Philippe Djian - Zona erógena
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– ¿Qué herramientas? -gritó Bob.
Empujé a unas cuantas personas y bajé a toda velocidad. Llegué abajo realmente caliente, con las piernas temblando. A veces la vida te atrapa en una lengua de fuego y no puedes resistirte. Rompí el cristal con el codo y agarré el hacha. Je, je, tengo que reconocer que la tenían muy a mano y que cortaba como una navaja. Apenas hube recuperado el aliento, subí la escalera con el corazón lleno de ira.
La gente se pegaba a la pared cuando yo pasaba y, cuando llegué hasta él, el tipo empezó a poner caras raras y se produjo un silencio mortal.
– Escúchame atentamente -le dije-. Te voy a quitar una espina muy grande que tienes en el pie pero, si haces un solo gesto, te emplasto el cerebro en la pared, ¿vale? ¿Lo has entendido bien?
Asintió con la cabeza mirando hacia otra parte. A continuación me desahogué bien, demolí el somier a hachazos, lo convertí en un montón de palillos y lo hice en un tiempo récord. Todo el mundo se había quedado de piedra. Recién había terminado el trabajo cuando vi que Bob corría como un conejo.
– ¡MIERDA, LA PASMA! -gritó.
Me deshice del hacha y corrí como un loco tras él. Se había adueñado de mí un miedo irracional y aquellos pisos no acababan nunca. Me preguntaba si no habrían quitado la calle.
Cuando llegamos afuera, no vi nada, el lugar estaba perfectamente desierto.
– ¿Dónde has visto a la pasma? -le pregunté.
Cruzamos la calle a la carrera y saltamos a la camioneta. Seguía sin ver nada en el horizonte.
– Oye, eres un gilipollas haciendo bromas como ésta -le dije-. Eres el rey de los gilipollas.
Se rió.
En ese momento hacía buen tiempo, el cielo estaba claro, me detuve en un bar y le pagué una copa. Mientras yo me tomaba la mía, él se lanzó hacia la máquina tocadiscos y pudimos escuchar algunos viejos rocks no demasiado malos. Lo miré y revisé mi opinión sobre él, me pareció que se comportaba bien. Habíamos hecho una buena publicidad para la tienda de papá y mamá y habíamos arrugado la camioneta, pero estaba claro que esas historias lo dejaban frío: estaba escuchando la música con los ojos cerrados. Te hace bien sentir, de cuando en cuando, que no estás solo en el camino, porque así se ensancha durante un momento, y siempre es mejor que nada. Cuando terminaron los discos, Bob vino a sentarse a mi lado.
– Oye -le dije-, aparte de oír rock y de leer policiacas durante todo el día, ¿qué haces?
– Pues me parece que eso ya es mucho, ¿no? -me contestó.
– Claro, tienes razón -le dije. Olvidaba que los Caminos del Cielo son inescrutables.
– En general, no hay gran cosa que valga verdaderamente la pena -añadió.
– Puedes guardarte este tipo de buenas noticias -comenté-. Me siento con el corazón roto esta mañana, pero aceptaría con gusto que me invitaras a otra copa.
– ¿No estás de acuerdo conmigo?
– No, me parece que no, encuentro que todo es formidable. Esa copa a la que vas a invitarme va a ser una verdadera bendición
A continuación regresamos. Bob limó tanto los ángulos, que logré que no me echaran y pude cobrar mi paga semanal.
Había un largo fin de semana por delante y yo no había planeado nada especial. Al pasar frente a unos grandes almacenes, aparqué, fui a comprar unas cuantas cosas y para variar me ofrecí lo más delicado y delicioso. También me compré una tele. Pasarse un fin de semana lluvioso frente a la tele, mordisqueando pijadas y con una buena provisión de cervezas, formaba parte de las cosas que Nina me había hecho descubrir, y quería ver si podía hacerlo solo. ¿Era posible que ella estuviera haciendo lo mismo que yo? ¿Era posible que también ella fuera a pasarse los dos días sola en su casa, con la tele encendida? ¿Era posible que pensara en mí cuando estuviera dándole a los botones de las cadenas? No debe de ser muy difícil pensar en el único tipo del mundo que se levanta tres veces en una noche para mover la antena.
22
El domingo por la mañana sonó el teléfono:
– Buenos días, querría hablar con Philippe Djian.
– ¿De parte de quién? -pregunté.
