Orhan Pamuk - Me Llamo Rojo

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Me llamo Rojo nos introduce en el esplendor y la decadencia del Imperio Turco, una potencia que llegó hasta las puertas de Viena. Viajamos hasta el siglo XVI, el sultán desea inmortalizar su figura en un lienzo, pero la ley islámica lo prohíbe. La tentación vence y cuatro artistas trabajarán en secreto, elaborando un libro lleno de imágenes nunca antes pintadas. Hasta que uno de ellos desaparece.

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Yim

En su Historia , Rasidüddini Kazvini escribe complacido que hace doscientos cincuenta años las artes más estimadas y reverenciadas en Kazvin eran la ornamentación de libros, la caligrafía y la ilustración. El sha que por entonces ocupaba el trono de Kazvin, que gobernaba sobre multitud de países, desde Bizancio hasta China (y quizá su amor a las ilustraciones fuera el secreto de su fuerza), por desgracia no tenía hijos varones. Para que los países que había conquistado no se dividieran tras su muerte, decidió encontrar como marido para su bonita hija a un ilustrador inteligente, para lo cual organizó un concurso entre tres grandes maestros de sus talleres, los tres solteros. Según la Historia de Rasidüddini el concurso tenía un tema muy sencillo: ¡ver quién hacía la pintura más hermosa! Como, al igual que Rasidüddini, los tres jóvenes ilustradores sabían que aquello significaba pintar como los maestros antiguos, cada uno de ellos recreó una escena de las que más gustaban: una joven hermosa con la mirada en el suelo, ahogada por penas de amor, en un jardín paradisíaco entre cedros y cipreses, tímidos conejos e inquietas golondrinas. Uno de los ilustradores, que quería distinguirse de los otros, aunque sin saberlo los tres habían pintado la misma escena exactamente igual que los maestros antiguos, ocultó su firma en el lugar más recóndito del jardín, entre unos narcisos, con la intención de hacer suya la belleza de la pintura. Pero a causa de aquella insolencia, que tanto le alejaba de la humildad de los maestros de antaño, fue desterrado de Kazvin a China. Así pues, se convocó otro concurso entre los dos restantes. En esta ocasión ambos pintaron a una bella joven montada a caballo en un jardín maravilloso, una escena tan hermosa como una poesía. Uno de ellos, bien porque se le desviara el pincel o bien a propósito, es imposible saberlo, pintó de manera un tanto extraña la nariz del caballo blanco de aquella joven de ojos rasgados y pómulos salientes como las chinas; aquello fue considerado de inmediato como un defecto tanto por el padre como por la hija. Cieno, el ilustrador no había firmado su pintura, pero había introducido en aquella prodigiosa escena una imperfección magistral en la nariz del caballo de manera que se notara. «La imperfección es la madre del estilo», dijo el sha y desterró al artista a Bizancio. Pero según la gruesa Historia de Rasidüddini Kazvini mientras se realizaban los preparativos de la boda entre la hija del sha y el hábil ilustrador, que pintaba sin ninguna firma y sin ninguna imperfección, exactamente igual que los maestros antiguos, ocurrió algo más: un día antes de la boda, la hija del sha se pasó el día mirando melancólicamente la pintura que había hecho aquel que al día siguiente sería su marido. Por la tarde, cuando caía la oscuridad subió a ver a su padre: «Los maestros antiguos siempre pintaban a las jóvenes hermosas de sus prodigiosas obras como si fueran chinas y ésa es una norma inalterable que nos vino de Oriente, es cierto -le dijo-. Pero cuando amaban a alguien siempre ponían algo de su amada, cualquier huella, en las cejas, en los ojos, en los labios, en el pelo, en la sonrisa o incluso en las pestañas de la bella que pintaban. Esa imperfección secreta que introducían en su pintura se convertía en una señal de amor que sólo los propios amantes podían reconocer. He estado todo el día observando la pintura de la hermosa joven montada a caballo, padre mío, ¡y no tiene el menor rastro de mí! Este ilustrador quizá sea un gran maestro, y joven y guapo, pero no me ama». Y así el sha anuló de inmediato la boda y padre e hija vivieron juntos hasta el final de sus vidas.

– Entonces, y según esta tercera historia -comentó Negro de manera muy educada y respetuosa-, la imperfección que da lugar a eso que llamamos estilo, ¿surge de la marca secreta en la cara, la mirada o la sonrisa de la bella de la que está enamorado el ilustrador?

– No -le respondí orgulloso y seguro de mí mismo-. La novedad que se introduce en la imagen de la joven a la que ama el maestro ilustrador acaba por no ser un defecto sino una norma. Porque un tiempo después, como todos imitan al maestro, comienzan a pintar las caras de las jóvenes como la de esa bella muchacha.

