Lisa See - El Abanico De Seda

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En una remota provincia de China, las mujeres crearon hace siglos un lenguaje secreto para comunicarse libremente entre sí, el nu shu. Aisladas en sus casas y sometidas a la férrea autoridad masculina, el nu shu era su única vía de escape. Mediante sus mensajes, escritos o bordados en telas, abanicos y otros objetos, daban testimonio de un mundo tan sofisticado como implacable. El año 2002, Lisa See viajó a la provincia de Huan, cuna de esta milenaria escritura fonética, para estudiarla en profundidad. Su prolongada estancia le permitió recoger testimonios de mujeres que la conocían, así como de la última hablante de nu shu, la nonagenaria Yang Huanyi.
A partir de aquellas investigaciones. concibió esta conmovedora historia sobre la amistad entre dos mujeres. Lirio Blanco y Flor de Nieve. Como prueba de su buena estrella, la pequeña Lirio Blanco, hija de una humilde familia de campesinos, será hermanada con Flor de Nieve, de muy diferente ascendencia social. En una ceremonia ancestral, ambas se convierten en laotong -“mi otro yo” o “alma gemela”-, un vínculo que perdurará toda la vida. Así pues, a lo largo de los años. Lirio Blanco y Flor de Nieve se comunicarán gracias a este lenguaje secreto, compartiendo sus más íntimos pensamientos y emociones, y consolándose de las penalidades del matrimonio y la maternidad. El nu shu las mantendrá unidas, hasta que un error de interpretación amenazará con truncar su profunda amistad…

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Pero las hermanas de juramento no habían terminado conmigo.

– Ella intentaba complacerte en todo -prosiguió Loto-, incluso teniendo trato carnal con su esposo poco después de dar a luz, sin respetar los plazos de purificación.

– ¡Eso no es verdad!

– Cada vez que Flor de Nieve perdía un hijo, no le ofrecías más compasión que su esposo o su suegra -intervino Sauce-. Siempre decías que su único valor residía en su capacidad de engendrar hijos varones, y ella te creía. Le decías que volviera a intentarlo, y ella te obedecía.

– Eso es lo que debemos decir -repuse, indignada-. Así es como las mujeres nos consolamos…

– ¿Crees que esas palabras la consolaban cuando acababa de perder otro hijo?

– Vosotras no estabais allí. Vosotras no la oíais…

– ¡Inténtalo otra vez! ¡Inténtalo otra vez! ¡Inténtalo otra vez! -dijo Flor de Ciruelo-. ¿Vas a negar que era eso lo que le decías?

No. No podía negarlo.

– Exigías que siguiera tus consejos en eso y en muchas otras cosas -terció Loto-. Y, cuando lo hacía, tú la criticabas…

– Estáis tergiversando mis palabras.

– ¿Ah, sí? -preguntó Sauce-. Flor de Nieve siempre hablaba de ti. Jamás te censuró, pero nosotras entendíamos lo que pasaba.

– Te quería como se debe querer a una laotong, por todo lo que eras y por todo lo que no eras -concluyó Flor de Ciruelo-. Pero tú tenías una mentalidad demasiado masculina. Tú la querías como la habría querido un varón y sólo la valorabas según las reglas de los hombres.

Loto cambió de tema.

– ¿Te acuerdas de cuando estábamos en las montañas y perdió el niño que llevaba en el vientre? -me preguntó con un tono que me hizo temer lo que diría a continuación.

– Sí, claro que me acuerdo.

– Entonces ya estaba enferma.

– No puede ser. El carnicero…

– Es posible que su esposo acelerara el proceso ese día -admitió Sauce-, pero la sangre que salía de su cuerpo era negra y vieja, y nadie vio que expulsara un feto.

Una vez más, Flor de Ciruelo zanjó la cuestión.

– Hemos pasado muchos años aquí, a su lado, y eso ocurrió varias veces más. Ya estaba gravemente enferma cuando tú le cantaste tu Carta de Vituperio.

Hasta entonces yo no había podido desmentir sus palabras, así que ¿cómo iba a discutir ese punto? Era evidente que el tumor llevaba mucho tiempo creciendo. De pronto empezaron a encajar otros detalles del pasado: la pérdida de apetito de Flor de Nieve, la palidez de su piel y su falta de energía cuando yo la chinchaba para que comiera más, se pellizcara las mejillas a fin de darles color y realizara todas las tareas que se esperaba de una esposa para que la armonía reinara en el hogar de su esposo. Entonces recordé que sólo dos semanas atrás, cuando llegué a su casa, Flor de Nieve se había disculpado. Yo no le había pedido perdón… ni siquiera cuando ella soportaba un dolor atroz, ni siquiera cuando su muerte era inminente, ni siquiera mientras, con suficiencia, yo me decía que todavía la amaba. Su corazón siempre había sido puro, pero el mío estaba duro, reseco y arrugado como una nuez vieja.

