El psicólogo resultó tener aspecto de monje, llevaba el cráneo afeitado, bebía té verde y permanecía la mayor parte de la sesión con los ojos cerrados. En el condado de Marin se ve a cualquier hora hombres en bicicleta, trotando en pantalones cortos o saboreando su capuchino en mesitas de las veredas.
«¿Esta gente no trabaja?», le pregunté una vez a Willie.
«Son todos terapeutas», me contestó. Tal vez por eso sentí un gran escepticismo frente al calvo, pero pronto éste se reveló como un sabio. Su oficina era un cuarto desnudo pintado de color arveja, decorado con una tela -mandala, creo que se llama- colgada en la pared. Nos sentamos con las piernas cruzadas sobre unos cojines en el suelo, mientras el monje sorbía como un pajarito su té japonés. Empezamos a hablar y pronto se desencadenó una avalancha. Willie y yo nos arrebatábamos la palabra para contarle lo que había pasado contigo, la existencia de espanto que llevaba Jennifer, la fragilidad de Sabrina, mil otros problemas, y mi deseo de mandar todo al diablo y desaparecer. El hombre nos escuchó sin interrumpir y cuando faltaban pocos minutos para que terminara la sesión, levantó sus párpados capotudos y nos miró con una expresión de genuina lástima.
«¡Qué tristeza hay en sus vidas!», murmuró. ¿Tristeza? Eso no se nos había ocurrido a ninguno de los dos. Se nos desinfló la rabia en un instante y sentimos hasta los huesos una pena vasta como el Pacífico, que no habíamos querido admitir por pura y simple soberbia. Willie me tomó la mano, me atrajo a su cojín y nos abrazamos. Por primera vez admitimos que teníamos el corazón muy adolorido. Fue el comienzo de la reconciliación.
– Voy a aconsejarles que no mencionen la palabra divorcio durante una semana. ¿Pueden hacerlo? -preguntó el terapeuta. -Sí -respondimos a una sola voz.
– ¿Y podrían hacerlo por dos semanas? -Por tres, si quiere -dije.
Ése fue el trato. Pasamos tres semanas enfocados en resolver las emergencias de la existencia diaria, sin pronunciar la palabra proscrita. Vivíamos en crisis, pero se cumplió el plazo y pasó un mes, luego dos y la verdad es que no hablamos de divorcio nunca más. Volvimos a efectuar esa danza nocturna que desde el comienzo nos resultó natural: dormir abrazados tan estrechamente que si uno se da la vuelta el otro se acomoda y si uno se separa el otro se despierta. Entre taza y taza de té verde, el psicólogo rapado nos condujo de la mano por los vericuetos de esos años. Me aconsejó «mantenerme en mi trinchera» y no interferir en los asuntos de mis hijastros, que en realidad eran la causa principal de nuestras peleas. ¿Willie le regala un auto nuevo a su hijo, quien está recién expulsado del colegio y anda flotando en una nube de LSD y marihuana? No es mi problema. ¿Lo estrella contra un árbol a la semana? Me quedo en la trinchera. ¿Willie le compra un segundo auto, que también destroza? Me muerdo la lengua. Entonces su padre lo premia con una camioneta y me explica que es un vehículo más seguro y firme.
«Cierto. Así cuando atropelle a alguien, por lo menos no lo dejará herido, lo matará de un solo guamazo», replico en tono glacial. Me encierro en el baño, me doy una ducha fría y recito el repertorio completo de mis palabrotas, y enseguida me voy a pasar unas horas haciendo collares en el taller de Tabra.
Fue muy útil la terapia. Gracias a eso y a la escritura sobreviví a variadas pruebas, aunque no siempre salí airosa, y se salvó mi amor con Willie. El melodrama familiar continuó, por fortuna, porque si no ¿de qué diablos iba yo a escribir?
