– Te presentaste en esa fiesta de gala, sudando y en traje de campaña -el Benefactor volvió bruscamente la mirada hacia el ministro de las Fuerzas Armadas-. Qué asco sentí.
– Venía a darle un informe al jefe de mi regimiento, Excelencia -se confundió el general Román, después de un silencio, en el que su memoria haría esfuerzos para identificar aquel antiguo episodio-. Una banda de facinerosos haitianos penetró anoche de manera clandestina en el país. Esta madrugada asaltaron tres fincas en Capotillo y Parolí, llevándose todas las reses. Y dejaron tres muertos, además.
– Te jugaste la carrera, presentándote en esa facha en mi presencia -lo recriminó el Generalísimo, con irritación retroactiva-. Está bien. Es la gota que desborda el vaso. Vengan aquí el ministro de Guerra, el de Gobierno y todos los militares presentes. Apártense los demás, por favor.
Había levantado la chillona vocecita en un agudo histérico, como antes, cuando daba consignas en el cuartel. Fue obedecido de inmediato, entre un rumor de avispas. Los militares formaron un denso círculo a su alrededor; señores y señoras retrocedieron hacia las paredes, dejando un espacio vacío en el centro del salón adornado con serpentinas, flores de papel y banderitas dominicanas. El Presidente Trujillo dio la orden de corrido:
– A partir de la medianoche, las fuerzas del Ejército y de la Policía procederán a exterminar sin contemplaciones a toda persona de nacionalidad haitiana que se halle de manera ilegal en territorio dominicano, salvo los que estén en los ingenios azucareros -luego de aclararse la garganta, paseó sobre la ronda de oficiales una mirada gris-: ¿Está claro?
Las cabezas asintieron, algunas con expresión de sorpresa, otras con brillos de salvaje alegría en las pupilas. Sonaron los tacones, al partir.
– Jefe de Regimiento de Dajabón: ponga en el calabozo, a pan y agua, al oficial que se presentó aquí en ese estado asqueroso. Que siga la fiesta. ¡Diviértanse!
En el semblante de Simon Gittleman la admiración se mezclaba con la nostalgia.
– Su Excelencia nunca vaciló a la hora de la acción -el ex marine se dirigió a toda la mesa-. Yo tuve el honor de entrenarlo, en la Escuela de Haina. Desde el primer momento, supe que llegaría lejos. Eso sí, nunca imaginé qué tan lejos.
Se rió y risitas amables le hicieron eco.
– Nunca temblaron -repitió Trujillo, mostrando de nuevo sus manos-. Porque sólo di orden de matar cuando era absolutamente indispensable para el bien del país.
– En alguna parte leí, Su Excelencia, que usted dispuso que los soldados usaran machetes, que no dispararan -preguntó Simon Gittleman-. ¿Para ahorrar municiones?
– Para dorar la pildora, previendo las reacciones internacionales -lo corrigió Trujillo, con sorna-. Si sólo se usaban machetes, la operación podía parecer un movimiento espontáneo de campesinos, sin intervención del gobierno. Los dominicanos somos pródigos, nunca hemos ahorrado en nada, y menos en municiones.
Toda la mesa lo festejó con risas. Simon Gittleman también, pero volvió a la carga.
– ¿Es verdad lo del perejil, Su Excelencia? ¿Que para distinguir a dominicanos de haitianos se hacía decir a los negros perejil? ¿Y que a los que no la pronunciaban bien les cortaban la cabeza?
– He oído esa anécdota -se encogió de hombros Trujillo-. Habladurías que corren por ahí.
Bajó la cabeza, como si un profundo pensamiento le exigiera de pronto gran esfuerzo de concentración. No había ocurrido; conservaba la vista acerada y sus ojos no distinguieron en la bragueta ni en la entrepierna la mancha delatora. Echó una sonrisa amistosa al ex marine.
– Como en lo referente a los muertos -dijo, burlón-. Pregunta a quienes están sentados en esta mesa y oirás las cifras más diversas. Tú, por ejemplo, senador, ¿cuántos fueron?
La oscura faz de Henry Chirinos se enderezó, henchida por la satisfacción de ser el primer interrogado por el jefe.