Nos callamos un rato. Cuando vi que Negro, que había escuchado con toda su atención las tres historias, ahora la dirigía a los ruidos que hacía mi hermosa mujer mientras andaba por la antecámara y la habitación de al lado, clavé mi mirada en la suya.

– El primer cuento demuestra que el estilo es una imperfección -le dije-. El segundo que una pintura perfecta rechaza la firma. Y el tercero une las ideas del primero y el segundo y demuestra que las firmas y el estilo no son sino formas insolentes y estúpidas de presumir de la imperfección.

¿Cuánto entendía de ilustraciones aquel hombre a quien estaba dando una lección?

– ¿Has podido saber por las historias quién soy yo? -le pregunté.

– Sí -me respondió, pero no resultaba en absoluto convincente.

Para que no tengáis que intentar comprender quién soy limitándoos a su mirada y a su percepción, os lo diré yo directamente: puedo hacer cualquier cosa. Como los viejos maestros de Kazvin, dibujo y coloreo disfrutando y divirtiéndome con lo que hago. Os lo digo con una sonrisa: soy mejor que cualquiera. Y si mi intuición es correcta, no tengo nada que ver con la razón de la visita de Negro, la desaparición de Maese Donoso, el iluminador.

Negro me preguntó cómo se compaginaban el matrimonio y el arte.

Trabajo mucho y a gusto. Acabo de casarme con la muchacha más bonita del barrio. Si no pinto, hacemos el amor como locos. Luego vuelvo a trabajar. No le dije nada de eso. Es un gran problema, le dije en cambio. Si el pincel del ilustrador vierte maravillas sobre el papel, no puede otorgar a su esposa esa alegría, le dije. Y también es cierto lo contrario, si el cálamo del ilustrador hace feliz a su esposa, el otro cálamo, el que pinta sobre el papel, palidece en comparación, añadí. Como todos aquellos que envidian el talento de los ilustradores, Negro se creyó aquellas mentiras y se alegró de oírlas.

Me dijo que quería ver las últimas páginas que había ilustrado. Lo senté ante mi atril, entre pinturas, tinteros, pulidores de cristal, pinceles, palilleros y plumines. Mientras Negro examinaba una pintura de dos páginas que estaba haciendo para el Libro de las festividades en la que se mostraban las ceremonias de la circuncisión de nuestro Príncipe Heredero, me senté en un cojín rojo que había junto a él y, al sentir la calidez del cojín, recordé que poco antes había estado sentada allí mi bella mujer de hermosas caderas. Mientras yo dibujaba con mi cálamo de caña la amargura de los desdichados presos que estaban ante el Sultán, mi inteligente esposa me agarraba el otro cálamo.

Aquella escena de dos páginas que estaba dibujando mostraba la liberación, gracias a la benevolencia del Sultán, de los presos que habían sido encarcelados por no pagar sus deudas y de sus familias. Había pintado al Soberano, tal y como yo lo había visto durante las ceremonias, sentado sobre una alfombra en la que había sacos repletos de ásperos de plata, al Gran Canciller, algo más atrás y también sentado, leyendo el cuaderno en el que estaba anotado el registro de deudas, a los presos, con sus cepos y encadenados unos a otros por el cuello, afligidos y quejumbrosos ante el Sultán, los había representado serios, con la cara larga y, a algunos de ellos, con los ojos llenos de lágrimas, había dibujado vestidos de rojo y con hermosas caras al músico del laúd y al tamborilero que acompañaban con su música las oraciones y poesías que todos recitaban felices después de que el Sultán les entregara el obsequio de su magnanimidad que les libraría de la prisión, y para expresar de manera que se comprendiera lo mejor posible el dolor y la vergüenza de estar endeudado, aunque no lo había planeado así en un principio, pinté junto al último de los infelices presos a su mujer, con un vestido morado y afeada por el descuido, y a su hija, hermosa pero triste, con el pelo largo y vestida con una túnica roja. Estaba a punto de explicarle a aquel Negro de ceño fruncido, para que entendiera que pintar equivalía a amar la vida, cómo las hileras de endeudados encadenados se extendían a lo largo de las dos páginas, la lógica secreta del rojo en la pintura y todas las demás cosas que mi mujer y yo habíamos comentado entre risas mirando la pintura, como el hecho de que hubiera pintado del mismo color que el caftán de terciopelo del Sultán el perro que con tanto amor había dibujado a un lado, algo a lo que los maestros antiguos nunca se habrían atrevido, pero me hizo una pregunta de lo más impertinente.

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