A Jennifer le permitían ver a Sabrina en visitas controladas cada dos semanas, y en cada una de esas ocasiones yo podía comprobar cómo se iba deteriorando la hija de Willie. Su aspecto era cada vez peor, como le explicaba a mi madre y a mi amiga Pía por carta. En Chile, las dos hicieron donaciones al orfanato del padre Hurtado, el único santo chileno al que hasta los comunistas veneran porque es muy milagroso, rogando para que Jennifer cambiara de rumbo y salvara la vida. En realidad, sólo una intervención divina podía ayudarla. Y aquí debo hacer una breve pausa para ponerte al día de Pía, esa mujer que es como mi hermana chilena, cuya lealtad jamás ha flaqueado, ni siquiera cuando nos separó el exilio. Ella proviene de un medio muy católico y conservador, que celebró con champán el golpe militar de 1973, pero sé que por lo menos en un par de ocasiones escondió en su casa a víctimas de la dictadura. Rara vez tocamos el tema político. Cuando me fui con mi pequeña familia a Venezuela, nos escribíamos seguido, y ahora nos visitamos en Chile y en California, donde ella suele venir de vacaciones; así hemos mantenido una amistad que ya tiene la claridad del diamante. Nos queremos sin condiciones, y cuando estamos juntas pintamos cuadros a cuatro manos y nos reímos como chiquillas. ¿Recuerdas que ella y yo solíamos bromear con que un día seríamos dos viudas alegres y viviríamos juntas en un desván, chismeando y haciendo artesanías? Bueno, Paula, ya no hablamos de eso, porque Gerardo, su marido, el hombre más cándido y benévolo de este mundo, se murió una mañana como cualquier otra, cuando estaba supervisando el trabajo en uno de los potreros de su campo. Dio un suspiro, inclinó la cabeza y se fue al otro mundo sin alcanzar a despedirse. Pía no ha logrado consolarse, a pesar de que está rodeada de su clan: cuatro hijos, cinco nietos y medio centenar de parientes y amigos con quienes está en contacto continuo, como es costumbre en Chile. Se dedica a la caridad indiscriminada, a cuidar a su familia y a sus óleos y pinceles, con los que se entretiene en los ratos libres. En los momentos de tristeza, cuando no puede dejar de llorar a Gerardo, se encierra a bordar y a hacer prodigios con retazos de telas, incluso unos iconos recamados de pedrerías que parecen rescatados de la antigua Constantinopla. Esta Pía que tanto te quería, hizo construir una ermita en su jardín y plantó un rosal en tu memoria. Allí, junto a ese generoso arbusto, conversa con Gerardo y contigo y reza a menudo por los hijos y la nieta de Willie.
Rebeca, la visitadora social, organizaba el plan de acción para los encuentros de Sabrina con su madre. No era fácil, ya que el juez había ordenado evitar que Jennifer y su compañero se toparan con las madres adoptivas o averiguaran dónde vivían. Fu y Grace se encontraban conmigo en el estacionamiento de algún centro comercial y me entregaban a la niña, con sus pañales, juguetes, biberones y el resto del aparatoso cargamento que necesitan los críos. Yo partía con ella, en una de las sillas que tenía para mis nietos en el coche, al edificio del Ayuntamiento, donde me encontraba con Rebeca y una mujer policía, siempre una diferente, todas con aire de tedio profesional. Mientras la uniformada vigilaba la puerta, Rebeca y yo esperábamos en una sala, extasiadas ante la niña, que se había puesto hermosa y muy alerta, no se le escapaba ningún detalle. Tenía la piel color caramelo, unos rulitos de cordero recién nacido en la cabeza y los ojos asombrosos de una hurí. A veces Jennifer acudía a la cita, otras no. Cuando aparecía, hecha un manojo de nervios, con actitud huidiza de zorro perseguido, no se quedaba más de cinco o diez minutos.
Levantaba a su hija en brazos y al sentirla tan liviana o al oírla llorar, se sentía confundida.
«Necesito un cigarrillo», decía; salía deprisa y a menudo no regresaba. Rebeca y la agente de policía me acompañaban al automóvil y yo conducía de vuelta al estacionamiento donde las dos madres, ansiosas, nos esperaban. Para Jennifer aquellas visitas apresuradas tuvieron que ser un tormento, porque había perdido a su bebé y ni siquiera saber que estaba en buenas manos era un consuelo.
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