Orhan Pamuk - Me Llamo Rojo
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Me detuve a mitad de las escaleras y miré el cielo un rato. Comencé a descender los helados escalones una vez que me aseguré de que me había quedado bastante atrás. No había bajado un par de ellos cuando alguien me agarró del brazo y me abrazó: Negro.
– Hace mucho frío -me dijo-. ¿No lo nota?
No tenía la menor duda de que era él quien le sorbía el seso a Seküre. Lo probaba incluso la manera confiada que tenía de cogerme del brazo. En su comportamiento había algo que quería decirme que había madurado después de trabajar doce años. Se acabaron las escaleras. Que me cuente luego de qué ha podido enterarse en el taller.
– Pasa delante, hijo mío -le dije-. Ve a unirte a los demás.
Se sorprendió pero no lo demostró. Incluso me gustó la manera que tuvo de soltarme el brazo muy serio y echar a andar. Si le entregaba a Seküre, ¿viviría con nosotros en la misma casa?
Salimos de la ciudad por la Puerta de Edirne cuando vi allá abajo, casi desapareciendo entre la bruma, el ataúd y a la multitud de ilustradores, calígrafos y aprendices que lo llevaban a hombros a toda velocidad bajando hacia el Cuerno de Oro. Iban con tal rapidez que ya habían hecho más de la mitad del camino fangoso que descendía desde la cañada cubierta de nieve hasta Eyüp. A la izquierda, entre la bruma y el silencio, humeaba tranquilamente la chimenea de la fábrica de velas de la fundación piadosa de la Hanim Sultán. Bajo las murallas estaban los mataderos y los desolladeros que trabajaban incesantemente para servir a los carniceros griegos de Eyüp. El hedor a carroña que surgía de allí se extendía por todo el valle hasta las cúpulas de la mezquita de Eyüp y los cipreses del cementerio, apenas visibles a lo lejos. Después de andar un rato, escuché cómo llegaban desde abajo los gritos de niños jugando en el nuevo barrio judío de Balat.
Cuando llegamos a la altura de Eyüp Mariposa se me acercó. Con su habitual manera fogosa entró directamente en el tema:
– Esto lo han hecho Aceituna y Cigüeña. Como todos los demás, sabían perfectamente lo mal que nos llevábamos el difunto y yo; y, además, sabían que todos lo sabían. Entre nosotros hay celos, incluso unos sentimientos hostiles y una enemistad evidentes por ver quién pasará a dirigir los talleres después del Maestro Osman. Ahora suponen que voy a cargar con la culpa o que por lo menos el Gran Canciller y, aconsejado por él, Nuestro Sultán se distanciarán de mí, no, de nosotros.
– ¿A quiénes te refieres cuando dices «nosotros»?
– Nosotros somos los que queremos que en los talleres continúe la antigua ética, que se siga el camino de los maestros persas, los que afirmamos que no todo se puede pintar por dinero. Los que afirmamos que en nuestros libros deberían aparecer las viejas leyendas, las epopeyas y las historias antiguas en lugar de armas, ejércitos, prisioneros y conquistadores, que no se deberían abandonar los antiguos modelos, que los auténticos ilustradores no deberían pintar cualquier motivo para el primero que se les aparezca por delante en una tienda del mercado para conseguir tres o cuatro piastras y verse obligados a aceptar trabajos humillantes. Y Nuestro Exaltado Sultán nos da la razón.
– Te estás calumniando inútilmente -le dije para que abreviara-. Estoy seguro de que en los talleres no puede haber nadie capaz de hacer semejantes cosas. Sois todos hermanos. No hay nada de malo en pintar algunos motivos que no se han hecho antes, al menos nada como para provocar enemistades.
En ese momento, tal y como me ocurrió cuando oí la noticia por vez primera, me di cuenta de una verdad absoluta. El asesino de Maese Donoso era uno de los maestros más notables de los talleres de Palacio y formaba parte de la multitud que subía la cuesta del cementerio por delante de mí. También estaba seguro de que las demoníacas intrigas del asesino continuarían, de que era un enemigo del libro que estaba dirigiendo y que, muy probablemente, venía a mi casa para que le encargara pinturas e ilustraciones para mi libro. ¿Estaba Mariposa enamorado también de mi hija como la mayoría de los ilustradores y pintores que iban y venían por mi casa? ¿Había olvidado mientras afirmaba todo aquello que a veces le había pedido pinturas que iban totalmente en contra de sus convicciones? ¿O era que intentaba sugerirme algo de una manera magistral?
