levantaron suavemente la tela que les cubría los pechos y les prendieron las flores blancas sobre el corazón. Cada uno se adjudicó la chica a la que le había prendido la flor. Al terminar, dieron las buenas noches a la señora Lisbon y escoltaron a las chicas hasta el Cadillac, sosteniendo las cajas que habían contenido las flores sobre sus cabezas para protegerles el cabello de la lluvia.

A partir de aquel momento las cosas fueron mejor de lo que habían esperado. En sus casas, los muchachos se habían imaginado a las hermanas Lisbon con todos los elementos del decorado que les brindaba su pobre imaginación: retozando entre el oleaje o deslizándose juguetonas en la pista de hielo o haciendo oscilar ante nuestros ojos los pompones de los gorros de esquí como si fuesen frutas maduras. Pero ya en el coche, sentados junto a las chicas de carne y hueso, descubrieron hasta qué punto eran erróneas aquellas imágenes. Quedaron igualmente descartadas cualidades negativas tales como que las chicas estaban locas o al menos ligeramente chaladas. (Siempre resulta que la vieja loca que encuentras todos los días en el ascensor está perfectamente cuerda cuando decides hablar con ella.) La revelación fue, para los chicos, más o menos ésta:

– No eran muy diferentes de mi hermana -declaró Kevin Head.

Alegando que nunca tenía ocasión de hacerlo, Lux quiso sentarse delante. Se colocó entre Trip Fontaine y Parkie Denton. Mary, Bonnie y Therese se apelotonaron en el asiento de atrás, Bonnie la más fastidiada. Joe Hill Conley y Kevin Head se sentaron uno a cada lado, junto a las puertas traseras.

Vistas de cerca, las hermanas Lisbon tampoco parecían deprimidas. Se instalaron en los asientos sin que les importaran demasiado las apreturas. Mary iba casi sentada en las rodillas de Kevin Head y se pusieron a charlar inmediatamente. Al pasar por delante de las casas, hacían comentarios sobre las familias que vivían en ellas, lo que indicaba que nos habían estado observando con el mismo interés con que nosotros las observábamos a ellas. Hacía dos veranos que habían visto al señor Tubbs, cogerente de UAW, cuando daba un puñetazo a la mujer que siguió a su esposa hasta su casa después de un accidente de automóvil sin importancia. Sospechaban que los Hessen habían sido nazis o simpatizantes de los nazis. Detestaban el cobertizo de aluminio de los Krieger.

– El señor Belvedere ataca de nuevo -dijo Therese refiriéndose al presidente de la empresa de rehabilitación de viviendas en su anuncio nocturno.

Como nosotros, las chicas tenían recuerdos muy precisos sobre diferentes arbustos, árboles y tejados de garajes. Se acordaban de los motines racistas, del día en que desfilaron los tanques por nuestra calle y la Guardia Nacional se lanzó en paracaídas en los patios de nuestras casas. Después de todo, eran vecinas nuestras.

Al principio los chicos permanecían callados, agobiados por la locuacidad de las hermanas Lisbon. ¿Quién hubiera dicho que hablaban tanto, que tenían tantas opiniones, que palpaban el mundo con tantos dedos? Entre las esporádicas ojeadas que les habíamos dirigido, las chicas habían continuado sus vidas, desarrollándose de una manera que ni siquiera podíamos imaginar, leyéndose todos los libros de la expurgada biblioteca familiar. Sin embargo, en cierto modo habían aprendido cómo debían comportarse cuando salían con chicos gracias a la televisión o a lo que habían observado en la escuela, por lo que sabían mantener una conversación fluida o llenar los embarazosos silencios que pudieran producirse. Su inexperiencia en materia de trato con chicos se ponía únicamente de manifiesto a través de sus remilgados peinados, cuyo relleno parecía estar a punto de salirse por todas partes, o de las agujas excesivamente visibles con que se sujetaban el cabello. La señora Lisbon jamás les había dado consejos de belleza y tenía vedada la entrada en la casa a las revistas femeninas (un artículo publicado en Cosmo, «¿Eres multiorgásmica?», había sido la gota que colmó el vaso). Las chicas Lisbon lo habían hecho lo mejor que habían podido.

Lux se pasó todo el viaje manipulando la radio para localizar su canción favorita.

– Me crispa los nervios -dijo-, sabes que la están tocando en alguna parte pero no puedes localizarla.

Parkie Denton enfiló la avenida Jefferson, pasó por delante del edificio Wainwright con su histórica lápida verde y se dirigió al grupo de mansiones situadas frente al lago. En los jardines delanteros brillaban farolasde gas de imitación. En cada esquina había una camarera negra esperando el autobús. Siguieron adelante, pasaron frente al resplandeciente lago y finalmente llegaron a la escuela después de atravesar el camino cubierto por las irregulares copas de los olmos.

– Esperemos un poco -rogó Lux-, quiero fumarme un cigarrillo antes de entrar.

– Papá lo olerá -dijo Bonnie desde el asiento trasero.

– ¡Qué va! Llevo pastillas de menta -dijo agitándolas.

– Huele el tabaco en la ropa.

– Pues se le dice que en el lavabo había alguien fumando.

Parkie Denton bajó la ventana de delante mientras Lux fumaba. No se dio prisa, sacaba el humo por la nariz. De pronto avanzó la barbilla en dirección a Trip Fontaine, redondeó los labios y, con un perfil de chimpancé, le envió tres anillos de humo perfectos.

– Que no se muera ninguna virgen -exclamó Joe Hill Conley inclinándose hacia el asiento delantero y atrapando uno.

– ¡Menuda vulgaridad! -dijo Therese.

– Sí, Conley -dijo Trip Fontaine-, a ver cuándo empiezas a crecer un poco.

Camino del baile, se formaron las parejas. A Bonnie se le quedó metido el tacón del zapato en la grava y tuvo que apoyarse en Joe Hill Conley para desengancharlo. Trip Fontaine y Lux iban juntos, ya formaban un todo. Kevin Head iba al lado de Therese, mientras Parkie Denton daba el brazo a Mary.

La llovizna había parado un momento y habían empezado a aparecer grupos de estrellas. Bonnie, que había conseguido liberar el tacón, levantó los ojos al cielo y comentó:

– ¡Siempre la Osa Mayor! Cuando miras los mapas los ves llenos de estrellas, pero si levantas los ojos lo único que ves es la Osa Mayor.

– Es por las luces de la ciudad -le aclaró Joe Hill Conley.

– ¡Pamplinas! -dijo Bonnie.

Las hermanas Lisbon sonreían al entrar en el gimnasio, lleno de rutilantes calabazas y de espantapájaros vestidos con los colores de la escuela. El comité encargado de organizar el baile había optado por el tema de la siega. La pista de baloncesto estaba cubierta de paja y en la mesa de la sidra había cornucopias que vomitaban tumorosos calabacines. El señor Lisbon ya había llegado, llevaba una corbata anaranjada que reservaba para las ocasiones festivas. Estaba hablando con el señor Tonover, el profesor de química. El señor Lisbon no se dio por enterado de que sus hijas acababan de llegar aunque muy bien podía haber sido que no las hubiera visto. Las luces de la pista habían sido recubiertas con gelatina anaranjada del teatro y las gradas quedaban a oscuras. Del tanteador colgaba una bola de discoteca que habían alquilado y que inundaba la sala de manchas de luz.

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