Nadine Gordimer - Un Arma En Casa
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¿Lo quieres aquí?
Ella entró en la habitación con la piña en la mano y le hizo un gesto con la cabeza para que dejara el vaso en una mesa. Más que no hacerle caso, estaba preocupada; dudó, dejó la piña en el hueco que había hecho en un cuenco con manzanas, después la cogió de nuevo y regresó lentamente a la cocina.
Una de las manzanas desplazadas cayó y rodó hasta el suelo; se detuvo a sus pies, ahí donde estaba sentado de nuevo.
¿Qué iba a hacer Claudia con la maldita piña? ¿Decidir que no debían comerla? Él se veía privado de todo lo que comían, bebían, de todo lo que hacían, del aire que respiraban; ellos tenían todo aquello mientras él se quedaba sin, se lo quitaban porque se permitían esas cosas mientras él, su hijo, Duncan, iba a ser encerrado entre esquizofrénicos y paranoicos. Ella haría que Motsamai entregara la piña en esa otra clase de cárcel, quizá le permitieran aceptarla. Quizá la examinarían para ver si había, escondido en su interior, un cuchillo adecuado para suicidarse o una lima para escapar; estos trucos de detective barato para crear tensión, en realidad, están destinados a nosotros. Si no es una piña, es una ensalada que hay que envolver en plástico, un racimo de uva, un queso de cabra ¿sabe ella lo irritante que resultan estos intentos fútiles de llevar nuestro tipo de vida a la de él?
Dios mío, dame paciencia con ella. Esa noche, mientras ella esté acostada a su lado, con su ignorancia.
¿Le dijiste a Motsamai que viniera a verme?
Claudia ha vuelto y ha cogido su bebida. Hace repiquetear el hielo en el vaso y su mirada vaga por la habitación.
¿Por qué iba a hacerlo? No.
Sobre Duncan.
Fue idea suya, quería hacerlo. No podía decirle en tu nombre que no lo hiciera, ¿no? Te correspondía a ti decir si querías verlo o no. Me limité a decirle que no te apetecía ir a su casa el fin de semana, dije algo cortés y verosímil.
¿Por qué conmigo? ¿Cuál es la diferencia entre hablar a solas conmigo y hacerlo juntos?
Pero si ha hablado conmigo solo, ¿no? Las veces que tú no has ido. Y no me dijiste que os habíais puesto de acuerdo en que viniera a verme hoy a la consulta. No sé por qué no me lo dijiste, algún motivo tendrías.
Está mirando fijamente a Harald con gran concentración, como si esperara detectar algún movimiento en él.
No te entiendo, Claudia.
Quiere saberlo todo, la infancia de Duncan, su adolescencia: que yo se lo cuente todo. Como si lo hubiera tenido yo por partenogénesis. Yo sola.
Tonterías. No es eso. Sabes el motivo por el que nos tiene que hacer preguntas a los dos, todo lo que recordemos, todo lo que sepamos… Es nuestro hijo, ¡quién va a saberlo! Así podrá demostrar qué terribles presiones tuvieron como resultado que hiciera lo que hizo. Contra su naturaleza, contra su formación. Lo que nuestro hijo dice que hizo. Aunque Motsamai tiene cierta actitud condescendiente hacia las mujeres, de manera que tú…
No me ha parecido condescendiente.
Entonces, ¿cuál es el problema?
Que si cuando era pequeño era feliz en el colegio; que, si en casa, fue agresivo alguna vez, si confiaba en mí. ¡Claro que era feliz! Qué otra cosa podía ser, dado que lo queríamos. Esta pregunta sólo puede plantearla alguien cuyos hijos reciben palos.
Claudia busca las palabras adecuadas. Él intenta encontrárselas.
Tiene la idea de que las mujeres son más accesibles que los hombres, los niños se vuelven hacia la madre: evidentemente, eso viene de cómo son las cosas en su casa. Seguro que es toda una autoridad en su casa. Es el estilo de la gente como él.
Claudia ha dado con algo.
Si el chico tuvo una educación religiosa. Si iba a la iglesia.
Harald sonrió. Y qué le has dicho.
Que tú eras católico y lo llevabas contigo pero que, por lo que yo sabía, dejó de ir cuando fue lo bastante mayor para decidir por sí mismo. No intenté influir en él en ningún sentido.
Bueno, dejemos esa cuestión para otro momento.
Y que si cree en el bien y el mal. Si cree en Dios.
¿Cree en Dios?
Sabes que este tipo de tema no se planteaba entre Duncan y yo.