No, no puede estar queriendo sugerirme nada, pensé poco después. Mariposa, como los demás maestros ilustradores, se sentía decididamente agradecido hacia mí: al desaparecer el dinero y los regalos con que Nuestro Sultán obsequiaba a los ilustradores a causa de las guerras y de su propio desinterés, durante un tiempo los únicos ingresos extraordinarios serios los obtuvieron gracias a mi libro. Sé que sentían celos los unos de los otros por mi causa y por ese motivo -pero no sólo por ese motivo- me citaba con ellos en mi casa por separado, pero aquello no implicaba en absoluto que sintieran enemistad por mí. Todos mis ilustradores eran hombres lo bastante maduros como para portarse de una manera inteligente y encontrar una razón más humana para conseguir apreciar sinceramente a alguien a quien se veían obligados a estimar puesto que dependían de él para sus ingresos.
Para que no se prolongara el silencio y volviera al mismo tema, le dije:
– Alabado sea Dios. Son capaces de subir el ataúd por la cuesta a la misma velocidad que lo han bajado.
Mariposa sonrió de manera agradable mostrando todos sus dientes.
– Es por el frío.
¿Es capaz éste de matar a un hombre?, pensé. Por envidia, por ejemplo. ¿Y luego a mí? Podría inventarse rápidamente una excusa: por ejemplo, que el tipo en cuestión era un blasfemo. Pero era un gran maestro, todo un talento, ¿para qué iba a matar? La vejez no debería ser sólo que resulte difícil subir las cuestas, sino también no tenerle tanto miedo a la muerte; y meterse en la cama de una joven esclava no por excitación sino como quien desafía una prohibición sólo denota falta de deseo. Le solté a la cara la decisión repentina que había tomado en ese momento siguiendo un impulso:
– No voy a seguir con el libro.
– ¿Cómo? -a Mariposa se le alteró el gesto.
– Hay algo de mal agüero en él. Y el Sultán ha interrumpido los pagos. Díselo a Aceituna y a Cigüeña.
Probablemente iba a preguntar más, pero nos encontramos de repente en el cementerio de la ladera, entre densos cipreses, altos helechos y lápidas. Como la tumba estaba rodeada por hileras de gente, sólo gracias a las voces de «en el nombre de Dios» y «bendito sea entre las gentes el Profeta de Dios» y por el hecho de que los sollozos se elevaran en cierto momento pude comprender que en ese instante estaban bajando el cuerpo a la tumba.
– Descubridle bien la cara, descubrídsela del todo -dijo alguien.
Estaban despojándole de la mortaja y debían de estar mirando cara a cara al muerto si es que a aquella cabeza aplastada le quedaba algún ojo; pero como estaba detrás no podía ver nada. Yo ya había mirado a la cara a la muerte, no en una tumba, sino en un lugar completamente distinto.
Un recuerdo: treinta años atrás, los antepasados de Nuestro Sultán, Guardián del Paraíso, se empeñaron en arrebatar la isla de Chipre a los venecianos, y el seyhülislam Ebussuut Efendi emitió un decreto en el que se recordaba que en tiempos de los sultanes de Egipto la isla había sido escogida para proveer de alimentos a La Meca y Medina y que no era correcto que una isla que debía alimentar los Sagrados Lugares permaneciera en manos de infieles cristianos. Y así fue como mi primera misión diplomática resultó ser un trabajo tan difícil como el de comunicarles a los venecianos aquella decisión inesperada y hacerles saber que debían entregarnos la isla. Visité las iglesias de Venecia, me perdí por sus puentes y palacios, me embrujaron las pinturas de las casas de los ricos, y en medio de toda aquella admiración que sentía y confiando en la hospitalidad que me demostraban les entregué una carta llena de amenazas en la que el Sultán les comunicaba que quería Chipre con un tono de enorme superioridad. Los venecianos se enfurecieron de tal manera que el Senado, que se reunió de inmediato, decidió que era inaceptable que se discutiera siquiera una petición parecida. Aún más, la multitud airada me había forzado a refugiarme en el palacio del Dux y ciertos indeseables consiguieron superar la barrera de guardias y porteros y estaban a punto de degollarme cuando dos guardias de corps del Dux me sacaron de allí por los pasadizos del palacio y lograron conducirme hasta una puerta de atrás que daba al canal. Allí, en medio de una niebla parecida a la de hoy, me esperaba un barquero alto y pálido, vestido todo de blanco, que me cogió del brazo; por un momento creí que se trataba de la muerte personificada y cuando le miré a los ojos me vi a mí mismo.
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