Jeffrey Eugenides - Las vírgenes suicidas

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Sin embargo, esto es como querer apresar el viento. La esencia de los suicidios no era la tristeza ni el misterio, sino simplemente el egoísmo. Las hermanas Lisbon quisieron hacerse cargo de decisiones que conviene dejar en manos de Dios. Se convirtieron en criaturas demasiado poderosas para vivir con nosotros, demasiado ególatras, demasiado visionarias, demasiado ciegas. Lo que persistía detrás de ellas no era la vida, que supera siempre a la muerte natural, sino la lista más trivial de hechos mundanos que pueda imaginarse: el tictac de un reloj de un pared, las sombras de una habitación a mediodía y la atrocidad de un ser humano que sólo piensa en sí mismo. Su cerebro se hizo opaco a todo y sólo fulguró en puntos precisos de dolor, daños personales, sueños perdidos. Todos amábamos a alguna, pero iba empequeñeciéndose en un inmenso témpano de hielo, que se encogía hasta convertirse en un punto negro y agitaba unos brazos diminutos sin que oyéramos su voz. Después ya fue la cuerda alrededor de la viga, la píldora somnífera en la palma de la mano con una larga línea de la vida, la ventana abierta de par en par, el horno de gas, lo que fuera. Nos hacían partícipes de su locura, porque no podíamos hacer otra cosa que seguir sus pasos, repensar sus pensamientos, comprobar que ninguno confluía en nosotros. No nos cabía en la cabeza aquel vacío que podía sentir un ser capaz de segarse las venas de las muñecas, aquel vacío y aquella calma tan grandes. Teníamos que embadurnarnos la boca con sus últimas huellas, las marcas de barro en el suelo, las maletas apartadas de un puntapié, teníamos que respirar una y otra vez el aire de las habitaciones donde se habían matado. A fin de cuentas, daba igual que la edad que tuviesen, el que fueran tan jóvenes, lo único que importaba era que las habíamos amado y que no nos habían oído cuando las llamábamos, que seguían sin oírnos ahora, aquí arriba, en la casa del árbol, con nuestro escaso cabello y nuestra barriga, llamándolas para que salgan de aquellas habitaciones donde se habían quedado solas para siempre, solas en su suicidio, más profundo que la muerte, y en las que ya nunca encontraremos las piezas que podrían servir para volver a unirlas.

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– Ni siquiera se lo decían -explicó Mary Peters-. Era algo así como un casamiento amañado o cosa parecida. Algo inquietante.

Pese a todo, seguía en pie el permiso, para que Lux estuviera contenta, para que ellas estuvieran contentas o simplemente para terminar con la monotonía de otra noche de viernes. Cuando años más tarde hablamos con la señora Lisbon, nos dijo que ella no había abrigado duda alguna con respecto a aquella salida, mencionando en apoyo de tal afirmación los vestidos que había confeccionado especialmente para aquella velada. En efecto, una semana antes del baile había llevado a sus hijas a una tienda de tejidos. Las chicas se habían paseado entre estanterías llenas de cortes de tela, con el patrón en papel de un vestido de ensueño, pese a que importaba poco el vestido que pudieran escoger. La señora Lisbon añadió un par de centímetros al perímetro torácico y cuatro más a las cinturas y dobladillos y los vestidos se convirtieron en cuatro sacos informes e idénticos.

Hay una foto de aquella noche (documento número diez). Las niñas aparecen una al lado de la otra con sus vestidos de fiesta, hombro contra hombro, como las pioneras. Sus rígidos peinados (o «antipeinados», según dijo Tessie Nepi, la esteticista) poseen aquella connotación estoica y presuntuosa de la moda europea que intenta imponerse a la rusticidad. También los vestidos tienen un aire extranjerizante, con sus pecheras rematadas de encaje y sus cerrados escotes. Aquí están tal como las conocimos, tal como seguimos recordándolas: la asustadiza Bonnie, como rehuyendo el destello de la fotografía; Therese, con aquella cabeza suya comprimida que le hacía entrecerrar las suspicaces rendijas de los ojos; Mary, muy comedida y en pose; y Lux, que no mira la cámara sino el aire. Aquella noche llovió y justo sobre la cabeza de Lux cayó un goterón que le fue a parar a la mejilla un segundo antes de que el señor Lisbon dijera: «Cuidado». Aunque dista mucho de ser perfecta (un foco perturbador de luz irrumpe por la izquierda), la fotografía reproduce el orgullo de una prole hermosa y de un rito liminar. En los rostros de las hermanas Lisbon resplandece una especie de esperanza. Agarradas entre sí, empujándose para caber en el encuadre, es como si se animaran a esperar algún descubrimiento o algún cambio de vida. Sí, de vida. Eso, por lo menos, es lo que nos parece ver. No la toquen, por favor. Volvemos a guardarla en el sobre.

Una vez hecha la fotografía, las chicas se quedaron esperando a los muchachos cada una a su manera, Bonnie y Therese se sentaron a jugar a las cartas, mientras Mary permanecía inmóvil en el centro del salón, como si no quisiese que se le arrugara el vestido. Lux abrió la puerta principal y caminó, vacilante, hacia el porche. Creímos, de pronto, que se había torcido el tobillo, pero después nos dimos cuenta de que llevaba tacones altos. Caminaba arriba y abajo, como practicando, hasta que el coche de Parkie Denton dobló la esquina. Entonces dio media vuelta, llamó al timbre de la puerta de su casa para avisar a sus hermanas y desapareció en el interior.

