– Escribo muy mal. Espero que me perdones.
La niña era la nieta de Flor de Nieve, pero ¿cómo no iba a verme yo misma retratada en ella?
A veces me pregunto qué fue peor, si ver morir a Flor de Nieve o a mi esposo. Ambos sufrieron mucho, pero sólo en el cortejo fúnebre de mi esposo hubo tres hijos varones avanzando de rodillas hasta la tumba. Yo tenía cincuenta y siete años cuando mi marido se fue al más allá, de modo que era demasiado vieja para que mis hijos pensaran en casarme otra vez o se preocuparan por si sería una viuda casta. Era casta. Siempre lo había sido, sólo que ahora era viuda por partida doble. No he escrito mucho acerca de mi esposo en estas páginas. Todo eso está en mi autobiografía oficial. Pero quiero deciros una cosa: era él lo que me animaba a seguir día a día. Tenía que asegurarme de que se le preparaban las comidas. Tenía que pensar en cosas inteligentes para distraerlo. Cuando murió, empecé a comer cada vez menos. Me traía sin cuidado ser un ejemplo para las mujeres de mi condado. Los días transcurrían y se convertían en semanas. Perdí la noción del tiempo. No prestaba atención al ciclo de las estaciones. Los años se acumulaban en décadas.
Lo malo de vivir tantos años es que ves morir a muchas personas. Yo he sobrevivido a casi todo el mundo: a mis padres, a mis tíos, a mis hermanos, a la señora Wang, a mi esposo, a mi hija, a dos hijos, a todas mis nueras, incluso a Yonggang. Mi hijo mayor consiguió el título de gongsheng y por último el de jinshi. El emperador en persona leyó su examen. Como funcionario de la corte, mi hijo pasa la mayor parte del tiempo fuera de casa, pero ha consolidado la posición de la familia Lu para las próximas generaciones. Es un buen hijo y sé que nunca olvidará sus deberes. Hasta ha comprado un ataúd, grande y lacado, para que yo descanse en él cuando muera. Su nombre, junto con el de su tío abuelo Lu y el del bisabuelo de Flor de Nieve, cuelga escrito con los orgullosos caracteres de los hombres en el templo de los antepasados de Tongkou. Esos tres nombres permanecerán allí hasta que el edificio se desmorone.
Peonía tiene treinta y siete años, seis más de los que tenía yo cuando me convertí en la señora Lu. Es la esposa del mayor de mis nietos y, por lo tanto, se convertirá en la próxima señora Lu cuando yo muera. Tiene dos hijos y tres hijas, y quizá aún tenga más. Su primogénito se casó con una muchacha de otro pueblo, que ahora vive con nosotros y hace poco tuvo gemelos, un niño y una niña. En sus caras veo a Flor de Nieve, pero también me veo a mí. De niñas nos dicen que somos ramas inútiles, porque no perpetuaremos el nombre de nuestra familia natal, sino el de la familia en la que entramos al casarnos, siempre que tengamos la suerte de parir hijos varones. De ese modo una mujer pertenece eternamente a la familia de su esposo, tanto en vida como después de muerta. Todo eso es cierto y, sin embargo, ahora me consuelo pensando que la sangre de Flor de Nieve y la mía pronto gobernarán la casa de los Lu.
Siempre he creído en un viejo proverbio que advierte: «Una mujer sin sabiduría es mejor que una mujer con educación.» Toda mi vida he intentado mantenerme al margen de lo que sucedía en el reino exterior y nunca aspiré a aprender la escritura de los hombres, pero aprendí las costumbres, las historias y la escritura de las mujeres. Hace años, cuando estaba en Jintian enseñando a Peonía y a sus hermanas de juramento los trazos que componen nuestro código secreto, muchas mujeres me pidieron que escribiera al dictado sus autobiografías. No pude negarme. Les cobraba por hacer ese trabajo, desde luego: tres huevos y una moneda. No necesitaba ni el dinero ni los huevos, pero era la señora Lu y ellas tenían que respetar mi posición. Pero había algo más. Yo quería que ellas dieran valor a sus vidas, que en general eran muy deprimentes. Esas mujeres procedían de familias pobres y desagradecidas, que las casaron cuando ellas eran muy jóvenes. Habían sufrido al separarse de sus padres, habían perdido a algunos hijos, habían sido humilladas en la casa de sus suegros y muchas de ellas recibían palizas de sus esposos. Sé mucho acerca de las mujeres y sus padecimientos, pero sigo sin saber casi nada acerca de los hombres. Si un hombre no valora a su mujer al casarse con ella, ¿cómo va a tratarla como algo precioso? Si no cree que su esposa valga más que una gallina, que le proporciona huevos todos los días, o que un carabao, que soporta cualquier carga sobre su lomo, ¿cómo va a valorarla más que a esos animales? Es posible que hasta la aprecie menos, porque ella no es tan valiente, tan fuerte, tan tolerante como ellos ni puede valerse por sí misma.
