Lisa See - El Abanico De Seda

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En una remota provincia de China, las mujeres crearon hace siglos un lenguaje secreto para comunicarse libremente entre sí, el nu shu. Aisladas en sus casas y sometidas a la férrea autoridad masculina, el nu shu era su única vía de escape. Mediante sus mensajes, escritos o bordados en telas, abanicos y otros objetos, daban testimonio de un mundo tan sofisticado como implacable. El año 2002, Lisa See viajó a la provincia de Huan, cuna de esta milenaria escritura fonética, para estudiarla en profundidad. Su prolongada estancia le permitió recoger testimonios de mujeres que la conocían, así como de la última hablante de nu shu, la nonagenaria Yang Huanyi.
A partir de aquellas investigaciones. concibió esta conmovedora historia sobre la amistad entre dos mujeres. Lirio Blanco y Flor de Nieve. Como prueba de su buena estrella, la pequeña Lirio Blanco, hija de una humilde familia de campesinos, será hermanada con Flor de Nieve, de muy diferente ascendencia social. En una ceremonia ancestral, ambas se convierten en laotong -“mi otro yo” o “alma gemela”-, un vínculo que perdurará toda la vida. Así pues, a lo largo de los años. Lirio Blanco y Flor de Nieve se comunicarán gracias a este lenguaje secreto, compartiendo sus más íntimos pensamientos y emociones, y consolándose de las penalidades del matrimonio y la maternidad. El nu shu las mantendrá unidas, hasta que un error de interpretación amenazará con truncar su profunda amistad…

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Cuando estuve convencida de que quería enviar mi respuesta en el mismo abanico que me había regalado Flor de Nieve, pedí a mi tía que me ayudara a componer la respuesta correcta en nu shu. Estuvimos varios días dando vueltas a las frases. Si quería ser original con mi regalo, debía ser todo lo convencional que fuera posible con mi mensaje secreto. Mi tía escribió el texto que habíamos escogido y yo lo copié hasta que mi caligrafía me pareció aceptable. Cuando quedé satisfecha, molí una barrita de tinta en el tintero de piedra y mezclé el polvo con agua hasta conseguir un negro intenso. Cogí un pincel, lo coloqué recto asiéndolo con el pulgar, el índice y el dedo corazón, y lo mojé en la tinta. Empecé pintando una diminuta flor del árbol de nieve en medio de la guirnalda de hojas que había en la parte superior del abanico. Para escribir mi mensaje elegí el pliegue contiguo al que contenía la hermosa caligrafía de Flor de Nieve. Tras una introducción tradicional escribí las frases de rigor para una ocasión como aquélla:

Te escribo. Escúchame, por favor. Aunque soy pobre e indigna, aunque no estoy a la altura de la alcurnia de tu familia, hoy te escribo para decirte que el destino ha querido unirnos. Tus palabras llenan mi corazón. Somos un par de patos mandarines. Somos un puente sobre el río. Todo el mundo envidiará nuestra acertada unión. Sí, mi corazón está decidido a ir contigo.

Yo no sentía todo aquello, desde luego. ¿Cómo podíamos concebir el amor verdadero, la amistad o el compromiso eterno si sólo teníamos siete años? Ni siquiera nos conocíamos y, aun en caso contrario, no teníamos ni idea de qué significaban aquellos sentimientos. Sólo eran palabras que escribíamos con la esperanza de que algún día se hicieran realidad.

Puse el abanico y el par de zapatos que había confeccionado sobre un trozo de tela. Como ya no tenía nada en que ocupar las manos, un sinfín de preocupaciones asaltaba mi mente. ¿No era yo demasiado humilde para la familia de Flor de Nieve? ¿Al ver mi caligrafía se darían cuenta de que no estaba a su altura? ¿Pensarían que había roto la tradición y que eso era señal de mala educación? ¿Interrumpirían la relación? Esos perturbadores pensamientos -mi madre los llamaba «fantasmas de zorro de la mente»- me atormentaban, y sin embargo lo único que podía hacer era esperar, seguir trabajando en la habitación de las mujeres y descansar los pies para que los huesos, al soldarse, adquirieran la forma adecuada.

Cuando la señora Wang vio lo que yo había hecho con el abanico, apretó los labios en señal de desaprobación, pero tras un silencio asintió en un gesto de complicidad y dijo:

– No cabe duda de que será una unión perfecta. Las dos niñas no sólo coinciden en los ocho caracteres, sino que además comparten el espíritu del caballo. Esto puede ser… interesante. -Pronunció la última palabra con tono casi interrogativo, y eso avivó la curiosidad que me inspiraba Flor de Nieve-. El siguiente paso es completar los trámites oficiales. Propongo llevar a las dos niñas a la feria del templo de Gupo, en Shexia, para redactar el contrato. Madre, yo me encargaré del transporte de ambas. No tendrán que caminar mucho.

Dicho esto, la señora Wang cogió las cuatro puntas del trozo de tela, envolvió con él el abanico y los zapatos y se los llevó para entregárselos a mi futura laotong.