– …
– Oiga, mire, los domingos no hago repartos.
– Soy su editor -declaró la voz.
– Oh, encantado, ¿cómo está usted?
– Muy bien, gracias, ¿y usted?
– En términos generales, voy tirando.
– Y dígame, ¿avanza su novela?
– Sí, pero estoy bordeando algo frágil. Es bastante delicado.
– Tengo confianza en usted.
– Gracias…
– Por cierto… ¿Necesita usted dinero?
– ¿Perdón?
– Bien, pensaba si no estaría un poco apurado en este momento.
– Estoy pelado -dije.
– De acuerdo, no se preocupe. Le mando un cheque.
– Creo que ya me siento mejor.
– No permita que nada lo perturbe. Si tiene algún problema, llámeme.
– Muy bien, tengo su número.
– Yo creo en usted, Djian. Estoy orgulloso de ser su editor.
– Pues yo me siento muy a gusto en su editorial.
– Espero que algún día tengamos el placer de conocernos -dijo,
– Yo también lo espero.
– Que usted trabaje bien.
– Voy a abrirme las venas.
Colgó antes que yo. Guauuuu. Se anunciaba un buen día pese al vientecillo fresco y las nubes. Salí a todo trapo y desvalijé todas las pizzerías de la zona. Luego fui a comprar vino y zarandeé aquel domingo perezoso, hasta que encontré todo lo que necesitaba para organizar una velada de órdago.
Me pasé parte de la tarde telefoneando y, entre llamada y llamada, me servía grandes vasos de vino fresco. Me sentía en forma, me gustaba saber que alguien creía en mí y esto eliminaba todo lo demás. Además estaba la cuestión de ese maravilloso cheque, yo me decía que un tipo que cree en ti y que además te manda un cheque es alguien que VERDADERAMENTE cree en ti. Brindé mirándome al espejo. Si sigues así, me dije, tendrás una piscina a los cuarenta; pronto vas a poder firmar las facturas con tus iniciales. A continuación hice algunos preparativos con mi vaso al alcance de la mano, estaba de un humor fastuoso y reconozco que me pasé. Aquel vinillo entraba como agua y yo iba comiendo cositas saladas de paso.
Cuando llegó la basca, mis piernas me sostenían con dificultad, aunque afortunadamente podía agarrarme a las chicas cuando las besaba. Pero en conjunto no estaba del todo mal. Yan fue el único que notó la magnitud del desastre. Apoyó una mano en mi hombro y me dijo al oído:
– No vas a aguantar ni una hora.
– Anda y que te den por culo -le contesté.
Al cabo de una hora seguía allí, tiraba platos de cartón al aire y era el que más bulla metía.
Ya muy avanzada la noche, se levantó un fuerte viento. Los más hachas aún seguían en pie y yo estaba sentado en el suelo, al lado de una chica a la que no conocía, y con la que hacía un buen rato intentaba ligar. Había asegurado que le gustaban mis libros y yo me preguntaba qué estaba buscando en realidad. La música me destrozaba los oídos y de la cocina venía un ruido de vidrios rotos. Me levanté como pude, apoyándome en las paredes, y me dirigí hacia la salida sonriendo a derecha y a izquierda.
El viento debía de soplar a ciento veinte o ciento treinta kilómetros por hora. Era exactamente lo que necesitaba, el huracán me iba a limpiar el cerebro y en un momento podría volver a ocuparme de aquella chica. Hundí las manos en los bolsillos y me puse de cara al viento. Dejé que me golpeara la cara con una alegría infinita, y luego di media vuelta y me solté a vomitar en posición horizontal; ni una gota cayó sobre mis pies.
Estuve algunos minutos doblado en dos, con la nariz ardiendo y el pelo medio arrancado de la cabeza; estaba verdaderamente borracho. Veía luz en mi casa, veía unas sombras que pasaban por delante de la ventana. Dentro había gente que charlaba, que se divertía, que encontraba cierto placer en el hecho de estar con otra gente. Yo había encontrado la forma de salir al exterior, al viento y a la noche, pero no era más fuerte que ellos. También necesitaba todo aquello pero no soy un imbécil. Por un segundo sentí una tristeza inmensa, ese tipo de cosa que te paraliza las piernas y te retuerce los brazos, y solté unas cuantas bocanadas más a pleno viento, con los ojos llenos de lágrimas, y hasta el viento gemía.
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