Después de escuchar todas esas historias reflexioné sobre mi propia vida. Durante cuarenta años el pasado sólo ha suscitado arrepentimiento en mí. Sólo ha habido una persona que me haya importado de verdad, pero me porté con ella peor que el peor de los esposos. Cuando Flor de Nieve me pidió que fuera la tía de sus hijos, me dijo (fueron las últimas palabras que me dirigió): «Aunque nunca he sido tan buena como tú, creo que los espíritus celestiales nos unieron. Estaremos juntas eternamente.» He meditado a menudo sobre eso. ¿Decía Flor de Nieve la verdad? ¿Y si no hay piedad en el más allá? En todo caso, si los muertos tienen las mismas necesidades y los mismos deseos que los vivos, espero que me oigan Flor de Nieve y los otros que lo presenciaron todo.
Escuchad mis palabras, por favor. Os ruego que me perdonéis.
* * *
Nota de la autora y agradecimientos
Un día, en la década de los años sesenta, una anciana se desmayó en una estación rural de ferrocarril de China. Cuando la policía registró sus pertenencias con objeto de identificarla, encontraron unos papeles con textos escritos en lo que parecía un código secreto. Como estaban en plena Revolución Cultural, detuvieron a la mujer y la acusaron de ser una espía. Los expertos que descifraron el código se dieron cuenta casi de inmediato de que aquellos textos no tenían nada que ver con las intrigas internacionales. Se trataba de una escritura utilizada únicamente por mujeres desde hacía mil años y que los hombres desconocían. Inmediatamente enviaron a esos expertos a un campo de trabajo.
La primera vez que oí hablar del nu shu fue mientras escribía una reseña de Aching for beauty, de Wang Ping, para Los Angeles Times. El nu shu y la cultura que había detrás me intrigaron y me obsesionaron. Descubrí que se habían conservado muy pocos documentos de nu shu -cartas, historias, telas y bordados-, pues la mayoría se quemaban en la tumba por motivos prácticos y metafísicos. En los años treinta, los soldados japoneses destruyeron muchas piezas que se habían conservado como reliquias de familia. Durante la Revolución Cultural, la ferviente Guardia Roja quemó más textos y luego prohibió a las mujeres que asistieran a celebraciones religiosas y realizaran el peregrinaje anual al templo de Gupo. En los años posteriores, el rigor de la Oficina de Seguridad Pública redujo aún más el interés por aprender o conservar esa escritura. Durante la segunda mitad del siglo XX el nu shu estuvo a punto de extinguirse al desaparecer las razones básicas por las que lo empleaban las mujeres.
Después de comunicarme con Michelle Yang, una admiradora de mi obra, por correo electrónico y hablar con ella del nu shu, tuvo la amabilidad de encargarse de investigar y luego transmitirme sus hallazgos en Internet. Eso fue suficiente para que yo empezara a planear un viaje al condado de Jiangyong (antes Yongming), adonde fui en otoño de 2002 gracias a la ayuda que me prestó Paul Moore, de Crown Travel. Cuando llegué, me aseguraron que era la segunda extranjera que visitaba la región, pese a que yo sabía que otros dos habían estado allí, aunque no los hubieran detectado. De todos modos, puedo afirmar que sigue siendo una región de difícil acceso. Por ese motivo debo dar las gracias al señor Li, que no sólo es un estupendo conductor (algo difícil de encontrar en China), sino que además demostró ser muy paciente cuando su coche quedaba encallado en un enfangado camino tras otro mientras íbamos de pueblo en pueblo. Tuve la suerte de contar con Chen Yi Zhong como intérprete. Su simpatía, su disposición para entrar sin avisar en las casas, su dominio del dialecto local, su conocimiento de la historia y la lengua clásicas y su entusiasta interés por el nu shu -cuya existencia ignoraba- contribuyeron a que mi viaje resultara tan fructífero. Él me tradujo conversaciones que oíamos en callejones y cocinas, así como historias escritas en nu shu que se conservaban en el museo del nu shu. (Aprovecho para dar las gracias al director de dicho museo, que no tuvo reparo en abrirme vitrinas y dejarme examinar la colección.) He confiado en la traducción coloquial que hizo Chen de algunos textos, entre ellos el poema de la dinastía Tang que Lirio Blanco y Flor de Nieve se escribían sobre la piel. Como esa región sigue vedada a los extranjeros, teníamos que viajar acompañados de un funcionario del condado, que también se llamaba Chen. Él me abrió muchas puertas y su relación con su querida hija, una criatura inteligente y hermosa, me demostró mejor que cualquier discurso o artículo que la situación de las niñas ha cambiado mucho en China.
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