Flor de Nieve

Durante los días siguientes apenas podía quedarme sentada para que se me curaran los pies, como debía hacer, pues no paraba de pensar que estaba a punto de conocer a Flor de Nieve. Hasta mi madre y mi tía estaban nerviosas, y me daban consejos acerca de lo que Flor de Nieve y yo podíamos escribir en nuestro contrato, aunque ninguna de las dos había visto uno jamás. Cuando el palanquín de la señora Wang llegó a nuestra puerta, yo ya me había aseado y vestido con la ropa sencilla que llevábamos las muchachas del campo. Mi madre me bajó en brazos y me llevó fuera. Diez años más tarde, cuando me casara, también me esperaría un palanquín; la nueva vida que se abriría ante mí me asustaría y estaría triste por dejar atrás todo lo conocido. Sin embargo, en aquella ocasión estaba entusiasmada y muy nerviosa. ¿Qué impresión causaría a Flor de Nieve?

La señora Wang mantuvo abierta la puerta del palanquín; mi madre me dejó en el suelo y yo subí al reducido cubículo. Flor de Nieve era mucho más hermosa de lo que había imaginado. Sus ojos eran dos perfectas almendras. Tenía el cutis muy claro, lo cual indicaba que no había pasado tanto tiempo como yo al aire libre durante su primera infancia. A su lado colgaba una cortina roja, y una luz rosada bañaba su negro cabello. Llevaba una túnica de seda azul celeste con nubes bordadas. Por los bajos de su pantalón asomaban los zapatos que yo le había regalado. No dijo nada, quizá porque estaba tan nerviosa como yo. Me sonrió y yo le devolví la sonrisa.

Sólo había un asiento, de modo que tuvimos que apretujarnos las tres en él. Para que el palanquín estuviera equilibrado, la señora Wang se sentó en el medio. Los porteadores nos levantaron y enseguida cruzaron trotando el puente por el que se salía de Puwei. Era la primera vez que iba en palanquín. Los cuatro porteadores intentaban correr de modo que el balanceo fuera mínimo, pero con las cortinas echadas, el calor, mi nerviosismo y aquel extraño movimiento rítmico pronto empecé a marearme. Además, nunca me había alejado de mi casa, así que, aunque hubiera podido mirar por la ventanilla, no habría sabido dónde estaba ni cuánto camino quedaba por recorrer. Había oído hablar de la feria del templo de Gupo, por descontado. Las mujeres acudían allí cada año el décimo día del quinto mes para pedir hijos varones a la diosa. Se decía que en esa feria se congregaban miles de personas, idea que a mí me resultaba incomprensible. Cuando empecé a oír ruidos diferentes al otro lado de la cortina -los cascabeles de los carros tirados por caballos, los gritos de nuestros porteadores indicando a la gente «¡Apartaos del camino!», y las voces de los vendedores ambulantes que animaban a los clientes a comprar varillas de incienso, velas y otras ofrendas para poner en el templo-, supe que habíamos llegado a nuestro destino.

El palanquín se detuvo y los porteadores lo bajaron con un movimiento brusco. La señora Wang se inclinó hacia mí, abrió la portezuela, nos ordenó que nos quedáramos donde estábamos y se apeó. Cerré los ojos, agradecida de que hubiéramos dejado de movernos, y me concentré en calmar mi estómago. En ese momento una voz se hizo eco de mis pensamientos.

– Menos mal que nos hemos parado. Creía que iba a vomitar. ¿Qué habrías pensado de mí entonces?

Abrí los ojos y miré a Flor de Nieve. Su blanco cutis había adquirido el mismo tono verdoso que debía de tener el mío, pero su mirada era de sincera curiosidad. Alzó los hombros hasta pegarlos a las orejas en un gesto de complicidad y esbozó una sonrisa que significaba, como yo no tardaría en comprender, que se le había ocurrido algo que nos causaría problemas. A continuación dio unas palmadas en el cojín y dijo:

– Vamos a ver qué pasa ahí fuera.

La clave de la afinidad de nuestros ocho caracteres era que ambas habíamos nacido en el año del caballo y, por tanto, probablemente teníamos espíritu aventurero. Flor de Nieve volvió a mirarme evaluando el alcance de mi valor, que, he de admitirlo, no era mucho. Respiré hondo y me senté a su lado; ella retiró la cortina. Entonces pude poner caras a las voces que había oído, pero por lo demás mis ojos captaron imágenes asombrosas. Los yao habían montado puestos decorados con piezas de tela de colores mucho más llamativos que los que jamás habían empleado mi madre o mi tía. Un grupo de músicos ataviados con trajes extravagantes pasó a nuestro lado, camino de un espectáculo de ópera. Un hombre caminaba cerca de allí con un cerdo atado de una correa. Nunca se me había ocurrido pensar que alguien pudiera llevar su cerdo a una feria para venderlo. Cada pocos segundos otro palanquín nos esquivaba; dedujimos que en ellos iban mujeres que acudían a hacer una ofrenda a Gupo. Había muchas por la calle -hermanas de juramento que al casarse se habían marchado de su pueblo y se reunían allí con motivo de la feria-; llevaban sus mejores faldas y unos tocados con complejos bordados. Caminaban juntas sobre sus lotos dorados, meneando las caderas. Había infinidad de imágenes hermosas que absorber, y todas se veían realzadas por un olor increíblemente dulce que llegaba hasta el palanquín, seducía mi olfato y calmaba mi estómago.

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