No tenía ni idea de adonde ir. Me apoyé en el tabique de la cabina a oscuras, junto a una grieta que atravesaba toda la mampara de plástico. Me sentí vacía, rota, presidente de Furstmann había muerto porque yo había permitido que Eileen me engañara. Ahora estaba haciéndome la cama. Me pregunté si los policías tendrían suficiente con acusarme de dos crímenes. No tenía coartada para este último. Estaba haciendo jogging cuando sucedió. Pedirían la pena de muerte, seguro.
Me senté en el suelo mugriento de la cabina con rodillas contra el pecho. Estaba medio desnuda y tenía frío. Era la principal sospechosa de dos asesinatos que no había cometido y alguien había dejado el arma homicida en mi apartamento. Mi abogado, mi única conexión con el mundo exterior, era alguien en quien apenas confiaba. Todo se derrumbaba a mí alrededor y no tenía fuerzas suficientes para evitarlo. Por primera vez en mi vida, me sentí indefensa.
Indefensa, paralizada. Estaba muerta de frío.
Me mantuve alerta, vigilando que no hubiera coche de policía, pero no vi más que uno que patrullaba por Kelly Drive, el camino zigzagueante que bordeaba el río Schuylkill. Tal vez la policía no hubiera pinchado el teléfono, por no considerarlo una prueba suficiente o por falta de tiempo, o quizá eran demasiado idiotas para adivinar cuál sería mi sitio favorito. O tal vez me estuvieran esperando y me vigilaban sin que yo me diera cuenta. Observé la orilla con una sensación muy desagradable la boca del estómago.
Era una noche con brisa a orillas del Schuylkill y viento que provenía del río era frío y húmedo. Me senté bajo un arbusto en el Azalea Garden, donde simulaba se una persona que había salido a hacer ejercicio en un me mentó de descanso. Temblaba de frío. Era bastante ver símil y el camuflaje perfecto, ya que los senderos pavimentados al lado del río atraían a muchos patinadores deportistas incluso de noche.
Miré la hora. Las once y media. Tenía que ir ya. Recogí mi pequeña bolsa de papel y me levanté lentamente pues tenía las piernas rígidas y doloridas. Miré en derredor buscando algún coche patrulla de policía, pero había moros en la costa. Solo quedaban los deportistas fanáticos. Como yo.
Corrí lentamente sobre los vasos de papel aplastados que tapizaban el camino a la caseta de botes, el sucio recordatorio de una divertida tarde de jogging. Había unas veinte casetas en fila y la de la universidad estaba en el centro. Llegué a la puerta roja, me aseguré de que nadie me viera y tecleé la combinación que la abría. Entré y empujé la puerta, que se cerró automáticamente.
La entrada era grande y estaba vacía y a oscuras. Había dos ventanas que daban a la calle, de modo que no me arriesgué a encender las luces. Tampoco lo necesitaba, ya que me conocía el sitio de memoria. Fotos de remeros cubrían las paredes y un viejo sofá verde de cuero estaba al lado de la puerta. A la izquierda se extendía la inmensa sala donde se guardaban las embarcaciones de los hombres; a la derecha, el anexo para las mujeres, construido más tarde.
Me desplomé en el sofá y sentí los olores familiares de grasa para los ejes, madera barnizada y sudor humano. Estaba a salvo, por el momento. Era mi lugar favorito. Recorrí con la mirada las fotos a la escasa luz que dejaban pasar las ventanas. Viejas fotos de equipos masculinos y femeninos de ocho remeros, las tripulaciones levantando trofeos en lo alto o arrojando a sus pequeños timoneles al agua. Era una tradición de las regatas, como ceder la camiseta al ganador, una especie de lección de humildad. Al haber perdido no solo la camiseta, sino todo lo demás, en este momento esa lección me llegaba al alma.
Me buscaban por asesinato. Ya estaría en todos los titulares. ¿Qué pensaría Hattie? ¿Y qué pasaría con mi madre? Me permití diez segundos más para tomar conciencia de la situación y luego fui arriba con mi bolsa para tratar de salvar mi vida.
– Bennie, ¿eres tú? -susurró Grady.
