Orhan Pamuk - Me Llamo Rojo

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Me llamo Rojo nos introduce en el esplendor y la decadencia del Imperio Turco, una potencia que llegó hasta las puertas de Viena. Viajamos hasta el siglo XVI, el sultán desea inmortalizar su figura en un lienzo, pero la ley islámica lo prohíbe. La tentación vence y cuatro artistas trabajarán en secreto, elaborando un libro lleno de imágenes nunca antes pintadas. Hasta que uno de ellos desaparece.

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¿Acaso sabía yo dónde podría estar el pobre Maese Donoso?

¡Qué pobre ni pobre! Un imitador que no valía cuatro cuartos, un tipo que hacía su trabajo sólo por el dinero, un imbécil sin la menor inspiración. No le dije nada de eso y le respondí:

– No. No lo sé.

¿Se me había ocurrido pensar que quizá los agresivos seguidores del predicador de Erzurum podían haberle hecho algo malo a Maese Donoso?

Me contuve y no le dije que él mismo era uno de ellos.

– No. ¿Por qué?

La pobreza, las plagas, la inmoralidad y el escándalo de los que somos esclavos en esta ciudad de Estambul sólo pueden explicarse aceptando que nos hemos alejado del Islam de los tiempos de Nuestro Profeta, el Enviado de Dios, que hemos adoptado nuevas y feas costumbres y que se han infiltrado entre nosotros las maneras de los francos. Eso es lo único que dice el predicador de Erzurum, pero sus enemigos quieren engañar al Sultán afirmando que sus seguidores atacan los monasterios donde se toca música y que profanan las tumbas de los santos hombres. O sea, que como saben que yo, al contrario que ellos, no alimento ninguna animosidad contra Su Excelencia el Erzurumí, muy educadamente insinúan que yo maté a Maese Donoso.

De repente caí en la cuenta de que aquellos rumores llevaban mucho tiempo corriendo entre los ilustradores. Aquel hatajo de inútiles sin inspiración ni talento ahora se dedicaba muy complacido a propagar que yo era un miserable asesino. Sólo por haber sido capaz de tomarse en serio las calumnias de esa pandilla de ilustradores envidiosos, me entraron ganas de partirle un tintero en su cabeza de circasiano a ese cretino de Negro.

Negro observaba mi cuarto de trabajo memorizando todo lo que veía; miraba con atención mis largas tijeras para el papel, los cuencos llenos de arsénico para el pigmento amarillo, los recipientes de pinturas, la manzana que mordisqueaba de vez en cuando mientras trabajaba, la cafetera y las tazas junto al hogar en la parte de atrás de la habitación, los cojines, la luz que se filtraba por la ventana medio abierta, el espejo que usaba para comprobar la composición de la página, mis camisas y un fajín rojo de mi mujer que permanecía en el suelo como un pecado y que se le había caído al salir a toda prisa de la habitación cuando llamaron a la puerta.

A pesar de que le ocultaba mis pensamientos, entregaba a su mirada desvergonzada y agresiva las pinturas que hacía y el cuarto en que vivía. Lo sé, este orgullo mío os sorprenderá, ¡pero soy el ilustrador que más dinero gana y por lo tanto el mejor! Porque Dios ha querido que la pintura sea pura alegría para mostrar al que sepa verlo que el mundo es también pura alegría.

13. Me llaman Cigüeña

Era la hora de la oración del mediodía. Llamaron a la puerta, fui a mirar y era Negro, a quien no veía desde nuestra infancia. Nos abrazamos. Tenía frío, así que le invité a pasar sin preguntarle siquiera cómo había encontrado el camino de mi casa. Su Tío lo había enviado para tirarme de la lengua para saber por qué había desaparecido Maese Donoso y dónde. Pero no sólo eso, también me traía nuevas del Maestro Osman. «Y tengo una pregunta -me dijo-. El Maestro Osman me había explicado que lo que distingue al auténtico ilustrador de los demás es el tiempo. El tiempo de la pintura». ¿Que qué pensaba yo de eso? Escuchad.