Harald levanta las manos rígidas y se coloca las palmas ahuecadas sobre la nariz, los labios, la barbilla; siente la respiración regular y cálida en la yema de los dedos.
Ninguno de los dos sabe si el hombre, Duncan, cree en un ser supremo, cuyo juicio está por encima del juicio del tribunal, que lo juzgará al final.
Aparta la barrera de las manos.
Quizá Motsamai esté jugando a ponernos uno en contra del otro. Tal vez tenga que hacerlo. De manera que lo que no recuerda uno (Harald se censura rápidamente y no dice «aquel que no quiere recordar») lo saca del otro. Eso es todo.
El adosado es un tribunal, un lugar donde sólo hay acusadores y acusados. Ella se recuesta en la butaca, con los brazos extendidos sobre los de ésta, preparándose, blindándose.
¿Qué le he hecho yo a Duncan que tú no hicieras?
Naturalmente, lo que el abogado persigue, lo que quiere, es poder convencer al juez de que el asesino confeso es un individuo al que, debido a su formación como católico devoto, su propio crimen resulta abominable. Sin duda, la confesión misma es un punto fuerte; confiesa su pecado, a través de la más alta ley secular del país, a la ley de Dios. Se pone a merced de la misericordia de Dios. Jesucristo murió por los demás, matar a otro es una aberración contra la ética cristiana en la que el chico fue educado y que sigue viva en él.
Y quizá si ella -sentada al otro lado de la habitación, paseando al perro por la calle, colgando la ropa delante de la cama, acostada a su lado con el busca a mano (que se vayan al infierno)-, si ella hubiera podido ir más allá de la capacidad de comprensión del microscopio y de los hallazgos del patólogo y comprender que hay muchas cosas que existen pero no pueden conocerse ni demostrarse en un tubo de ensayo o mediante la comparación con otros resultados con placebo… Si ella no se hubiera atrofiado en esta dimensión de la existencia, el chico podría haber sido un hombre que, a los veintisiete años, fuera incapaz de matar, de haberse convertido en alguien más terrible que las aguas. «No intenté influir en él en ningún sentido.» Pero ¿no era esta afirmación su auténtica postura? Ahí radicaba el poder de su actitud. Mamá podía ser perfectamente una madre cariñosa, cuidar y hacer el bien a los demás curando a los enfermos. Podía cuidar de sí misma. Resultaba evidente que no necesitaba rendir cuentas a nadie para controlar ninguna tentación; todos los niños y adolescentes las conocen: la de mentir, hacer trampas, agredir para conseguir lo que uno quiere. «Se vuelven hacia la madre.» De manera que lo que encontraba en ella era una autosuficiencia materialista -y eso incluye su labor de médico, la preocupación experta por la carne- que, si era suficiente para ella, no lo era para él. Si es que se conformó con eso cuando dejó de ir a la iglesia.
Dejó de ir; bueno, eso no significa necesariamente que dejara de creer, que perdiera a Dios. Eso es algo que este padre no sabe, como tampoco lo sabe su madre. A pesar de que -mientras recibe la comunión no sólo con Dios, sino con los desconocidos que lo rodean en la catedral, en el extremo malo de la ciudad, una comunión con la vida que lo protege contra la posibilidad de hacer daño a nadie, a ninguno de ellos, al margen de lo que sean- sabe que hay hombres y mujeres que permanecen cerca de Dios sin compartir el ritual delante de un cura. Tal vez su hijo todavía crea, a pesar de ella; mi hijo.
También hay otra capacidad de comprensión especial: la del abogado, el mejor que se puede conseguir. Él sí sabe lo que quiere, lo que será útil. Podría ser que quisiera presentar, no una, sino dos influencias morales; la fe religiosa del padre, el humanismo secular de la madre. Dos esquemas de preceptos morales en los que todo el mundo confía -qué otra cosa hay- para mantener a raya nuestro instinto tendente a la violencia, a poner bombas, a prender fuego, a imponer la voluntad de uno sobre la de otro en todo tipo de violación, no sólo la de la vagina y el ano, sino de la mente y las emociones, a coger un arma y matar a un amigo, con el que convives, de un tiro en la cabeza. En qué poderoso argumento para la defensa podría convertir todo esto un dramaturgo como Motsamai: cuánta debía ser la fuerza de perversión y de mal de la mujer llamada Natalie para llevar a este acusado a tirar en un macizo de helechos los sólidos principios de los que estaba imbuido; uno, el sagrado mandamiento: no matarás; dos, el código secular: la vida es el más alto valor que hay que respetar.
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