– Difícil saberlo -gesticuló, como en los discursos-. Se ha exagerado mucho. Entre cinco y ocho mil, cuando más.
– General Arredondo, tú estuviste en Independencia en esos días, cortando pescuezos. ¿Cuántos?
– Unos veinte mil, Excelencia -respondió el obeso general Arredondo, quien parecía enjaulado dentro del uniforme-. Sólo en la zona de Independencia hubo varios miles. El senador se queda corto. Yo estuve allí. Veinte mil, no menos.
– ¿Cuántos mataste tú mismo? -bromeó el Generalísimo y otra onda de risas recorrió la mesa, haciendo crujir las sillas y cantar la cristalería.
– Eso que ha dicho sobre las habladurías es la pura verdad, Excelencia -respingó el adiposo oficial, y su sonrisa se volvió mueca-. Ahora, nos echan toda la responsabilidad. ¡Falso, de toda falsedad! El Ejército cumplió su orden.
Empezamos a separar a los ilegales de los otros. Pero, el pueblo no nos dejó. Todo el mundo se echó a cazar haitianos. Campesinos, comerciantes y funcionarios denunciaban dónde se escondían, los ahorcaban y los mataban a palazos. Los quemaban, a veces. En muchos sitios, el Ejército tuvo que intervenir para parar los excesos. Había resentimiento contra ellos, por ladrones y depredadores.
– Presidente Balaguer, usted fue uno de los negociadores con Haití, luego de los sucesos -prosiguió Trujillo su encuesta-. ¿Cuántos fueron?
La esfumada, mínima figurilla del Presidente de la República, medio devorada por el asiento, adelantó su benigna cabeza. Luego de observar detrás de sus anteojos de miope a la concurrencia, surgió esa suave y bien entonada vocecita que recitaba poemas en los Juegos Florales, celebraba la entronización de la Señorita República Dominicana (de la que era siempre Poeta del Reino), arengaba a las muchedumbres en las giras políticas de Trujillo, o exponía las políticas del gobierno ante la Asamblea Nacional.
– La cifra exacta no pudo conocerse nunca, Excelencia -hablaba despacio, con aire profesoral-. El cálculo prudente anda entre los diez y quince mil. En aquella negociación con el gobierno de Haití, pactamos una cifra simbólica: 2.750. De este modo, en teoría, cada familia recibiría cien pesos, de los 275.000 que pagó al contado el gobierno de Su Excelencia, como gesto de buena voluntad y en aras de la armonía haitiano-dominicana. Pero, como usted recordará, no ocurrió así.
Calló, con un amago de sonrisa en su carita redonda, achicando los ojitos claros detrás de las espesas gafas.
– ¿Por qué no llegó esa compensación a las familias? -preguntó Simon Gittleman.
– Porque el Presidente de Haití, Sténio Vincent, como era un bribón, se guardó el dinero -soltó una carcajada Trujillo-. ¿Sólo se Pagaron 275.000? Según mi memoria, pactamos 750.000 dólares para que dejaran de protestar.
– En efecto, Excelencia -repuso de inmediato, con la misma calma y perfecta dicción, el doctor Balaguer-. Se pactó 750.000 Pesos, pero sólo 275.000 al contado. El medio millón restante se iba a entregar en pagos anuales de cien mil pesos, por cinco años consecutivos. Sin embargo, lo recuerdo muy bien, era ministro de Relaciones Exteriores interino en ese momento, con don Anselmo Paulino que me asesoró en la negociación, impusimos una cláusula según la cual las entregas estaban supeditadas a la presentación, ante un tribunal internacional, de los certificados de defunción, durante las dos primeras semanas de octubre de 1937, de las 2.750 víctimas reconocidas. Haití nunca cumplimentó este requisito. Por lo tanto, la República Dominicana quedó exonerada de pagar la suma restante. Las reparaciones sólo ascendieron a la entrega inicial. El pago lo hizo Su Excelencia, de su patrimonio, así que no costó un centavo al Estado dominicano.
– Poco dinero, para acabar con un problema que hubiera podido desaparecernos -concluyó Trujillo, ahora serio-. Es cierto, murieron algunos inocentes. Pero, los dominicanos recuperamos nuestra soberanía. Desde entonces, nuestras relaciones con Haití son excelentes, a Dios gracias.
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