La pintura y el tiempo

Como todo el mundo sabe, antiguamente los ilustradores de nuestra parte del mundo, por ejemplo los antiguos maestros árabes, veían el universo como lo ven hoy los francos infieles y lo pintaban tal y como lo habían observado vagabundos y perros en las calles, dependientes y apios en la verdulería. Como no estaban al tanto de las técnicas de perspectiva de las que tan orgullosamente presumen hoy los maestros francos, su mundo era limitado y aburrido y se circunscribía a lo que podían ver los perros y los apios. Luego ocurrió algo y el universo de nuestra pintura se alteró de repente. Voy a contároslo empezando por ahí.

Tres historias sobre la pintura y el tiempo

Alif

Hace trescientos años, la fría mañana de febrero en que Bagdad cayó en manos de los mongoles y fue despiadadamente saqueada, las mundialmente famosas bibliotecas de dicha ciudad contenían veintidós libros, en su mayor parte Sagrados Coranes, escritos por Ibn Sakir, el más famoso y magistral calígrafo no sólo del mundo árabe sino de todo el orbe musulmán a pesar de su juventud. Como estaba convencido de que aquellos libros existirían hasta el Día del Juicio, Ibn Sakir vivía con una idea profunda e infinita del tiempo. Había trabajado heroicamente toda una noche a la luz temblorosa de los candelabros en el último de aquellos libros legendarios, que pocos días después serían rotos, destrozados, quemados y arrojados al Tigris uno a uno por los soldados del jakán mongol Hulagu, de tal manera que hoy no sabemos nada de ellos. Los maestros calígrafos árabes, fieles a la tradición y a la idea de la inmortalidad de los libros, tenían una manera de descansar la vista para luchar contra la ceguera a la que recurrían desde hacía cinco siglos: dar la espalda al sol naciente y mirar hacia el oeste, hacia el horizonte. Así pues, en la frescura de aquella mañana, Ibn Sakir subió al alminar de la Mezquita Califal y vio desde el balcón lo que iba a acabar con toda una tradición de escritura que perduraba desde hacía quinientos años. Primero vio la entrada en Bagdad de los crueles soldados de Hulagu pero permaneció en el alminar. Vio cómo se saqueaba y se destruía la ciudad, cómo se pasaba por la espada a cientos de miles de personas, cómo mataban al último de los califas del Islam, que habían gobernado Bagdad desde hacía quinientos años, cómo se violaba a las mujeres, cómo se quemaban las bibliotecas y cómo decenas de miles de libros eran arrojados al Tigris. Dos días después, en medio del hedor de los cadáveres y de los gritos de agonía, mientras contemplaba la corriente del Tigris, que ahora fluía rojo a causa de la tinta de los libros que habían arrojado a él, pensó que las decenas de libros que había escrito con su hermosa caligrafía y que ahora habían desaparecido no habían servido para detener aquella terrible masacre y destrucción y juró que nunca más volvería a escribir. Más aún, se le ocurrió que sólo podría expresar el dolor y la catástrofe de que había sido testigo mediante el arte de la pintura, al que hasta ese día había despreciado y considerado una rebelión contra Dios, y pintó todo lo que había visto desde el alminar en el papel del que nunca se separaba. A ese milagro feliz posterior a la invasión mongola le debemos la fuerza de la que gozó la pintura islámica durante trescientos años y lo que la separa de la de los paganos y los cristianos: que el mundo se pinte con un dolor sincero y trazando la línea del horizonte desde lo alto, desde donde Dios lo contempla. Y además, a que Ibn Sakir, con el corazón resuelto y sus dibujos en la mano, se dirigiera después de la matanza hacia el norte, en la dirección por la que habían venido los ejércitos mongoles, y aprendiera pintura de los maestros chinos… Así pues, se comprende que la idea del tiempo infinito que había yacido en el corazón de los calígrafos árabes durante quinientos años se haría realidad, no en la escritura, sino en la pintura. La prueba es que los libros, los volúmenes, pueden ser destrozados y desaparecer pero las páginas ilustradas que contienen se introducen en otros libros, en otros volúmenes, y siguen viviendo hasta el infinito mostrándonos el universo de Dios.