Lo cogí por la manga de la chaqueta y lo hice pasar ¿errando de inmediato la puerta.
– Por supuesto que soy yo.
– -Pero tienes el pelo tan corto…
– -Tiene dos dedos de largo. -Me lo había cortado con unas tijeras que encontré en el taller de reparación de los botes.
– ¿Qué le ha pasado al color? No puedo ver bien, está tan oscuro… ¿Es negro?
– No, rojo. Un rojo brillante especial para ocultarse. --Me pasé una mano por los cabellos húmedos y recién teñidos. Entre el teñido, la ducha caliente y la ropa limpia, me sentía mejor, con más control de la situación--. Es L'Oreal, ocho dólares el paquete en el supermercado. Creo que los valgo.
– -¿No es demasiado llamativo el rojo para disfrazarse?
– -Mido metro noventa de altura, Grady. Nací llamativa. Además, para pasar de rubio a negro necesitaría dos paquetes y no los valgo. ¿Has traído la cartera?
– Aquí la tienes. -Me la pasó-. ¿De dónde has sacad ese vestido? ¿Es amarillo? ¿No es demasiado llamativo para un disfraz?
– ¿Qué eres, un policía de la moda? Es el único que tenía aquí en el armario. -Abrí la cartera y eché una mirada al interior. Los documentos de Mark, la carpeta de Bill Kleeb y un teléfono móvil. La cerré sin ganas de sentirme agradecida a Grady. Alguien me quería cargar el asesinato de Mark y tal vez fuera él--. Debes irte ahora, Grady. Gracias por tu ayuda.
– ¿Qué? Si acabo de llegar. ¿Qué piensas hacer?
– No lo sé todavía. Ya pensaré algo. -Se me había ocurrido que debía salir de la ciudad y encontrar a Bill Kleeb, pero no le diría a Grady más de lo necesario. Tienes que irte, por favor.
– Quiero ayudar.
– No necesito ayuda.
– ¿Por qué te comportas de una forma tan extraño? ¿Sabías lo de la muerte del presidente de Furstmann?
Reaccioné ante la acusación.
– -¿Quieres decir si conspiré para matar a ese hombre? Por supuesto que no. ¿Le contaste a la policía que anoche me vi con mis clientes?
– -No, Azzic me interrogó, pero le dije que se trataba de información confidencial entre abogado y cliente y me dejaron irme.
¡Hum!
– No me gusta. Lo normal es que te hubieran apretado más las tuercas.
– -Estoy de acuerdo. Pensé que me dejaban para ver si los conducía hasta ti.
Me quedé de piedra.
– -¿Y lo has hecho?
– -No, no, y si me han seguido, los he perdido de vista. Pergeñé un plan con un primo mío. Vino, recogió mi moto y salió para Nueva Jersey. No nos pueden reconocer con el casco puesto. Si lo están siguiendo, ya deben andar por Marlton.
Muy inteligente, si era verdad.
– Muy bien. Gracias. Y ahora, ¿quieres irte?
– ¿Intentas deshacerte de mí? Soy tu abogado. Déjame que lo sea.
– No se trata ahora de la abogacía. Esto es ayudar y encubrir. No debes implicarte más de lo que ya estás.
Dio unos pasos hacia el interior.
– -¿Qué hay aquí?
– -Botes, niño de Harvard.
No me hizo caso y entró en el ala de hombres de la caseta. Era una habitación inmensa, lo suficiente para guardar dos hileras de botes de ocho remeros sobre fuertes caballetes. La luz de la luna pasaba apenas por las ventanas y hacía brillar el barnizado de los esquifes. La camisa blanca de Grady resaltaba a la luz mientras caminaba, pero no logré ver lo que estaba haciendo.
Permanecí en el umbral, demasiado angustiada para seguirlo. Podía matarme y nadie se enteraría. Cogí un destornillador que vi a mano y me lo escondí en la cintura, aunque no tenía el menor deseo de tener que utilizarlo.
– -Quiero que te vayas, Grady --le dije esperando que el tono de mi voz no delatara el estado de nervios en que me encontraba--. Puedes convertirte en cómplice.
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