A veces pienso en esas hermanas de juramento, que ya han muerto. Tenían que ser prudentes cuando hablaban conmigo, porque yo era la señora Lu, pero no estaban dispuestas a dejar que me marchara de aquella casa sin saber la verdad.

Regresé a mi hogar y me refugié en la habitación de arriba con el abanico y unas cuantas cartas que se habían salvado. Molí tinta hasta obtener un líquido negro como el cielo nocturno. Abrí el abanico, mojé el pincel en la tinta e hice la que creí sería mi última anotación.

«Tú, que siempre conociste mi corazón, vuelas ahora más allá de las nubes, acariciada por el sol. Espero que un día volemos juntas.» Tendría muchos años para reflexionar sobre esas palabras y hacer todo lo posible para remediar el daño que había causado a la persona a quien más quería.

Recogimiento

Arrepentimiento

Ahora soy demasiado vieja para utilizar las manos para cocinar, tejer o bordar, y cuando me las miro veo las manchas propias de quienes han vivido muchos años, tanto si han trabajado a la intemperie como si han pasado toda la vida resguardadas en la habitación de las mujeres. Tengo la piel tan fina que se forman charquitos de sangre bajo la superficie cuando me golpeo con algo o cuando algo me golpea. Mis manos están cansadas de moler tinta en el tintero de piedra, y mis nudillos, hinchados de sujetar el pincel. Hay dos moscas posadas en mi dedo pulgar, pero estoy demasiado cansada para ahuyentarlas. Mis ojos -mis vidriosos ojos de anciana- están muy llorosos últimamente. Mi cabello, fino y cano, se ha desprendido de las horquillas que deberían sujetarlo bajo mi tocado. Cuando vienen visitas, intentan no mirarme. Yo también intento no mirarlas. He vivido demasiado.

Cuando murió Flor de Nieve, yo todavía tenía media vida por delante. Mis años de arroz y sal no habían terminado, pero en mi corazón inicié mis años de recogimiento. Para la mayoría de las mujeres esa etapa de la vida empieza tras la muerte del esposo. En mi caso comenzó tras la muerte de mi laotong. Yo era «la que no ha muerto», pero no podía entregarme a un recogimiento completo. Mi esposo y mi familia me necesitaban. Mi comunidad me necesitaba. Además, estaban los hijos de Flor de Nieve, a los que yo necesitaba para poder desagraviarla. Pero no resulta fácil ser sinceramente generosa y comportarse con franqueza cuando no sabes cómo hacerlo.

Lo primero que hice en los meses posteriores a su muerte fue ocupar su lugar en todas las tradiciones y celebraciones de la boda de su hija. Luna de Primavera parecía resignada a la idea del matrimonio, triste por tener que abandonar el hogar e insegura ante lo que le depararía la vida, pues había visto cómo su padre había tratado a su madre. Eran las preocupaciones que tenían todas las muchachas, pensé yo, pero la noche de la boda, cuando su esposo se quedó dormido, Luna de Primavera se suicidó arrojándose al pozo del pueblo.

«Esa niña no sólo ha envenenado a su nueva familia, sino que ha envenenado toda el agua del pueblo -rumoreaba la gente-. Era igual que su madre. ¿Os acordáis de aquella Carta de Vituperio?» Yo había redactado la carta que había arruinado la reputación de Flor de Nieve, y eso pesaba en mi conciencia, así que siempre que oía algún comentario como ése lo acallaba. De mis palabras todos deducían que yo era una persona indulgente y caritativa con los impuros, pero sabía que en mi primer intento de arreglar las cosas con Flor de Nieve había fracasado estrepitosamente.

El día que anoté la muerte de esa niña en el abanico fue uno de los peores de mi vida.

A continuación centré todos mis esfuerzos en el hijo de Flor de Nieve. Pese a que sus circunstancias no le ayudaban nada y a que no recibía ningún apoyo de su padre, el muchacho había aprendido la escritura de los hombres y se le daban bien los números. Con todo, trabajaba con su padre y en su vida no había más alegría que cuando era un niño pequeño. Conocí a su esposa, que todavía vivía con su familia natal, y comprobé que en ese caso habían hecho una buena elección. La muchacha quedó encinta. Me atormentaba pensar que se instalaría en la casa del carnicero. Aunque no suelo inmiscuirme en el reino exterior de los hombres, convencí a mi esposo -que no sólo había heredado las extensas propiedades de tío Lu, sino que las había ampliado con los beneficios del negocio de la sal, y cuyos campos se extendían ya hasta Jintian- de que buscara a aquel joven un trabajo que no fuera matar cerdos. Mi esposo lo contrató como cobrador de las rentas de los campesinos y le ofreció una casa con jardín. El carnicero acabó retirándose, se fue a vivir con su hijo y empezó a adorar a su nieto, que llenaba de alegría aquel hogar. El joven y su familia eran felices, pero yo sabía que todavía no había hecho suficiente para resarcir a Flor de Nieve.

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