Ba

En un tiempo no demasiado lejano pero no demasiado cercano, cuando todo se repetía de tal manera que de no ser por el envejecimiento y la muerte los hombres no habrían percibido que había algo llamado tiempo y cuando el mundo era ilustrado con las mismas historias y pinturas como si el tiempo no existiera, el pequeño ejército del sha Fahir «pulverizó» a las tropas del jan Selahattin, según se cuenta en la breve Historia de Salim de Samarcanda. El victorioso sha Fahir, después de torturar hasta la muerte al jan Selahattin, a quien había tomado prisionero, en primer lugar, siguiendo la costumbre, visitó la biblioteca y el harén del difunto soberano para imprimirles su propio sello. El experimentado encuadernador de la biblioteca ya había comenzado a desencuadernar los libros del rey muerto, a combinar las páginas y a encuadernar nuevos volúmenes, los calígrafos a cambiar en las inscripciones el nombre del «siempre vencedor» Selahattin Jan por el de Fahir Sha el Victorioso y los ilustradores a borrar de las más hermosas pinturas de los libros las caras, magistralmente trabajadas, del fallecido Selahattin Jan, desde ese momento condenado al olvido, para pintar en su lugar el rostro más joven de Fahir Sha. A Fahir Sha no le costó el menor esfuerzo encontrar la mujer mas bella en cuanto entró en el harén, pero siendo como era un hombre delicado que entendía de libros y pintura, en lugar de poseerla por la fuerza, decidió ganarse su corazón y habló con ella. Y la sultana Neriman, bella entre las bellas y viuda llorosa del difunto Selahattin Jan, le pidió una única cosa a Fahir Sha, que había de ser su nuevo marido. Su deseo era que la cara de Selahattin Jan no se borrara de un libro que relataba los amores de Leyla y Mecnun y en el que Leyla aparecía con los rasgos de ella y Mecnun con los de él. El derecho a la inmortalidad, que su marido había estado años intentando conseguir encargando libros, no debía serle arrebatado al difunto, al menos en una página. Fahir Sha el Victorioso aceptó generosamente cumplir con aquel deseo tan simple y ésa fue la única pintura que no retocaron los ilustradores. Y así Neriman y Fahir hicieron el amor, se enamoraron sin que pasara mucho tiempo y olvidaron el pasado terrible. Pero Fahir Sha no había olvidado aquella pintura del volumen de Leyla y Mecnun. Lo que lo inquietaba no era que su mujer estuviera pintada con su antiguo marido ni los celos, no. Le reconcomía el hecho de que, como no estaba pintado en aquel libro maravilloso, entre las leyendas antiguas, se le impedía alcanzar el tiempo infinito, unirse a los inmortales junto con su esposa. Tras cinco años de que el gusano de aquella inquietud le royera los huesos, al final de una noche feliz en la que había hecho el amor largamente con Neriman, Fahir Sha tomó un candelabro, entró a escondidas como un ladrón en su propia biblioteca, abrió el tomo de Leyla y Mecnun e intentó pintar su cara en lugar de la del difunto marido de Neriman. Pero como tantos monarcas aficionados a la pintura, él mismo no era sino un ilustrador mediocre y no acertó a pintar bien su rostro. Y así fue como el bibliotecario, que abrió el libro aquella mañana sospechando algo, se encontró con que frente a la Leyla con el rostro de Neriman aparecía una cara nueva que no era la del difunto Selahattin Jan y proclamó a los cuatro vientos que tampoco se trataba de la de Fahir Sha, sino la de su principal enemigo, el joven y apuesto Abdullah Sha. Aquel rumor desmoralizó tanto a los soldados de Fahir Sha como envalentonó a Abdullah Sha, el joven y agresivo nuevo soberano del país vecino. Y así fue como también él derrotó en la primera batalla a Fahir Sha, lo tomó prisionero, lo mató, imprimió su propio sello en su harén y en su biblioteca y se convirtió en el nuevo marido de la siempre hermosa sultana Neriman.

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