Nosotros estábamos en la calle y vimos acercarse el coche. El Cadillac amarillo de Parkie Denton se aproximó flotando calle abajo, los chicos como suspendidos en el interior. Pese a que llovía y estaba funcionando el limpiaparabrisas, el interior del coche resplandecía con un cálido fulgor. Al pasar por delante de la casa de Joe Larson, los chicos levantaron los pulgares.

El primero en salir fue Trip Fontaine. Se había remangado las mangas de la chaqueta como había visto que hacían los modelos masculinos que aparecían en las revistas de moda de su padre. Llevaba una corbata muy estrecha. Parkie Denton se había puesto una americana azul, al igual que Kevin Head. Finalmente salió Joe Hill Conley, que iba sentado detrás y llevaba una americana de tweed que le estaba grande porque era de su padre, maestro de escuela y comunista. Los chicos titubearon un momento y se quedaron junto al coche, como si no advirtieran que estaba lloviendo, hasta que Trip Fontaine se dirigió por fin al camino de entrada de la casa. Los perdimos de vista cuando cruzaron la puerta, aunque después nos contaron que el principio de aquella salida había sido como el de otra cualquiera. Las chicas habían desaparecido escaleras arriba, fingiendo no estar preparadas, y el señor Lisbon había hecho pasar a los muchachos al salón.

– Las niñas bajarán en seguida -dijo mirando el reloj-. ¡Huy! Será mejor que yo también me prepare.

Bajo el arco apareció la señora Lisbon. Tenía la mano en la sien, como si le doliera la cabeza, pero sonrió cortésmente.

– Hola, chicos.

– Hola, señora Lisbon -dijeron todos al unísono.

Como Joe Hill Conley diría más tarde, tenía el aspecto contenido de una persona que ha estado llorando en la habitación de al lado. Había advertido en la señora Lisbon (esto dijo muchos años después, por supuesto, cuando Joe Hill Conley ya se arrogaba la facultad de extraer a voluntad la energía de su chakras) un dolor antiguo que emanaba de toda su persona, algo que era el compendio del dolor de toda su familia.

– Era una mujer que provenía de una raza triste -dijo-. La cosa no había empezado con Cecilia, sino que aquella tristeza se había iniciado mucho antes, antes de América. Las chicas también la tenían.

Nunca habían advertido que llevase gafas bifocales.

– Le partían los ojos por la mitad.

– ¿Quién conduce? -preguntó la señora Lisbon.

– Yo -respondió Parkie Denton.

– ¿Cuánto tiempo hace que tienes carné?

– Dos meses. Pero ya hacía un año que tenía el permiso.

– Normalmente no dejamos que las niñas vayan en coche. Hay tantos accidentes ahora. Está lloviendo y los caminos deben de estar resbaladizos. Espero que seas prudente.

– Lo seremos.

– De acuerdo -exclamó el señor Lisbon-, ha terminado el interrogatorio. ¡Chicas! -gritó dirigiéndose al techo-. Me voy. Os veré en el baile, muchachos.

– Allá nos veremos, señor Lisbon.

Salió y dejó a los chicos solos con su esposa. La señora Lisbon no miraba a los ojos, pero hacía una exploración general, como las enfermeras jefes cuando revisan los gráficos. Después se acercó al pie de la escalera y miró hacia arriba. Ni el mismo Joe Hill Conley pudo deducir lo que pensó en aquel momento. Tal vez pensaba en Cecilia, cuando había subido por aquella misma escalera cuatro meses antes. O en la escalera por la que ella misma había bajado el día que tuvo su primera cita. O escuchaba aquellos ruidos que sólo puede oír una madre. Ninguno de los chicos recordaba haber visto nunca a la señora Lisbon tan distraída como aquel día. Parecía haber olvidado que ellos estaban allí. Tenía la mano en la sien (sí, le dolía la cabeza).

Por fin aparecieron las hermanas Lisbon en lo alto de la escalera. Estaba bastante oscuro (tres bombillas, de las doce que tenía la araña de cristal, estaban fundidas) y mientras bajaban se agarraban ligeramente a la barandilla. Los vestidos holgados que llevaban le recordaron a Kevin Head las túnicas de los niños que cantan en los coros.

– Pero ellas no parecían advertirlo. Creo, personalmente, que aquellos vestidos les gustaban. O a lo mejor es que estaban tan contentas de poder salir que no les importaba lo que llevasen. Tampoco a mí me importaba. Estaban guapísimas.

Sólo cuando llegaron al pie de la escalera los chicos se dieron cuenta de que no habían decidido cómo se emparejarían. Naturalmente, Trip Fontaine tenía derechos adquiridos sobre Lux, pero las otras tres estaban por adjudicar. Por suerte, los vestidos y los peinados las hacían homogéneas.

Una vez más, los chicos no estaban seguros de quién era quién. En lugar de preguntar, hicieron lo primero que se les ocurrió: ofrecerles la flor que llevaban para cada una.

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